Hace cinco años que vivo lejos de Uruguay y todavía no me decido. No sé si quiero ser extranjera o inmigrante, o las dos cosas a la vez. En realidad, sé que soy ambas cosas: extranjera, porque nací en otra parte, e inmigrante porque, siendo de otra parte, me quedé a vivir aquí. Supuestamente, esa es la única diferencia: un inmigrante es un extranjero que, en vez de volver a su casa con unos cuantos souvenirs en el bolso, elige afincarse en un país que no es el suyo. Pero claro, una cosa es el diccionario y otra cosa la vida diaria, que va por donde le da la gana y se salta las reglas que quiere.
En este lado del mundo se habla mucho de la inmigración, una palabra que casi siempre aparece en los medios con guarnición peyorativa. El menú suele ofrecer raciones de 'problema', 'pobreza', 'delincuencia' o 'enfermedades', y algunas veces también trae algo de 'desesperación', 'suciedad', 'hambre' y 'tercermundismo'. Es una carta de lo más completa donde los países pobres nunca están en vías de desarrollo, como nos enseñaban a nosotros en la escuela cuando trataban de explicarnos lo que era una balanza comercial. No. En esta carta (que bien podría ser de intenciones), los países pobres siempre son subdesarrollados. Además, los africanos no desembarcan en las costas de Canarias y Formentera; lo que provocan es una avalancha o una oleada de pateras, esos barquitos diminutos y endebles como la cáscara de una nuez en los que navegan jugándose la vida. El uso del lenguaje resulta a veces perverso.
Con lo que acabo de decir, es evidente que la palabra 'inmigrante' ha adquirido una connotación negativa, que es casi como un insulto. El rótulo de inmigrante se reserva para 'esta gente', la pobre (así, con tonito despectivo), mientras que la etiqueta de extranjero es una cosa distinta. Extranjero es un alemán, un inglés o cualquier nórdico europeo, ya sea turista o residente en España, algo que se da con frecuencia en las provincias del sur, donde hay buen clima y auténticos barrios con colegios y con bares tipo injertos culturales. Digo barrios, sí, que los guetos son para los chinos.
Lógicamente, aquí hay discusiones tremendas entre los propios españoles, que se acusan o se avergüenzan de la xenofobia y el racismo, de la intolerancia o de la falta de buena voluntad. Quiero decir, hay autocrítica y una cierta consciencia colectiva de que por esta senda no se llega a ningún sitio. Y sí, es evidente que todavía queda mucho por andar, pero al menos se lo plantean. No recuerdo que en Uruguay discutiéramos sobre este tipo de cosas, y alguno se enojará conmigo y me dirá que los uruguayos no somos xenófobos ni racistas, a lo que yo podría responderle que aún no hemos tenido la ocasión de demostrarlo. Porque, ¿quién no escuchó decir que el paisito fue 'la Suiza de América' y que todavía hoy somos distintos a los demás sudamericanos? ¿Quién no vio a los demás jactarse de ser más europeos que latinos, o actuar diferente ante un inglés y un peruano de los que tocan la quena en el ómnibus? Alguno quizá esté de acuerdo con la masacre de Salsipuedes.
Si me equivoco, pido disculpas, pero a veces vamos por la vida creyéndonos mejor que el resto y ni siquiera nos damos cuenta. Lo feo empieza cuando nos toca estar del otro lado, cuando alguien nos pregunta por el clima tropical de Uruguay, los cocos y las bananas, y nos nace una especie de rabia interior, de indignación, o nos da un soponcio. Francamente, no creo que los españoles y los uruguayos seamos xenófobos o racistas porque, si uno lo piensa con detenimiento, no nos molestan los extranjeros o la gente de otras razas. Lo que nos joroba es que sean pobres. Da igual si la carencia es material o intelectual, los que tienen menos que nosotros afean el paisaje, no son lindos de ver y, si son de otro país, no son bienvenidos. Sobran. Eso no es racismo ni es xenofobia. Se llama peniafobia y es el miedo a la pobreza. Lo demás es una degeneración del lenguaje que deberíamos corregir cuanto antes.
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