30.5.09

"A menudo se juzga a los otros sin conocerlos y es una pena"

Llegó a Euskadi en 2005, tras vivir dos años en París junto a su marido, Omar. En Marruecos, su país natal, Fátima Loubane tenía una pequeña empresa de informática. En Getxo, donde reside y se siente «como en casa», da clases de árabe y participa en la asociación ARAHMA para la integración cultural. «Queremos que la gente sepa cómo somos de verdad», indica.

El esposo de Fátima prepara en la cocina un té con hojas de menta y lo trae hasta la sala, donde tiene lugar la entrevista. En la bandeja hay una tetera de metal, unos pequeños vasos de vidrio, dátiles, nueces y otras variedades de frutos secos que son típicos de Marruecos. Él deja todo sobre la mesa y se va. Ella sirve la infusión mientras explica que, cuando hay una reunión social, los hombres y las mujeres se relacionan por separado.

«Cuando vienen sus amigos, yo hago mis cosas en otra parte de la casa, y ahora que has venido tú, la sala es para nosotras -dice Fátima-. Es nuestra...» y de Sahara, la hija pequeña del matrimonio, que se entretiene haciendo garabatos en la libreta que iba a servir para tomar notas. «Mi hija es curiosa e inquieta -señala con evidente orgullo de madre- y la mayor, también. Tiene cuatro años, habla euskera en la escuela y ya ha aprendido el alfabeto árabe gracias a una canción muy bonita para niños». Fátima se ha ocupado personalmente de enseñarle, al igual que hace con otros chavales de ascendencia marroquí que residen en Vizcaya.

«Me gusta mi trabajo porque es un modo de mantener nuestra cultura, nuestra lengua y, también, de estar activa. La verdad es que Getxo es muy abierto y fomenta la diversidad. Aquí hay muchas actividades sociales que permiten que la gente se conozca mejor y aprenda cosas», opina Fátima. «Hace poco participé en unas jornadas de cuentacuentos y pude compartir historias tradicionales de mi país. La literatura árabe es muy rica y, si no fuera por eventos como ese, no tendría ocasión de enseñarla», cita como ejemplo.

Tradiciones. Palabra con peso donde las haya cuando se trata de entender el Islam, pues la creencia religiosa abarca todos los aspectos de la vida, desde el aseo y la alimentación hasta las relaciones personales. «La primera vez que mi marido me vio, él vivía en Francia y yo en Marruecos. Yo había asistido a la boda de mi primo, en Rabat, y durante la celebración se grabó un vídeo. Esa cinta la enviaron a París, donde tenían familia, y Omar la vio por casualidad. Le gusté, y entonces preguntó si era soltera y cómo podría contactar conmigo». Se escribieron y hablaron por teléfono durante un tiempo hasta que, un día, él le propuso matrimonio. «Yo no iba a casarme sin conocerle y se lo dije, así que el viajó desde París a Agadir, donde yo vivía y, acompañado por su familia, pidió formalmente mi mano».

Una vida normal
«El matrimonio no es como aquí, donde los jóvenes hacen vida de casados cuando aún son novios. Para nosotros, funciona de un modo distinto, porque de verdad conoces a tu pareja cuando te casas, no antes, y puedes tener más o menos suerte», explica Fátima. Y añade: «Sé que es difícil de entender, pero lo cierto es que hacemos una vida muy normal. Aquí en casa, por ejemplo, somos una familia más, como cualquier otra». Mientras dice esto, su esposo saluda de lejos y sale a la calle con Sahara para esperar a su hija mayor a la salida de la escuela.

«A menudo se juzga a los otros sin conocerles y es una pena», reflexiona Fátima cuando se cierra la puerta. «La idea que se tiene sobre nuestra religión y, en especial, sobre la mujer musulmana, está muy distorsionada. Yo no me siento obligada a nada y en casa nos tenemos mucho respeto. En general, la gente de aquí es muy abierta y hace que nos sintamos a gusto, porque es perfectamente posible convivir y que cada quien sea como quiera, siempre que no haga daño a los demás. Claro que, otras veces, te miran raro por llevar pañuelo. Por eso, cuando voy en el metro, llevo un libro y leo, así no veo las miradas suspicaces». ¿Y funciona? «Sí, aunque todavía hay quien se sorprende de que una mujer magrebí sepa leer».

25.5.09

Capital humano

Hace pocos días asistí a la presentación de un libro en Madrid. No importa el libro ni los autores. Ni siquiera el precio. Para escribir estas palabras sólo me interesa reseñar lo que pasó a partir de la segunda mitad del acto. La cosa venía muy bien, dinámica y entretenida, hasta que uno de los ponentes dijo en tono de broma: “Al salir, a mano derecha, podéis comprar vuestro ejemplar por un precio reducido”. El público asistente se rió, claro. El comentario había sido gracioso, incluso simpático. Pero se repitió, no una ni dos veces, sino varias. No contentos con esta especie de marquesina oral, que por momentos proyectaba sombras de súplica, los editores que presentaban el texto fueron un paso más allá. En un momento determinado, empezaron a describir con lujo de detalles cuál era el contenido de ese libro. Que tiene tantos cuentos, que escriben fulano y mengano, que el lector se encontrará con tal y cual cosa, etcétera, etcétera, etcétera. Como muestra, hasta leyeron un relato al auditorio.

A la gente no pareció importarle; se seguía riendo cada vez que alguno decía “cómprennos”. En honor a la verdad, como se trataba de un proyecto editorial nuevo, impulsado por gente joven y con poco dinero, aquellos reclamos (con sus correspondientes insistencias) podían entenderse. El problema es que fueron excesivos, especialmente en esa parte donde contaron las propiedades de la obra como si fuera una pócima de boticario o un neceser con alicate, tijerita y varios hilos de colores. Me hicieron acordar a los anuncios de tele ventas (esos de ‘llame ya’) o a los comerciantes que arengan los bolsillos en el interior del transporte público (esto por no mencionar que un autor está problemas si tiene que explicar su trabajo). En cualquier caso, el afán por vender se quedó con el protagonismo del evento, y algunos de los asistentes nos quedamos conversando sobre ello.

En la charla aparecieron varios conceptos. Hablamos de cosas como el mercantilismo cultural, la compraventa social, la monetización de las decisiones o la tasación de las relaciones, donde siempre hay intereses para todo. Y es que resulta espeluznante ver en acción los engranajes del dinero; ya no sólo en lo que toca a la cultura, sino en todos los aspectos de la vida. La platita, el rendimiento, la cifra acaban rigiéndolo todo. Son avales ante un banco, pero también ante los demás. No importa que un autor o un artista sean buenos, sino que vendan, porque ser un éxito de ventas los convierte en buenos. Estamos tan tamizados por la economía que nos parece poco todo lo que no es cuantificable, y hasta diría que nos asusta lo que no podemos evaluar con estos parámetros. Hemos cambiado ese ‘dime con quién andas y te diré quién eres’ por un maravilloso ‘dime cuánto ganas y te diré quién puedes ser’. Es decir, ya no interesa el capital humano, sino la capitalización de la gente. Y si no sos productivo, no existís. Así de simple.

No se piden grandes cosas. Tan sólo se exige rendimiento. Ser el mejor, hacer mucho, costar poco y no quejarse. Más aún, hay que mostrarse agradecido por formar parte del sistema. Por eso suenan atemporales y arcaicas aquellas frases como ‘lo importante es lo de adentro’, ‘hacer las cosas por amor al arte’ o ‘la vida no tiene precio’. ¿Cómo no va a tenerlo? Claro que tiene. Y, en un régimen de mercado libre, varía. Dependiendo de las circunstancias, algunas vidas valen más que otras. Unas cuestan millones, otras se ejecutan por veinte pesos (o tal vez menos, si el taxi recién arrancaba). También hay otras que se siegan por nada, por estar en el lugar equivocado o por decir que no, como Pamela Silva. Parece mentira que ser insumiso siga teniendo contraindicaciones para la existencia. Eso sí, se le dará más relevancia al tema según la existencia de quién. Porque, tristemente, eres lo que tienes, tienes lo que vales, vales lo que vendes. Y si no tienes, no vendes, no vales, no eres. Cuando mueren los humildes, los sin nombre, los sin huella, los huecos también son más pequeños.

23.5.09

"Estamos muy ilusionados por poder ayudar a los nuestros"

'Mar Negro', la primera asociación de rumanos en Álava, acaba de iniciar su andadura, y su presidente, Alexandru Egres, no oculta su alegría y entusiasmo. Pese a que la colectividad de Rumanía es una de las más numerosas de Euskadi, los residentes de Vitoria y el resto de la provincia no tenían un punto de encuentro ni de información o referencia cultural fuera de la Iglesia. Ahora sí.

