Me senté frente a la computadora con la intención de contarles cosas sobre el Festival de San Sebastián, pero la verdad es que no pude. Y no puedo. Los dedos se me van para otro lado y escriben letras que no están relacionadas con el cine. Esta vez tienen que ver con la política y con algunas frasecitas que se escuchan por acá. Para hacerla corta (y espero que entretenida), se las voy a plantear como un 'tráiler'. El protagonista es Mariano Rajoy, un político de 53 años que lidera el Partido Popular y que aspira a ser presidente de España, aunque lleva una legislatura y media relegado a la oposición. Su papel no le gusta (claro), aunque lo interpreta con gracia. Quiero decir, uno lo ve y se lo cree. El hombre le pone empeño y, de última, hace lo que se espera que haga: darle palo (mucho palo) al gobierno y a su líder, José Luis Rodríguez Zapatero. Hasta aquí, es estupendo. Para que la democracia funcione tiene que haber discrepancias.
El problema es que Rajoy no distingue entre la lucha de gigantes y la gente de a pie, la que oye sus discursos mientras mira de reojo al del costado, la que se traga todo lo que dice y después señala con el dedo, o la que es estigmatizada sin entender bien por qué. Porque el señor, cuando da palo, se olvida de apuntar bien a dónde. Y entonces pasa lo que pasa. Ya habrán oído ustedes que la economía de España está en crisis, una palabra que al gobierno no le gusta y que a la oposición le encanta pero que, más allá de eso, tiene a la gente preocupada. Normal: la tasa de desempleo se disparó este año, los precios subieron como la espuma y hay muchísimas familias endeudadas. La situación económica del país es ahora el gran problema, muy por encima del terrorismo y la vivienda, que ya es mucho decir. Así que hay que culpar a alguien.
El gobierno culpa a la situación mundial, a la subida del petróleo y al desplome de las bolsas. La oposición culpa a la mala gestión del gobierno. Pero, entre medio, como quien no quiere la cosa, los inmigrantes nos colamos en el discurso de Rajoy. Dice él que saturamos los servicios sanitarios de España, que aumentamos el gasto público. Y dice también que, mientras muchos extranjeros están cobrando el seguro de paro, hay españoles que deben irse a Francia para cosechar en los viñedos de al lado. Hilar estas dos ideas es como mezclar morcilla con velocidad: no tiene nada que ver una cosa con la otra. En primer lugar, porque la contratación de españoles para la vendimia francesa es una tradición casi histórica y perfectamente organizada que se repite todos los años desde mucho antes que la inmigración fuera un 'problema'. Incluso desde antes que España ingresara en la Unión Europea.
Por otro lado, si alguien cobra el seguro de paro es porque trabajó, porque se ha ganado ese derecho aportando a la Seguridad Social mientras estaba activo. Y eso, que yo sepa, no depende de la nacionalidad, sino de lo que cada uno haga. Sin embargo, este razonamiento tan simple queda opacado (o distorsionado) cuando un líder político mete ideas inconexas en la coctelera y se pone a agitar con ganas. El resultado es un trago amargo en el que el colectivo extranjero se convierte en el chivo expiatorio y carga con la culpa del problema de turno. Cuando no es la economía, es el desempleo, o la inseguridad ciudadana o el colapso de la sanidad.
Por cierto, esto último es una falacia. La población inmigrante de España es mucho más saludable de lo que se cree. Además de ser gente joven, quienes emigran están sanos. El asunto es que no todos saben que, para curarse un resfriado, hay que ir a la policlínica y no a la sala de urgencias. Lo que padecen, en realidad, es falta de información. Ya ven cómo son las cosas. No pude escribir sobre el cine, pero terminé contándoles una película. Perdonen ustedes que haya elegido una de terror y, encima, mala, pero es lo que hay. No me cae bien el señor Mariano Rajoy. Nada bien, ni siquiera un poco. Discrepo con lo que dice y, por extensión, me inquieta aún más lo que calla.
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