15.9.08

Horacio Quiroga y la integración cultural

El otro día entré en una librería para comprar una novela pero, como en España acaban de arrancar las clases, la sección de textos de secundaria me dejó a mitad de camino. No es que hubiera una muralla impenetrable, no. Lo que había era un grupo de mesas con muchos libros de colores, clasificados por asignatura y por año. Tampoco voy a mentir diciendo que sentí nostalgia (nostalgia es la Rambla, no los deberes), aunque sí puedo decirles que sentí curiosidad. ¿Qué se enseña de este lado del Atlántico? ¿Cómo se enfoca, por ejemplo, el Descubrimiento de América? ¿Quién es el malo, Solís o los indios? Nunca había visto un programa de estudios local, así que me acerqué hasta las mesas y agarré un libro: 'Lengua y literatura' para 1º de liceo, de la editorial Anaya.

Lo elegí porque era lindo (suena frívolo, ya sé). Tenía papel satinado, muchos recuadros con ejemplos, ejercicios divertidos, fotografías a color... Nunca había imaginado que los sustantivos y los pronombres pudieran ser tan didácticos, en serio. La cuestión es que estaba hojeando este libro cuando, de repente, lo vi. Página cien: 'El loro pelado', de Horacio Quiroga. Ahí estaba él, con su correspondiente apunte biográfico y una serie de anotaciones que traducían ciertas palabras (como choclo, chacra, peón o papa) que aquí no se usan, o significan cosas distintas. Era raro leerlo así, con traductor incorporado, y más raro todavía verlo impreso en ese libro, como lectura obligatoria del curso. Qué bien ­-pensé (y pienso)­-. Un escritor uruguayo en la Escuela.

Así de feliz como estaba, seguí pasando las páginas, hasta que el libro me volvió a sorprender. Tenía uno de sus capítulos enteramente dedicado a explicar que el idioma español es la cuarta lengua más hablada del mundo, que en América Latina hay casi 350 millones de hispanoparlantes y que no en todos los sitios la gente lo utiliza igual. Hay palabras y pronunciaciones distintas; pero por ser diferentes, no significan que estén mal. "Son preferencias", señalaban los autores, que incluso daban un montón de ejemplos y propuestas para los alumnos, invitándolos a 'traducir' expresiones, a conversar con sus compañeros de clase nacidos en otros países y a reflexionar sobre la diversidad. Ese planteamiento sí que me gustó, por realista y constructivo. Porque en España, en este momento, casi el 11% de los estudiantes son de origen extranjero y porque hay muchas escuelas y liceos donde esa tasa se dispara hasta superar el 60% o más.

El desafío cultural es imponente. Ya no se trata sólo de encajar las piezas para acomodar a los inmigrantes adultos en el entramado social preexistente, sino de fomentar la convivencia desde abajo. Piensen en esto: si educar de por sí ya es complicado, hoy en día, cualquier profesor de España se encuentra ante la difícil tarea de normalizar las relaciones entre niños y adolescentes que de pronto no tienen nada en común, excepto su edad. Un salón de clase cualquiera viene a ser un extracto del mundo, con razas, idiomas, nacionalidades e, incluso, religiones diferentes. Por eso existen organismos nuevos, como el Creade (Centro de Recursos para la Atención a la Diversidad Cultural en Educación), o libros de texto actualizados que aprehenden la coyuntura y la usan para enseñar, como el que encontré en esa librería.

Las políticas de integración 'para grandes' pueden funcionar más o menos, dependiendo, entre otras cosas, de lo tercos, cascarrabias y obstinados que seamos. Pero los encares educativos de base, mucho más naturales, son los que en realidad abren paso para el cambio. Si un adolescente o un niño convive buena parte del día con chicos de otras partes y los profesores enfatizan el lado positivo, su abanico de conocimientos y culturas será mucho mayor. Seguramente dentro de unos años, cuando se lancen de lleno al terreno de los adultos, cuando les toque a ellos decidir, tendrán en su mano más herramientas de valoración. Menos prejuicios en su cabeza.

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