Si algo tienen las iniciativas, es camino por delante; de ahí que la conversación con Alexandru esté llena de ilusión y de proyectos. La asociación de rumanos que preside -y a la que han bautizado 'Mar Negro'- todavía se encuentra de estreno, pero, como él mismo reconoce, «en tan poquito tiempo se está logrando hacer mucho». Para empezar, constituir un punto de encuentro y consulta donde antes no lo había.
«En Guipúzcoa y, sobre todo, en Vizcaya sí existen asociaciones para la gente de nuestro país, pero, como comprenderás, nos pillan un poco lejos en la dinámica cotidiana», señala. Con excepción de la Iglesia, que congrega a bastantes personas, «quienes vivimos en Vitoria o en los pueblos cercanos no teníamos lugares a los que acudir para despejar dudas, compartir inquietudes y mantener nuestras tradiciones».
He ahí los pilares de la novel asociación, que, como punto de partida, está abierta a acoger en su seno a los más de mil rumanos que residen actualmente en Álava. «Tenemos varios objetivos», reitera Alexandru. Entre ellos, «ofrecer orientación laboral y jurídica a quienes la necesiten», que no son pocos.
«Existe un gran desconocimiento de las administraciones públicas, de las instituciones y de las oficinas de atención ciudadana. Las leyes cambian y eso desconcierta a las personas que llegan aquí y no saben por dónde empezar. Aunque no lo creas, hay quienes ni siquiera saben dónde tramitar sus documentos y, para aquellos que no dominan el idioma, resulta difícil averiguarlo». Por eso, la asociación «está en permanente contacto con el Gobierno vasco y cuenta con el apoyo del cónsul de Rumanía en Bilbao».

Pero no todo es burocracia en el día a día de los extranjeros. También hay espacio para las actividades recreativas, como el deporte (especialmente el fútbol), que es «sano para los niños y muy útil para educar en valores». De hecho, son los chavales, más que los adultos, quienes constituyen el principal interés de esta asociación, tanto en el ámbito deportivo y social, como en el cultural y el cognitivo. Desde el punto de vista de Alexandru, «ellos son el futuro y de nosotros dependerá que mantengan vivos sus orígenes». Y, para ello, nada mejor que la educación.
Clases de rumano
Por supuesto, el ámbito doméstico ayuda a la pervivencia del idioma y las costumbres, pero los integrantes de Mar Negro se plantean ir un paso más allá. En este momento, están preparando un proyecto para presentar ante el Gobierno vasco que consiste en incluir clases de rumano a los niños en los propios colegios alaveses. «Ahora mismo, la mujer del cura es quien se encarga de dar clase a los chavales, pero lo hace a nivel particular. Nos gustaría llevar la formación al interior de las escuelas con profesores de lengua rumana», detalla.
Para Alexandru, esto es fundamental. «Los niños aprenden de todo, tienen clases de castellano, euskera e inglés, pero ¿qué pasa con sus raíces?», se pregunta. «No queremos que se les olvide el idioma, la historia o la geografía de Rumanía. Cuantas más cosas sepan, cuantas más lenguas hablen, más oportunidades y riqueza cultural tendrán».

En su planteamiento no hay trazas de demagogia, sino de experiencia personal. Él, que llegó a Euskadi hace cuatro años tras probar suerte laboral en Dinamarca, sabe que la vida da muchas vueltas y que las situaciones siempre pueden cambiar. Cuando vivía en Rumanía y se graduó como informático Alexandru no imaginaba que acabaría residiendo en Vitoria, que trabajaría en un restaurante y que su esposa también sería emigrante, pero de Paraguay. «La gente viaja y se mueve para buscarse la vida, y nosotros estamos muy ilusionados por poder ayudar a los nuestros», concluye.

22.5.09

¿Hasta cuándo se puede demorar el pago de las facturas domésticas?

El periodo para abonar los servicios va de los 15 a los 20 días naturales, y las prórrogas sin consecuencias se extienden hasta un mes

La nueva coyuntura económica ha propiciado un cambio importante en los hábitos de consumo, algo que puede apreciarse en todos los niveles de la sociedad. El hecho de recortar gastos aquí y allá, suprimir las actividades prescindibles, buscar los mejores precios y, en general, abaratar costes se ha convertido en una filosofía transversal. El temor al endeudamiento se palpa. No obstante, el ahorro y el gasto comparten un rasgo común, y es que ambos tienen un límite. Así como hay un tope para endeudarse (ya sea con préstamos o con créditos), también existe un conjunto de servicios mínimos a los que no se puede renunciar. Y, por mucho que se controle su consumo, cuestan dinero. En este sentido -y con independencia de los alquileres y las hipotecas, que suponen el principal gasto mensual familiar-, no hay nada que exija tanto al bolsillo como mantener en marcha una vivienda.

Un tercio del presupuesto
Vivir en época de crisis supone ejercitar la habilidad del ahorro, tanto en los gastos excepcionales como en los desembolsos cotidianos. Los recibos del gas, el agua o la electricidad, la cuota de la comunidad de vecinos y el teléfono, entre otros servicios, representan casi un tercio del presupuesto doméstico y superan, incluso, al gasto en alimentación y transporte. Según este dato -facilitado por el INE-, el presupuesto básico del hogar es elevado, aunque parezca barato porque los servicios se pagan por separado y en diferentes momentos del mes.

A modo de orientación, una familia tipo gasta como promedio unos 50 euros mensuales en electricidad, 60 euros en teléfono, 35 euros en gas, y 30 euros de agua. Es decir, alrededor de 175 euros, que pueden variar en función de la comunidad autónoma, las compañías elegidas y la periodicidad de la factura, el momento del año, y el tipo de consumo que se haga. Basta con una suma sencilla para comprobarlo, aunque, más allá de la realidad particular de cada familia, hay algo que comparten todos los hogares y todos los servicios: la llegada de la factura es puntual.

Hasta hace pocos meses, encontrar una factura doméstica en el buzón no despertaba demasiada inquietud. En la actualidad, 175 euros mensuales pueden desestabilizar un hogar, sobre todo si se trata de familias en las que alguno o todos los miembros se han quedado en el paro. La pregunta, entonces, es simple. ¿Cuánto tiempo se puede dilatar el pago de una factura doméstica sin convertirse en moroso? La respuesta, en cambio, es más compleja porque, como señalan desde el Instituto Nacional de Consumo (INC), no hay una norma general, ni un documento que regule los plazos de todos los servicios, ni un periodo estándar o único. Aun así, las condiciones pueden desglosarse por áreas de la siguiente manera:
  • Electricidad El periodo para pagar la luz es de 20 días naturales, a partir de la fecha de emisión de la factura. En caso de que el último día sea sábado o festivo, el plazo vencerá en la primera jornada laborable que le siga. Como en los demás servicios domésticos, el pago puede hacerse en las oficinas de la empresa suministradora, en una cuenta corriente habilitada a tales efectos, a través de un giro postal o mediante domiciliación bancaria. En este último caso, la compañía no podrá cargar el importe a la cuenta del usuario hasta que hayan pasado siete días naturales desde el envío de la factura.

  • Agua Desde la fecha de emisión de la factura, el abonado tiene 15 días naturales para pagar la cantidad adeudada. Una vez transcurrido ese plazo, se concede una prórroga equivalente (es decir, otros 15 días) como límite para el pago voluntario. Si se vence este segundo periodo sin que el usuario haya saldado su deuda, los proveedores suspenderán el suministro. Transcurrido un trimestre desde el momento de la suspensión sin que se haga efectivo el abono correspondiente, se declarará resuelto el contrato y se cancelarán definitivamente los servicios.

  • Gas Según establece el Real Decreto 1434/2002 (que regula el suministro y los procedimientos de autorización de instalaciones de gas natural), para los consumidores de gas, el periodo de pago está establecido en 20 días naturales desde la emisión de la factura por parte de la empresa distribuidora. Al igual que en los demás servicios, si el último día del período de pago fuera sábado o festivo, éste vencerá el primer día laborable que le siga.

