Filiberto llegó a Euskadi hace tres años, en mayo de 2006, siguiendo los pasos de su suegra y su mujer. «La madre de mi señora llevaba unos años aquí y siempre nos decía que debíamos venir, que en el País Vasco había más calidad de vida que en otros sitios», relata. «Por aquel entonces nosotros estábamos en Argentina, pero allí había una crisis económica muy fuerte y la situación ya no daba como para seguir, así que empezamos a pensar seriamente en la posibilidad de venir a Vizcaya».
Su mujer viajó antes que él y, casi enseguida, empezó a trabajar como interna. «Yo vine seis meses después y recuerdo aquello como una etapa muy dura. La eché mucho de menos durante ese medio año que estuvimos separados. Cuando llegué, me sentía como perdido. No conocíamos a nadie, excepto a su madre y a una de sus hermanas, que también se encontraban aquí».
Filiberto se puso a buscar trabajo y la primera ayuda vino de otros bolivianos, que trabajaban en la construcción. «No tuve dificultad con las tareas que me asignaron porque conocía el oficio y en mi país me dedicaba a lo mismo», dice. Lo que sí le costó, en cambio, fue sobreponerse a cierta discriminación. «Había unas diferencias muy grandes entre los que tenían 'papeles' y los que no. A los primeros, que eran muy pocos, el jefe les pagaba bien y cumplía con sus obligaciones. A los demás, que éramos la mayoría, nos hacía trabajar día sí y día también y nos pagaba poco. Quería ganar dinero y se aprovechaba de nosotros».
Quizá por eso, Filiberto empezó a buscar otras cosas. Paso por Mercabilbao, un lavadero de coches y un invernadero...», enumera. «La dueña del invernadero, Garbiñe, es una señora que me ayudó mucho y siempre le estaré agradecido. Cuando no había trabajo en la tierra, me pedía que le pintara la casa; me mantenía ocupado y era muy amable conmigo. Uno no suele conocer personas así todos los días».
Filiberto se sorprende por la amabilidad y la hospitalidad, que hace extensiva a toda la sociedad vasca y al municipio de Getxo, donde reside. «Es una comunidad muy unida y solidaria. Incluso las instituciones se preocupan por mejorar los conocimientos de la gente, sin importar que vengas de fuera», dice este joven. Además de trabajar, ha asistido a cursos de formación en hostelería, informática y euskera.
Escuela de vida
Pero Filiberto también destaca otros aprendizajes, fruto del día a día en Vizcaya. «Aquí la vida es mucho más rápida que en Bolivia, aprecias otras cosas y abres los ojos. En mi pueblo, Santa Cruz, la gente es muy humilde y aún le queda mucho por aprender. Mi país es el corazón de América Latina, está rodeado por otros estados y no tiene salida al mar. Tal vez por ese 'encierro', estamos más atrasados». Y añade: «La primera vez que vi el mar, me quedé con la boca abierta».
Pero Filiberto también destaca otros aprendizajes, fruto del día a día en Vizcaya. «Aquí la vida es mucho más rápida que en Bolivia, aprecias otras cosas y abres los ojos. En mi pueblo, Santa Cruz, la gente es muy humilde y aún le queda mucho por aprender. Mi país es el corazón de América Latina, está rodeado por otros estados y no tiene salida al mar. Tal vez por ese 'encierro', estamos más atrasados». Y añade: «La primera vez que vi el mar, me quedé con la boca abierta».
A pesar de sentir que su vida ha dado un salto cualitativo importante, este joven albañil confiesa que echa de menos su tierra. «Es mi país... Allí está mi familia y no he vuelto a ver a mis padres desde que vine. A veces resulta muy duro estar tan lejos», lamenta. Aun así, no contempla regresar. «Hace tres meses nació mi niña. Soy padre y eso lo cambia todo. Antes sólo pensaba en mí, ahora ella es la prioridad. Sé que aquí puede tener un futuro mejor que en Bolivia, así que me conformo con ir de vacaciones». Entre tanto, se aferra a la «buena gente» que ha conocido Euskadi. Personas como la presidenta de Berdintasuna, «una asociación nos ha ayudado muchísimo», o como «la señora Garbiñe», cuyo nombre utilizó para bautizar a su hija.
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