  • Teléfono El plazo para abonar el importe de la factura del teléfono es de 15 días naturales a partir de la fecha de emisión del documento. Por lo general, hay un periodo de prórroga que se extiende hasta alcanzar el mes. Si el retraso en el pago supera ese tiempo, la empresa procederá a la suspensión temporal del servicio (previa notificación al usuario). Esto implica que, mientras no se salde la deuda, sólo se podrán recibir llamadas y comunicarse con los servicios de emergencia. Si transcurren dos meses desde la suspensión de la línea y el cliente continúa sin pagar, la empresa procederá a la suspensión definitiva del servicio.

Aunque entre los servicios mencionados existen diferencias, también hay similitudes. En líneas generales, puede decirse que el plazo para pagar una factura doméstica oscila entre los 15 y los 20 días naturales, y que las prórrogas sin consecuencias suelen extenderse hasta el mes. Sin embargo, puede haber particularidades derivadas de las empresas proveedoras o de los ayuntamientos, cuando se trata del agua. Por ello es recomendable -e importante- prestar atención a la información que se detalla en la factura. En primer lugar, a la fecha de emisión. Y luego, a la fecha de vencimiento (que también puede figurar como "fecha de cargo" cuando el pago es con domiciliación bancaria). Si los datos no son claros o no se encuentran con facilidad, lo más sencillo es comunicarse con el proveedor y preguntar de qué margen se dispone para abonar los importes mensuales una vez que se ha emitido la factura.

Las consecuencias
No abonar a tiempo las facturas conlleva consecuencias, que también varían según el tipo de suministro y la empresa, aunque hay coincidencias, como la suspensión del servicio y los cortes y recargos. En principio, tener una factura doméstica impagada acarrea la suspensión temporal del servicio para evitar que siga aumentando la deuda. De este modo, ante un cliente moroso, la compañía puede actuar cortando totalmente el suministro (cuando se trata del agua, la electricidad y el gas) o limitando la parte del servicio que genera gastos (en el caso del teléfono, por ejemplo, no se impide la recepción de llamadas pero sí su realización). Sea como fuere, el proveedor deberá notificar este paso al cliente antes de darlo. Si el usuario abona lo adeudado, todo vuelve a la normalidad.

¿Y si no? En este caso -y también previa notificación-, la suspensión temporal del servicio se transforma en corte definitivo. El ejemplo de las compañías telefónicas es muy claro: además de restringir las llamadas salientes, también cortan las entrantes, la recepción de mensajes y cualquier otro servicio, aunque sea de carácter gratuito. Normalmente, la medida no es inmediata, pues hay entre 60 y 90 días de margen. Pero, al igual que con los demás plazos, ese periodo de tolerancia puede variar según la compañía.

Más allá de los tiempos y de que la suspensión de cualquiera de estos servicios representará un verdadero escollo cotidiano para la familia afectada, hay un tercer aspecto que es importante recordar: el corte total de un servicio trae aparejados otros problemas que no se solucionan con sólo saldar la deuda. El más claro es que, para reanudar los suministros, el usuario tendrá que volver a darse de alta y abonar una nueva instalación, como si fuera a usar el servicio por primera vez. Y, cuando se trata del teléfono, además de pagar la cuota de rehabilitación, es posible que la compañía le asigne un número distinto al que tenía anteriormente, con todos los inconvenientes que eso acarrea. A propósito de gastos extra, también conviene tener presente que las deudas generan intereses y que, dependiendo de las cláusulas de cada contrato, las compañías pueden cobrar al cliente cargos o multas por impago. Ante la duda, lo mejor es revisar el documento que se ha firmado, consultar a la propia empresa o asesorarse con un letrado.

Juicios monitorios y embargos
Tras notificar al usuario su impago, suspender el servicio y cortarlo definitivamente, las compañías pueden recurrir a la Justicia para intentar cobrar lo que se les adeuda. En el caso de estas facturas, cuyos importes no son muy elevados, las empresas utilizan habitualmente los juicios monitorios, que constituyen un procedimiento ágil, rápido y menos litigante que otros, y que sólo puede utilizarse cuando la deuda es inferior a 30.000 euros.

De modo esquemático, la simplicidad del proceso alivia al acreedor de seguir un juicio plenario para intentar cobrar el dinero. Así, sin necesidad de un procurador o abogado, puede iniciar una vía judicial contra el deudor mediante un formulario muy simple en el que se especifica la cuantía de la deuda y la identidad del moroso. Si en un plazo de 20 días el demandado no se opone al requerimiento de pago, el juez dicta una resolución de carácter ejecutivo que basta para iniciar el embargo de sus bienes. La retención de bienes mediante sentencia judicial es la única forma que tienen los acreedores para recuperar lo que se les adeuda y, en general, lo primero que se embarga es el dinero de la cuenta corriente y la nómina, aunque en este último caso, siempre debe dejar al deudor una cantidad correspondiente al salario mínimo interprofesional para garantizar su subsistencia. De cualquier manera, el procedimiento discurre por la vía civil y jamás por la penal, ya que, según establece la ley, nadie puede terminar preso por deudas.

18.5.09

(De)generaciones

A menudo se critica a mi generación por su falta de compromiso. No es el único reproche que se le hace, pero sí el más encarnizado y frecuente. En un rango peligrosamente amplio (que mete en una misma bolsa a gente de quince, veinte o treinta años de edad), a los jóvenes suelen pintarnos como seres superficiales y hedonistas, apáticos ante lo que requiere esfuerzo, inconstantes, individualistas, desinteresados e irresponsables. Queriéndolo o sin querer, las generaciones que nos preceden han logrado dibujarnos con unos trazos que van de lo grotesco a lo ingenuo hasta componer una caricatura de feria, más que un retrato de la juventud actual. Digo: si bien hay un punto de partida real, un cierto parecido, los rasgos están distorsionados y se exageran.

No es ninguna novedad. A nuestros padres les pasó lo mismo. Ellos fueron los incordios del ayer, nosotros seremos los cascarrabias del mañana, y así seguirá la dinámica hasta que unos y otros hagamos pof y no nos quede más remedio que mirar las margaritas desde abajo. Lo de la brecha generacional es ley de vida. Dicho esto, retomo la idea inicial, la de la falta de compromiso. Con llamativa recurrencia nos achacan la incapacidad de comprometernos seriamente con las cosas, ya sean de corte social, humano o político. Y, en parte (repito, en parte), tienen razón. Si las personas son hijas de su tiempo, nosotros hemos crecido con la cultura de lo descartable, la certeza de lo sustituible y la incertidumbre de la libertad. Todo puede desecharse. Nadie es irreemplazable. No hay un plan preestablecido y tomar decisiones cuesta.

Pero esgrimir este tipo de argumentos y pasar página sin más trámite es quedarse en la superficie del tema. No basta con decir que nos aburrimos fácilmente porque el exceso de estímulos nos tiene sobreexcitados, aunque sea verdad. Y tampoco vale conformarse con esa máxima de “la juventud está perdida” que tanto gusta entre quienes extraviaron la propia. Si se ponen las pilas y nos buscan, seguro que nos encuentran. Lo de la falta de compromiso ofrece más de una lectura posible; es un fenómeno complejo y, si se quiere, preocupante y triste. En la base de nuestra apatía hay un descreimiento brutal y un profundo desencanto.

Estoy pensando (y miren ustedes qué ejemplo) en la final de la Copa del Rey, que tuvo lugar el miércoles 13 en Valencia. Jugaban el Athletic y el Barça, vascos y catalanes, y fue un encuentro en el que lo deportivo no se pudo desmarcar de lo político. El partido se transmitió íntegro en directo por TVE, el canal nacional, excepto durante unos minutos. Exactamente, mientras sonaba el himno de España. En ese lapso, se mostraron imágenes de relleno, como los hinchas que se habían reunido en Bilbao o los que alentaban a su equipo por las calles valencianas. ¿Por qué no se emitió lo que ocurría en el estadio? Porque, como era de esperar, el público asistente lanzó un chiflido monumental cuando sonaron los acordes españoles.

Ese fue un acto de censura en toda regla que, por si acaso, sus artífices terminaron de rematar manipulado la información un poco más tarde: en el entretiempo pasaron las imágenes del momento del himno editadas, con el sonido ambiente reducido al mínimo, la cancioncita sonando en playback y haciendo foco en algún hincha que sí la escuchó con respeto. TVE, el canal estatal, pionero en dar información, con todos los recursos a su alcance, supuestamente fiable y gestionado bajo preceptos democráticos nos dejó a todos con un signo de pregunta en la cabeza. Indignados, desconcertados, como cuando escuchamos a los políticos contradecirse y desdecirse con donde dije digo digo Diego y demás cosas por el estilo. Ya está bien, ya basta.

Nos critican por la falta de compromiso, pero nadie matiza que no abundan las propuestas que lo merezcan. ¿Comprometerse con qué? ¿Creer en quién? ¿Confiar, decían? Desde el Antiguo Testamento venimos mamando el modelo dicotómico del bien y del mal, sin lugar a posibles intermedios ni tiempo para la autocrítica. Los buenos y los malos estaban perfectamente definidos. Ya no. También hemos heredado la sobrevaloración de los absolutos, y eso supone que dos por tres tengamos que reacomodar la estantería para hacerle lugar a nuestra colección de relativos. Ah, y ya me olvidaba… nos contaron hasta el hartazgo que un príncipe cianótico y su amada fueron felices y comieron perdices, pero nunca nadie nos explicó quién cocino y quién lavó los platos. Con tanto cabo suelto (y sin un general contra el que rebelarse), hacemos lo que podemos. Disculpen las molestias.

16.5.09

Perú reabre su consulado en Bilbao tras años sin dar servicio

Durante casi cuatro años, el Consulado de Perú en Bilbao permaneció cerrado a sus ciudadanos, con las consecuentes dificultades administrativas. Un nuevo servicio consular acaba de abrir sus puertas en la villa, y el abogado Aldolfo Olaechea Plath está al frente de su gestión. El letrado mantiene el mismo «compromiso social» que le signó como presidente de la asociación Perú Herria.

Los ciudadanos de Perú que residen en la zona norte de España (País Vasco, Navarra, Cantabria y La Rioja) están de parabienes. Un nuevo Consulado General ha abierto sus puertas en Bilbao tras cuatro largos años en los que, para realizar cualquier trámite, debían trasladarse hasta Madrid o Barcelona. Desde ahora, todas las gestiones podrán llevarse a cabo en el despacho vizcaíno, ubicado en la calle Rodríguez Arias 23 de la villa.

Precisamente es allí, en la oficina número 15 de la tercera planta, donde tiene lugar el encuentro con el novel cónsul, Adolfo Olaechea Plath, a quien muchos de sus compatriotas ya conocen desde antes por su labor como presidente de la asociación Perú Herria. Y es que Adolfo no es un diplomático al uso, aunque sea experto en Derecho y haya tenido que prepararse para el cargo. Abogado de profesión e inmigrante por decisión, su conocimiento sobre leyes va a la par de su propia experiencia en añoranzas, que empezó hace diez años cuando dejó su país para radicarse en Vizcaya.

La entrevista comienza con un pedido de disculpa. La nueva sede del consulado todavía está en proceso de acondicionamiento y, de momento, es un despacho prácticamente vacío. Aun así, tiene lo fundamental: un escritorio, un par de sillas, un ordenador y un cónsul. «Por ahora, atendemos los días martes, jueves y sábados por las tardes -informa Adolfo-, aunque tenemos previsto ampliar el horario».

Tarea vocacional
Para él, la tarea diplomática tiene un alto componente vocacional porque, además de exigirle una formación específica en Derecho Consular, le ha supuesto una continuación del trabajo que ya venía desarrollando en el marco asociativo. «Me considero un socialista o, mejor dicho, una persona con inquietud social, y Perú Herria nació en 2001 con ese espíritu -señala-. Muchas veces, en las oficinas de atención a los inmigrantes, la información que se da es insuficiente, incompleta o confusa, así que la labor de la asociación siempre tuvo como principal objetivo asesorar a quienes venían y se sentían desorientados ante los trámites».

Unos trámites que, por cierto, él también tuvo que hacer, pues Adolfo no llegó aquí como enviado diplomático, sino como «un extranjero más». Y aunque de aquello ya ha pasado una década, él lo recuerda con nitidez.

«Emigré a Euskadi porque mi esposa es vasca -desvela-. Nos conocimos en Perú, donde yo ejercía como abogado y me movía en el ámbito de la política estudiantil». Sin embargo, y a diferencia del común de las historias, no vinieron de inmediato a Vizcaya. De hecho, tardaron un lustro en hacerlo. «Estuvimos viviendo en mi país durante cinco años y, en ese tiempo, nacieron nuestros hijos. La idea inicial era quedarnos, pero la vida y las personas cambian...».

Reclamo nostálgico
En su caso, el cambio tuvo dos motivos. Por un lado, que su esposa echaba de menos Euskadi. Como dice Adolfo, «la nostalgia la reclamó». Por otro, que la situación sociopolítica de Perú se volvió hostil. Y peligrosa. «Era la época de Sendero Luminoso y el terrorismo se podía palpar. La gente salía a trabajar por la mañana y se abrazaba porque no sabía si iba a regresar por la tarde con vida. Por mi trabajo y mi vinculación a la política, yo era un objetivo para ellos, estaba amenazado y ya me habían intentado asesinar».

«Así y todo, ella se quedó conmigo», dice; aunque está claro que, con los niños, las prioridades se trastocan. «Nos vinimos para aquí y fueron años difíciles. Tuve que convalidar mi título, empezar otra vez desde cero, adaptarme a la cultura, que es distinta, y darme un baño de humildad. A pesar de mi experiencia laboral, volví a pasar por los mismos trabajos que había desempeñado cuando era joven, y eso me enseñó a no juzgar. Tenía una familia y debía sacarla adelante. Eso era lo único importante, la verdad».

13.5.09

"Uno del Athletic nace donde quiere"

Llegaron a Bilbao desde su tierra, a miles y miles de kilómetros, y se han convertido en los seguidores más apasionados

Ya no es un rumor. Es un hecho: los bilbaínos nacen donde quieren y muchos lo hacen hasta con la camiseta puesta. ¿Acaso cabe alguna duda después de ver la fotografía que ilustra esta página? He aquí un buen puñado de rugientes rojiblancos, nacidos a miles de kilómetros del Botxo y apasionados con el Athletic, el equipo de sus amores. Pero, cuidado: la imagen es sólo una muestra. No todos los forofos con pasaporte extranjero han acudido a la cita para posar junto a 'La Catedral'. Sus compromisos de trabajo o familiares les impidieron juntarse con la peña y obligaron a más de uno a compartir sus opiniones por teléfono.

Las obligaciones mandan aunque, eso sí, al encuentro de esta tarde no faltará ni uno. Vamos, que si es por finales, ya puede acabarse el mundo hoy mismo que allí seguirán todos ellos, hipnotizados delante de la pantalla. Y es que son varios los que opinan que «estamos ante un partido histórico». El Barça, la Copa del Rey, el reto... «¿Cómo nos lo vamos a perder?», se preguntan estos nuevos vascos, que se han hecho del Athletic por razones muy distintas.

«La camiseta del Vila Fanny, mi equipo de fútbol en Brasil, tiene los mismos colores: vermelho e branco», anota Ricardo con un notable acento portugués pese a sus muchos años de residencia en Bilbao. En cambio, Carlos Eduardo prefiere poner su acento en los jugadores que le gustan, como el delantero Fernando Llorente y el portero, Gorka Iraizoz. «Es que es la leche», dice con tono admirado este chico, también brasileño, pero forofo del São Paulo FC. «Todos los jugadores son buenos -corrige Wagner, que todavía es seguidor del Palmeiras-. Si no lo fueran, no habrían llegado a la final».

Para Isaac, la afición nace de la pertenencia: «Estoy aquí, vivo aquí, me siento bilbaíno, soy del Athletic», explica en plan tiqui-taca. Sin embargo, también hay extranjeros que ya conocían al equipo y le tenían simpatía antes de llegar a Euskadi. Es el caso de Luis, que vino hace tres años desde Chile, donde se dedicaba al periodismo deportivo. Seguidor del Universidad Católica ('La Cato', para los amigos), Luis viajó varias veces a Bilbao para visitar a su hijo, que lleva radicado aquí tres décadas. «Antes de quedarme en Vizcaya de manera definitiva, venía una vez al año. Desde entonces me gusta el Athletic, y ahora más», razona.

La mejor hinchada
Pero, ¿por qué los leones y no otros? «Por la afición», responde Luis. «Nunca vi una hinchada tan fiel a su equipo como la que tiene el Athletic. No importa si gana o si pierde, si hace un partido brillante o mediocre, si llega a disputarse la Copa del Rey o si está a punto de caer a la B; ahí está la gente viviendo el fútbol como una fiesta, apoyando a los jugadores y llevando la camiseta con orgullo, como debe ser». Justamente lo contrario a la estampida blanca que se vio el 2 de mayo en el Santiago Bernabéu.

A propósito de ese partido que el Barça sentenció con seis firmas, y del resultado que logró hace una semana -que le coloca nada menos que por sexta vez en la final de la Champions-, ¿qué sienten estos forofos al pensar en el partido de hoy? ¿Acaso no intimida un poco esta locomotora azulgrana? «¿El qué?», tercian de inmediato como si la pregunta fuera una afrenta. «¿Miedo dices? ¡Para nada!», salta una voz desde detrás del grupo, mientras Tiago, que lleva más de un lustro siguiendo al Athletic, explica que «en un partido y, sobre todo una final, puede pasar cualquier cosa». Los del Chelsea ya lo saben.

Pero, a ver, un poco de orden, que seis goles de visita es bastante, ¿no? «No». ¿Cómo que no? «Bah, son seis goles al Real Madrid y hace tiempo que los blancos están hundidos», desdeña Tiago en una mezcla perfecta de Bilbao centro y 'o pais mais grande du mondo'. Por cierto, ¿dónde verán el partido? Algunos, «en las pantallas gigantes, con toda la gente alrededor, para sentir bien esta fiesta». Otros, «en casa, con amigos, picando algo y tomando unas cervezas». Quizás hasta bajen al bar; todavía no lo tienen claro.

¿A nadie le ha tocado en suerte un par de entradas para San Mamés? «No...», contestan resignados mientras miran el estadio desde fuera. «Pero es igual. Veremos la final como sea. Y si el Athletic gana... Si gana... uf... eso ya sería la hostia». Hay que ver lo universal que se pone a veces el acento bilbaíno, y lo mundial que se ha vuelto la afición rojiblanca. Porque, «¿cómo no va a ganar?». Entre todos vaticinan resultado: «2-1, y la Copa para casa». También se atreven a pronosticar sus posibles reacciones: desde un «saldré a la calle de marcha», hasta «me lanzo sin dudarlo a la ría». Sin embargo, lo que no garantizan es qué pasará mañana; porque si los leones ganan, «a ver quién madruga y va a currar».

11.5.09

La mayoría silenciosa

Hace unos años, cuando aquí se empezó a discutir seriamente sobre el acoso escolar entre los propios estudiantes, tuve la oportunidad de entrevistar a un doctor en Ciencias de la Educación cuyo trabajo se había enfocado en los menores con comportamientos agresivos. En ese momento, 2005, comenzaron a conocerse en España casos graves de palizas, amenazas e intimidaciones que perpetraban unos adolescentes contra otros en el marco de los centros de enseñanza. El especialista con el que hablé, Plácido Blanco, me explicó entonces que la violencia funciona como un triángulo; un mecanismo con tres aristas definidas que hacen posible que exista: el agresor, el agredido y la mayoría silenciosa. Es decir, que no basta con una víctima y un verdugo, también es necesaria la pasividad de los testigos. Que los demás no hagan nada.

Aunque el experto trazaba este esquema para los episodios de 'bullying' (así se llama el fenómeno del hostigamiento escolar), lo cierto es que puede aplicarse a casi todos los escenarios de violencia. Da igual quiénes sean los protagonistas o dónde estén. Da igual que sean jóvenes, parejas, generaciones enteras o, incluso, países; el mecanismo se repite y la impunidad subyacente alimenta todo tipo de injusticias. Si uno se pone a observar, siempre hay alguien que sabe algo y, aun pudiendo intervenir con eficiencia, prefiere mantenerse al margen. Hacerse el sota, digamos. Porque, ¿quién no chifló bajito, cruzó a la vereda de enfrente, hizo oídos sordos o miró para otro lado ante una reyerta flagrantemente desigual?

Esta última semana tuve ocasión de comprobarlo varias veces en las noticias, en el subte y en mi barrio; y, a modo de ejemplo, aquí les cuento un par. La primera, un viernes de mañana, en la calle, en pleno horario comercial. Una chica de treinta años, o menos, yacía semiinconsciente en el suelo. Tenía la cabeza apoyada contra la puerta de un edificio y el resto del cuerpo desparramado entre los escalones de la entrada y la vereda. Llevaba la cartera colgada en bandolera. A su lado, en cuclillas, un tipo de su misma edad le hurgaba la cartera. El hombre estaba borracho, pero se las ingenió para revisar el contenido sin soltar su lata de cerveza. Nadie hizo nada. La chica reaccionó por su cuenta, se levantó sola, se tambaleó. El ahuyentó a una señora mayor diciéndole que eran pareja, que no se metiera. Ella dijo que estaba harta de que él le pegara. Dijo que ya había tenido dos infartos, que en el pasado la apuñaló dos veces. El la acusó de acostarse con cualquiera. No negó haberle pegado; lo justificó. Al otro lado de la calle, un grupo de personas miraba. Nadie llamó a una ambulancia. Nadie avisó a la policía. Nadie se acercó.

Segunda escena: el sábado de noche, en el subte. Tres chicas adolescentes iban sentadas hablando a los gritos y tomando vino (compartían un vaso, pero llevaban bolsas con provisiones etílicas para toda la madrugada). Los decibelios de su charla eran realmente inaguantables. El vagón estaba lleno. Un anciano iba de pie junto a ellas. Les pidió un poco de juicio (ni siquiera el asiento) y ellas se le rieron en la cara. El replicó que molestaban, que se estaban comportando como idiotas. Mal asunto. Con un tono de voz lleno de ira (al mejor estilo "El exorcista"), una de ellas miró al señor y le gritó sin censura: "¡Idiota, tu puta madre!". No se dejó ni una vocal en la garganta. La gente del vagón se sobresaltó, claro, sin embargo nadie hizo nada. La mayoría fue más silenciosa que nunca.

He elegido estos dos episodios porque ninguno de los dos fue noticia. No lo fueron ni lo serán y, probablemente, nadie vuelva a hablar de ellos nunca. Pero, si es por variedad, hay ejemplos de sobra. Las cámaras de vigilancia de un ayuntamiento grabaron en estos días una escena terrible de violencia machista (con intento de atropello incluido), en la que se distingue a la perfección quién agrede, quién recibe los golpes y quién mira de lejitos. En contrapartida, hace unos meses un señor intervino para defender a una mujer que estaba siendo agredida por su pareja en la calle y lo único que consiguió fue quedar hospitalizado en coma. Quiso ayudar con toda la buena voluntad del mundo y terminó enroscado en la capa de superhéroe. Por supuesto, nadie en su sano juicio va a meterse en un conflicto para dejarse matar. Hay un instinto de supervivencia y es lícito tener miedo. El problema no es el temor, sino el desinterés y la indiferencia. Más aún, el conformismo. Hay mil cosas que se pueden hacer para no engrosar las filas de la mayoría silenciosa, pero como esta historia es de los otros o de los nadie, ninguno de nosotros intenta nada por romper ese mutismo social. Eso sí, después nos quejamos y bien alto.

9.5.09

"Más vale que el deporte te guste, porque a veces es muy duro"

Mihaela Coteata llegó a Vizcaya hace 6 meses. En Rumanía era deportista profesional: se dedicaba al remo y era muy buena. Tres oros y un bronce nacionales más un Campeonato del Mundo dan fe de ello. Antes de venir, estuvo compitiendo en Vigo. Ahora vive en Portugalete con su novio -también deportista y rumano-, donde espera su oportunidad.

Mihaela tiene 20 años y un buen puñado de medallas que dejó en una vitrina de su casa, en Rumanía. Son muchas las que ganó a lo largo de cinco años y, aunque por éxitos y altura (mide 1,80) podría mirar el mundo desde arriba, lo que más destaca en ella es su marcada timidez y humildad. Viajó ligera de equipaje con una meta muy clara: estar con su novio, Florin, que emigró a Euskadi unos meses antes que ella.

Ambos son deportistas y se conocieron de pequeños en un campeonato mundial. «Teníamos 14 años y ya nos dedicábamos al remo, pero en distinta modalidad», precisa Mihaela, cuya especialidad es el outtriger a 8 con timonel y el scull a 4. De hecho, fue en esta última modalidad donde se llevó el oro en Vigo, en febrero del año pasado.

Además del triunfo, Galicia también supuso su primer contacto con un idioma que, como dice, aún se le resiste. «Durante el mes que estuve en Vigo aprendí un poco, y ahora, desde que vivo aquí, intento mejorarlo». Se compró un diccionario bilingüe y ve mucha televisión, pero todavía no se siente cómoda, reconoce. «Aún no conozco a suficiente gente como para poder practicar».

Lo dice por el idioma, pero su reflexión puede extrapolarse al deporte, porque la vida de Mihaela ha dado un giro importante. «He dejado de competir y busco trabajo como cualquier otra persona; lo de las medallas no aparece en mi currículo... Mi primer intento fue en un supermercado. El problema es que no tenía todos los documentos. Estoy esperando que me den el certificado de empadronamiento estos días para hacer los trámites del DNI y estar en condiciones de trabajar», dice.

Entretanto, se aburre. «Estoy casi todo el tiempo en casa, ¿sabes? Florin trabaja todo el día en la construcción y por la tarde entrena en Zierbana. Tampoco es fácil para él; tiene mucha actividad física. El remo exige mucho sacrificio... Más vale que el deporte te guste, porque a veces es muy duro», señala.

Mihaela todavía recuerda la primera vez que lo practicó. «Mi padre me acompañó y estaba muy orgulloso de mí. Yo tenía 14 años y me gustó mucho, aunque pasé los días siguientes con un dolor tremendo en los músculos y hasta con un poco de fiebre», relata antes de subrayar que en su país, igual que en Euskadi, hay una gran afición por el remo.

Selecciones y elecciones
«Hay muchos jóvenes en Rumanía que se dedican a este deporte. Todos los años, los entrenadores van a los colegios y seleccionan niños que puedan tener aptitudes, niños altos o con los brazos largos. Luego te explican cómo es el remo y te invitan a probar. Así pasó conmigo. A los tres meses me clasifiqué para el primer campeonato nacional y al cabo de un año ya formaba parte de la selección», relata con tono neutro.

Pero Mihaela no abandonó sus estudios. Terminó el instituto y se apuntó en la Universidad del Deporte, donde llegó a cursar dos años. Fue entonces cuando decidió emigrar. «No he terminado la carrera, pero me gustaría volver a estudiar», dice. De momento, todo son planes a futuro.
Mihaela es consciente de que, si se hubiera quedado en Rumanía, podría dedicarse a lo suyo de manera profesional y vivir de ello, como los deportistas de élite. Sin embargo, está contenta con el cambio. «Los hijos no pueden estar toda la vida con sus padres», opina. «Cada uno tiene que hacer su vida y hay que aprender a volar». Por supuesto, echa de menos a los suyos, pero en su familia «ya están acostumbrados. Cuando competía, viajaba mucho. Ahora hablamos cada dos o tres días por Internet. No es lo mismo, pero ayuda y, además, no estoy sola».

6.5.09

La voz que resuena en el botxo

Guineano de nacimiento, pero bilbaíno por elección, este cantante cautiva a los turistas y vecinos de la villa en las calles del Casco Viejo.

Según un refrán popular, los bilbaínos nacen donde quieren. Y en el caso de Pascual Molongua, el dicho se aplica al cien por cien. Nacido en Guinea Ecuatorial hace casi seis décadas, este cantante africano llegó muy joven a la villa y, con el paso de los años, logró convertirse en parte de su patrimonio vital.

Su voz compone el paisaje sonoro. Profunda y potente, resuena todos los días en las calles del Casco Viejo, que adquiere un tono distinto con sus canciones y sus sonrisas. Porque si algo le sobra a este artista, además de un talento innato, es un enorme caudal de simpatía; un rasgo con el que ha cosechado el afecto de los vecinos y la amabilidad de los turistas, que rara vez pasa desapercibido.

Aunque su canción favorita es 'Desde Santurtzi a Bilbao', Pascual tiene un registro similar al de Louis Armstrong, y cuando la gente le escucha cantar, lo primero que se pregunta es cómo es posible que un músico de su calibre esté actuando en la calle. La respuesta: "Por elección". Toda una opción de vida para un profesional que ha participado en la ABAO (Asociación de Bilbaínos Amigos de la Ópera) y ha estudiado en el Conservatorio Juan Crisóstomo de Arriaga.

Su esquina del Casco Viejo es el lugar donde se siente más libre. Sin embargo, eso no le impide sumarse a otros proyectos o cambiar, cada tanto, de escenario. El mes pasado, por ejemplo, participó en El Club de los Sentidos, un programa de radio que se graba todos los viernes en Haceria Arteak. Allí interpretó canciones de Armstrong junto a la banda Kondiximulo y, como ya suele ser habitual, acabó conquistando el caluroso aplauso del público. "Mi padre se parecía más a Louis Armstrong que yo", decía con humildad este guineano bilbaíno.

Pero hay muchos en la villa que no opinan lo mismo. Entre ellos, los responsables del Kafé Antzokia (donde ofreció un concierto muy emotivo) y los realizadores del musical Arrupe, mi silencio, una obra de carácter religioso que homenajea la memoria del Padre Arrupe. Esta última se presentó en 2008, nada menos que en el Palacio Euskalduna, y contó con la participación de Pascual, que encarnó al genio de Nueva Orleans. En aquella oportunidad, compartió escenario con el Orfeón Donostiarra, casi cien actores y el bailarín Igor Yebra. Para él, fue un sueño cumplido; algo para recordar mientras canta, como siempre, en su esquina de la calle Bidebarrieta.

4.5.09

La inminencia

La primera noticia que leí en un diario de España trataba sobre perros abandonados y sus "crueles e insensibles" dueños abandónicos. Fue hace años, en 2003, pero no he conseguido olvidarlo. Era un amplio reportaje de dos páginas que abría la sección de información local del periódico y tenía fotos, estadísticas y hasta una columna de opinión que versaba sobre la irresponsabilidad de la gente. Me impresionó. Quiero decir, me sorprendió que aquello fuera noticia. Yo venía del Uruguay de la crisis, del coletazo del corralito, de la fuga de capitales y los debates sobre la privatización. Venía de un lugar donde se desayuna política, se almuerza economía, se merienda con fútbol y se cena con las sobras. No podía entender que los perros (estos perros) ocuparan tanto espacio en un diario.

Seis años y una crisis económica después, casi nadie habla aquí de las mascotas. Evidente. Ahora hay cosas más serias en las que pensar. Cosas como el desempleo (que ya aprieta a más de cuatro millones de personas), la deuda pública o los efectos secundarios de la crisis. Asuntos que van desde la disminución del poder adquisitivo hasta el aumento de la inseguridad ciudadana; por no mencionar el caso extremo del holandés que salió a atropellar gente porque había perdido su trabajo. ¡Pum! El tipo acaba estrellado contra un monumento y nadie en el mundo termina de creerse que la secuencia homicida haya tenido lugar en el país de los tulipanes.

Por primera vez en mucho tiempo, los medios de comunicación españoles desempolvan y le sacan brillo a esas palabras filosas e incómodas que no le gustan a nadie. Crisis, paro, delincuencia, inflación, deflación, recesión... La cosa ya no está como para atender a los perros, ni a los inmigrantes, ni a los jubilados, ni a cualquiera que sea potencialmente sospechoso de colaborar con el deterioro del Estado de bienestar. Hasta hace nada, los políticos jugaban al subibaja. Ahora tratan de esquivar como pueden a la gillette en el tobogán; por eso unos dicen que la economía se va a pique sin remedio mientras otros suavizan el dato señalando que experimenta un 'crecimiento invertido'. Con el efecto placebo del lenguaje, los cortes (y recortes) duelen menos.

La gente está preocupada; hay tensión social y se nota. Este fin de semana largo que acabamos de transitar tuvo un aire enrarecido a fin del mundo. Las manifestaciones del 1º de Mayo fueron más masivas y duras (las más reivindicativas desde 1993) y en ciudades como Estambul y Berlín se registraron incidentes violentos. La gripe porcina no da tregua, sigue avanzando por el planeta a sus anchas, y España no es la excepción. Hay una familia entera en Girona que está recluida en su casa para no contagiar a las demás; pero eso pierde importancia ante el hecho de que, en este momento y según el baremo de la UE, casi el 20% de la población española es pobre. Cada vez hay más gente alimentándose de la basura de los supermercados. Más casas con el cartel de 'se vende', menos personas con posibilidades de comprar. Ya no es raro ver pibes-destreza en los semáforos de cualquier calle.

Algunos creen que, en España, la gente se queja de llena. Y en parte, es así: la definición de pobreza varía según el punto del mapamundi en que se esté, y de momento aquí no hay nadie que muera de hambre. Sin embargo, el nuevo quejido social no se origina en las economías ni en las pandemias. No es la nueva gripe porcina, sino el miedo a contraerla. Y tampoco es la pobreza, sino el miedo a que te toque. El impacto de cualquier crisis es doblemente duro para el que no está acostumbrado, más aún cuando los problemas dejan de verse a lo lejos, en los países tercermundistas, para instalarse en el interior de las fronteras europeas, en la plaza de tu barrio, en la heladera vacía de tu casa. Hace muy pocos años, los perros eran noticia. Había cierta esperanza de alcanzar el pleno empleo. El desafío era suavizar los excesos de los 'nuevos ricos'. El reto de ahora es el opuesto: controlar la paranoia de los 'nuevos pobres'. Nada fácil de manejar; especialmente cuando el miedo es fundado, porque ahora prácticamente cualquiera es un 'nuevo pobre' en potencia. Cualquiera puede amanecer despedido, despojado, desahuciado en la ruleta de las desgracias, esa cosita inquietante que tan bien conocemos en América Latina. Ese agobio de la inminencia.

2.5.09

Vivir de la beneficencia

Las entidades caritativas y las instituciones públicas sostienen el Estado del bienestar para que los más desfavorecidos tengan los recursos necesarios

La crisis económica ha cambiado el mapa de la pobreza en España. Con más de cuatro millones de trabajadores en el paro y empresas que bajan la persiana cada día, el riesgo a perderlo todo ya no es algo que se mire desde lejos. En esta seria coyuntura, cualquier persona o familia de clase media, con hipoteca, con coche y con niños, puede verse abocada a una situación de exclusión social. En la actualidad, dos de cada diez españoles rozan ya el umbral de la pobreza, establecido por la Unión Europea en ingresos inferiores a los 550 euros mensuales per cápita. Entre ellos, unos cinco millones de personas sobreviven con menos de 300 euros al mes. Y, según los estudios más recientes de organizaciones benéficas, el 23% de los niños de España padece situaciones de pobreza.

Los 'nuevos pobres'
La desigualdad social se ha vuelto más visible y cercana. La pérdida del empleo, la morosidad, el embargo y otras situaciones que antes "sólo" les ocurría a "los otros" ahora puede pasarnos a cualquiera. No obstante, la crisis también ha provocado otro fenómeno paralelo: el protagonismo de organizaciones caritativas que se dedican a paliar las consecuencias sociales del deterioro económico y que, al igual que los servicios municipales y estatales, manifiestan estar desbordadas de peticiones de ayuda. Según la Federación Española de Bancos de Alimentos (FESBAL), la demanda de comida de las entidades benéficas ha aumentado en un 45% desde que comenzó la debacle financiera. Otras cifras similares refrendan que cada vez hay más personas que recurren a la caridad para hacerle frente a la crisis. Ahora bien, ¿es posible vivir de la beneficencia?
Lo primero que hay que distinguir, antes de responder a esta pregunta, es que el perfil del individuo pobre en España ha cambiado. Al sector de la población que ya acudía a estos servicios en busca de ayuda (ancianos sin familia, inmigrantes sin papeles, mujeres desprotegidas y personas con problemas de drogodependencias) se ha unido otro grupo muy importante que, hasta hace bien poco, formaba parte de la clase media del país. Es decir, el perfil del solicitante de ayudas ha cambiado y, con él, el tipo de ayuda que se solicita. Por citar un ejemplo, hay familias en las que sólo uno de los dos adultos ha perdido su empleo; si bien ésta no es la situación más grave, altera seriamente la dinámica y la estabilidad familiar, pues no alcanza con un único ingreso para hacer frente a la hipoteca, la alimentación, los gastos fijos y los imprevistos. Mucho peor es la situación del millón de familias españolas en las que ningún miembro ingresa dinero en casa.

Ante la disminución de ingresos, se recortan los gastos que tiene que ver con todo aquello que no sea imprescindible. Salir al cine, tomarse el café de la mañana en el bar o cenar en un restaurante dejan de ser ocasiones de ocio para convertirse en pequeños lujos. Así, se empieza por cortar estas salidas y se termina, por ejemplo, por vender el coche o, peor aún, poner el piso en alquiler para pagar la hipoteca, lo que supone tener que irse del inmueble. Sea como sea, los recortes que sirven para ahorrar no siempre son suficientes. Es entonces cuando entran en juego los programas públicos de emergencia social y las organizaciones caritativas, que intentan cubrir las carencias más acusadas en materia de vivienda, alimentación, salud, educación y vestido. Algunas incluso dan apoyo psicológico a los "nuevos pobres", que muchas veces manifiestan cuadros de depresión o ansiedad como consecuencia de la pérdida de estatus.

Comer, dormir, vestirse
Se dice que nadie muere de hambre en España, y es cierto. Aunque haya personas que piden limosna en la calle o en las puertas de las iglesias (y cada vez más gente que hurga en la basura de los supermercados), no hace falta llegar a tanto para poder alimentarse. A lo largo y ancho de la geografía del país existe una amplísima red de comedores sociales donde se puede cubrir esa necesidad primaria. Dependiendo de las comunidades o, incluso, de los municipios, estos comedores están regentados por los servicios públicos o las ONG, pero el objetivo en ambos casos es el mismo: que a nadie le falte un plato de comida caliente al día.

Entre los nuevos usuarios de los comedores hay una horquilla muy amplia que va de personas solas a familias enteras. Para algunos, es la única posibilidad de alimentarse. Para otros significa poder seguir pagando la hipoteca del piso o escapar del embargo por otras deudas contraídas en épocas de bonanza económica: el presupuesto que se ahorra en comida se destina a cubrir otros gastos o hacer frente a otras obligaciones acuciantes. Echar mano de este recurso no es agradable para quienes sólo concebían las comidas fuera de casa en la mesa de algún restaurante. Acudir a los servicios públicos de beneficencia entraña cierta sensación de fracaso y derrota que cala hondo en cualquier persona, especialmente en aquéllas que jamás se habían imaginado en una situación así. De ahí que los nuevos usuarios de estos comedores y otros servicios de emergencia social intenten mantenerse en el anonimato.

Pero que sean discretos o procuren ser "invisibles" no quiere decir que no existan. Sólo durante el año pasado, casi 900.000 personas se alimentaron en los comedores que abastece la FESBAL, que repartió 69.000 toneladas de comida no perecedera, como arroz, pasta, azúcar o conservas, entre más de 7.000 entidades benéficas. La demanda de alimentos ha crecido notablemente en poco más de un año y las ONG estiman que lo seguirá haciendo, al igual que otro tipo de ayudas relacionadas con la vivienda y el abrigo.

Como sucede con los comedores, la gestión de los albergues puede estar a cargo de las ONG, las diputaciones o los servicios municipales, aunque generalmente trabajan en conjunto, sumando esfuerzos. Si bien es cierto que estos hospedajes tienen su punto álgido en invierno -cuando las bajas temperaturas y las inclemencias del tiempo aprietan a quienes ya viven en la calle-, no es menos cierto que, tras el inicio de la crisis, las consultas y solicitudes se han disparado. Asociaciones de inmigrantes y asociaciones étnicas también ayudan a los suyos en situaciones de emergencia social, ya sea realizando las gestiones ante los servicios sociales o solventando económicamente un alojamiento provisorio en hostales y pensiones hasta encontrar una solución más definitiva. A propósito de las gestiones, aunque los servicios sociales públicos se aproximan más a la filosofía del Estado del bienestar que a la caridad o la beneficencia, es interesante reseñar ese trabajo conjunto con las ONG, que suelen ser las primeras receptoras de personas en apuros y, también, las que las orientan en los no siempre sencillos caminos de la Administración. Así como todas las entidades benéficas del país han notado un incremento de personas necesitadas que acuden a pedir asistencia, el Gobierno y los ayuntamientos también han visto cómo se incrementaban las solicitudes de ayudas contra la exclusión social.

No hace falta quedarse en la calle para empezar a buscar alternativas. Hay pasos intermedios. En 2008, Cáritas España empezó a centrar sus esfuerzos en paliar los efectos de la crisis atendiendo, entre otros frentes, el de la vivienda. Desde los impagos de las hipotecas o los alquileres, hasta los desahucios, los embargos o los recibos impagados, esta red se ha preocupado por ayudar a quienes sí tienen un hogar (sea en régimen de propiedad o de alquiler) y corren riesgo de perderlo. Una medida que, entre otras cosas, pone de manifiesto cómo ha cambiado el perfil de la pobreza.

En asuntos como la vivienda, algunas ONG pueden costear gastos puntuales, pero generalmente su mejor contribución es un buen asesoramiento a la persona que se encuentra desesperada ante una nueva situación socioeconómica que no sabe cómo manejar. Muchas veces cumplen una labor informativa sobre los procesos para solicitar ayudas económicas de emergencia social, explican al usuario cuáles son las dependencias administrativas, qué impresos deben presentar y qué requisitos han de cumplir para obtener subsidios o prestaciones dinerarias que ayuden a cubrir los gastos básicos del hogar; sea el alquiler, la alimentación o el pago de unos servicios mínimos para vivir con cierto decoro. Por supuesto, también es posible acudir directamente a los departamentos de servicios sociales de los ayuntamientos, aunque, aun teniendo el perfil para ser beneficiario, la adjudicación de la ayuda no es inmediata. Los trámites llevan su tiempo y, entre tanto, hay que recurrir a otras alternativas, como los comedores, los alojamientos provisionales y, si cabe, la ropa donada. Además, las iglesias y las ONG aceptan y gestionan donaciones de vestimenta; algunas veces en sus propias sedes y, otras, mediante contenedores ubicados en distintos barrios y un servicio de recogida.

Salud, educación, búsqueda de empleo
Además de la alimentación, la vivienda y el abrigo, hay otros tres aspectos fundamentales en la vida de cualquier persona: la salud, la educación y los canales para buscar empleo. Esto último es, en síntesis, lo que permite costear todo lo anterior sin depender del Estado o de las entidades benéficas y asegurarse, además, un futuro. Por ello, muchas organizaciones caritativas contribuyen a la formación profesional o a la búsqueda de empleo, ya sea de manera exclusiva o como una rama más de sus servicios. Éste es el caso de Cruz Roja, otra de las grandes entidades de asistencia social en España.

En el ámbito nacional, Cruz Roja promueve la inserción laboral de los sectores de la población más vulnerables, como los inmigrantes, las mujeres, los parados de larga duración y las personas mayores de 45 años. A ellos les ofrece asesoramiento, orientación laboral y cursos de formación, mientras que a las empresas que potencialmente podrían contratarles les proporciona un servicio de intermediación. Según señalan desde la entidad, su Plan de Empleo ha atendido a 150.000 personas desde 2001 y sólo el año pasado ha logrado que 6.500 personas accedieran al mercado de trabajo; la gran mayoría, mujeres. Cáritas también ofrece cursos de orientación y formación, planes de inserción laboral y apoyo para la educación de los hijos. Asimismo, un buen número de ayuntamientos proporciona este tipo de vías de formación para mejorar las posibilidades de reinserción laboral de los adultos y, al mismo tiempo, mantener activa a la población que está en el paro.
Sin embargo, la ayuda a la educación de los niños, así como los gastos sanitarios que se originan de la compra de medicinas, no es un tema menor. Si bien el Estado garantiza la atención médica y la educación básica a todos sus habitantes y cualquiera puede acudir a un centro de salud, no todos pueden costearse sus medicamentos o los tratamientos indicados por el médico. Y lo mismo puede decirse de la educación: aunque es gratuita, los materiales de estudio no lo son, cuestan dinero y, en ocasiones, su coste supone un impedimento.

Más capital, económico y humano
Entonces, ¿es posible vivir de la beneficencia en España? La respuesta es que sí. Al menos, sí es posible conseguir ayuda para ciertos mínimos de vida, como la alimentación, el alojamiento, la ropa, la salud y la educación. Sin duda, el marco de la Unión Europea aporta una buena dosis de estabilidad y respaldo económico, y España en particular tiene tres rasgos que hacen que sea posible vivir de la caridad. El primero: que socialmente está instaurado el modelo de Estado del bienestar, un esquema que se mantiene, incluso en medio de una crisis profunda como la actual. El segundo: que los españoles encabezan las listas mundiales en materia de solidaridad. Y el tercero: el altísimo nivel de asociacionismo que hay en el país. Estos tres rasgos articulados permiten que funcione una maquinaria bien engrasada en materia de beneficencia, administración de recursos y auxilio al prójimo, sin olvidar la labor que se hace desde las parroquias, las mezquitas y otros centros religiosos.

Por otro lado, de cara a la próxima campaña de la Declaración de la Renta, un buen puñado de asociaciones y coordinadoras de ONG de todo el país se han unido para recordar la importancia de las aportaciones de los contribuyentes. Las cifras oficiales del pasado ejercicio fiscal indican que quienes marcaron la casilla "fines sociales" aportaron más de 240 millones de euros para financiar proyectos sociales, de asistencia y, también, medioambientales. Para este año, las cuatro coordinadoras que encabezan este movimiento esperan que la cifra se incremente.

"La primera vez que vi el mar me quedé con la boca abierta"

Aunque sólo tiene 25 años, Filiberto Ayala es todo un 'veterano' en lo que respecta a la emigración. Antes de venir a Vizcaya vivió dos años en Argentina, donde intentó, al igual que ha hecho aquí, «salir adelante» y ayudar a los suyos. «Cuando te vas de tu país, aprendes mucho sobre la vida», dice este joven boliviano que destaca «la gran hospitalidad de la sociedad vasca».

Filiberto llegó a Euskadi hace tres años, en mayo de 2006, siguiendo los pasos de su suegra y su mujer. «La madre de mi señora llevaba unos años aquí y siempre nos decía que debíamos venir, que en el País Vasco había más calidad de vida que en otros sitios», relata. «Por aquel entonces nosotros estábamos en Argentina, pero allí había una crisis económica muy fuerte y la situación ya no daba como para seguir, así que empezamos a pensar seriamente en la posibilidad de venir a Vizcaya».

Su mujer viajó antes que él y, casi enseguida, empezó a trabajar como interna. «Yo vine seis meses después y recuerdo aquello como una etapa muy dura. La eché mucho de menos durante ese medio año que estuvimos separados. Cuando llegué, me sentía como perdido. No conocíamos a nadie, excepto a su madre y a una de sus hermanas, que también se encontraban aquí».
Filiberto se puso a buscar trabajo y la primera ayuda vino de otros bolivianos, que trabajaban en la construcción. «No tuve dificultad con las tareas que me asignaron porque conocía el oficio y en mi país me dedicaba a lo mismo», dice. Lo que sí le costó, en cambio, fue sobreponerse a cierta discriminación. «Había unas diferencias muy grandes entre los que tenían 'papeles' y los que no. A los primeros, que eran muy pocos, el jefe les pagaba bien y cumplía con sus obligaciones. A los demás, que éramos la mayoría, nos hacía trabajar día sí y día también y nos pagaba poco. Quería ganar dinero y se aprovechaba de nosotros».
Quizá por eso, Filiberto empezó a buscar otras cosas. Paso por Mercabilbao, un lavadero de coches y un invernadero...», enumera. «La dueña del invernadero, Garbiñe, es una señora que me ayudó mucho y siempre le estaré agradecido. Cuando no había trabajo en la tierra, me pedía que le pintara la casa; me mantenía ocupado y era muy amable conmigo. Uno no suele conocer personas así todos los días».
Filiberto se sorprende por la amabilidad y la hospitalidad, que hace extensiva a toda la sociedad vasca y al municipio de Getxo, donde reside. «Es una comunidad muy unida y solidaria. Incluso las instituciones se preocupan por mejorar los conocimientos de la gente, sin importar que vengas de fuera», dice este joven. Además de trabajar, ha asistido a cursos de formación en hostelería, informática y euskera.
Escuela de vida
Pero Filiberto también destaca otros aprendizajes, fruto del día a día en Vizcaya. «Aquí la vida es mucho más rápida que en Bolivia, aprecias otras cosas y abres los ojos. En mi pueblo, Santa Cruz, la gente es muy humilde y aún le queda mucho por aprender. Mi país es el corazón de América Latina, está rodeado por otros estados y no tiene salida al mar. Tal vez por ese 'encierro', estamos más atrasados». Y añade: «La primera vez que vi el mar, me quedé con la boca abierta».
A pesar de sentir que su vida ha dado un salto cualitativo importante, este joven albañil confiesa que echa de menos su tierra. «Es mi país... Allí está mi familia y no he vuelto a ver a mis padres desde que vine. A veces resulta muy duro estar tan lejos», lamenta. Aun así, no contempla regresar. «Hace tres meses nació mi niña. Soy padre y eso lo cambia todo. Antes sólo pensaba en mí, ahora ella es la prioridad. Sé que aquí puede tener un futuro mejor que en Bolivia, así que me conformo con ir de vacaciones». Entre tanto, se aferra a la «buena gente» que ha conocido Euskadi. Personas como la presidenta de Berdintasuna, «una asociación nos ha ayudado muchísimo», o como «la señora Garbiñe», cuyo nombre utilizó para bautizar a su hija.