Hace unos años, cuando aquí se empezó a discutir seriamente sobre el acoso escolar entre los propios estudiantes, tuve la oportunidad de entrevistar a un doctor en Ciencias de la Educación cuyo trabajo se había enfocado en los menores con comportamientos agresivos. En ese momento, 2005, comenzaron a conocerse en España casos graves de palizas, amenazas e intimidaciones que perpetraban unos adolescentes contra otros en el marco de los centros de enseñanza. El especialista con el que hablé, Plácido Blanco, me explicó entonces que la violencia funciona como un triángulo; un mecanismo con tres aristas definidas que hacen posible que exista: el agresor, el agredido y la mayoría silenciosa. Es decir, que no basta con una víctima y un verdugo, también es necesaria la pasividad de los testigos. Que los demás no hagan nada.
Aunque el experto trazaba este esquema para los episodios de 'bullying' (así se llama el fenómeno del hostigamiento escolar), lo cierto es que puede aplicarse a casi todos los escenarios de violencia. Da igual quiénes sean los protagonistas o dónde estén. Da igual que sean jóvenes, parejas, generaciones enteras o, incluso, países; el mecanismo se repite y la impunidad subyacente alimenta todo tipo de injusticias. Si uno se pone a observar, siempre hay alguien que sabe algo y, aun pudiendo intervenir con eficiencia, prefiere mantenerse al margen. Hacerse el sota, digamos. Porque, ¿quién no chifló bajito, cruzó a la vereda de enfrente, hizo oídos sordos o miró para otro lado ante una reyerta flagrantemente desigual?
Esta última semana tuve ocasión de comprobarlo varias veces en las noticias, en el subte y en mi barrio; y, a modo de ejemplo, aquí les cuento un par. La primera, un viernes de mañana, en la calle, en pleno horario comercial. Una chica de treinta años, o menos, yacía semiinconsciente en el suelo. Tenía la cabeza apoyada contra la puerta de un edificio y el resto del cuerpo desparramado entre los escalones de la entrada y la vereda. Llevaba la cartera colgada en bandolera. A su lado, en cuclillas, un tipo de su misma edad le hurgaba la cartera. El hombre estaba borracho, pero se las ingenió para revisar el contenido sin soltar su lata de cerveza. Nadie hizo nada. La chica reaccionó por su cuenta, se levantó sola, se tambaleó. El ahuyentó a una señora mayor diciéndole que eran pareja, que no se metiera. Ella dijo que estaba harta de que él le pegara. Dijo que ya había tenido dos infartos, que en el pasado la apuñaló dos veces. El la acusó de acostarse con cualquiera. No negó haberle pegado; lo justificó. Al otro lado de la calle, un grupo de personas miraba. Nadie llamó a una ambulancia. Nadie avisó a la policía. Nadie se acercó.
Segunda escena: el sábado de noche, en el subte. Tres chicas adolescentes iban sentadas hablando a los gritos y tomando vino (compartían un vaso, pero llevaban bolsas con provisiones etílicas para toda la madrugada). Los decibelios de su charla eran realmente inaguantables. El vagón estaba lleno. Un anciano iba de pie junto a ellas. Les pidió un poco de juicio (ni siquiera el asiento) y ellas se le rieron en la cara. El replicó que molestaban, que se estaban comportando como idiotas. Mal asunto. Con un tono de voz lleno de ira (al mejor estilo "El exorcista"), una de ellas miró al señor y le gritó sin censura: "¡Idiota, tu puta madre!". No se dejó ni una vocal en la garganta. La gente del vagón se sobresaltó, claro, sin embargo nadie hizo nada. La mayoría fue más silenciosa que nunca.
He elegido estos dos episodios porque ninguno de los dos fue noticia. No lo fueron ni lo serán y, probablemente, nadie vuelva a hablar de ellos nunca. Pero, si es por variedad, hay ejemplos de sobra. Las cámaras de vigilancia de un ayuntamiento grabaron en estos días una escena terrible de violencia machista (con intento de atropello incluido), en la que se distingue a la perfección quién agrede, quién recibe los golpes y quién mira de lejitos. En contrapartida, hace unos meses un señor intervino para defender a una mujer que estaba siendo agredida por su pareja en la calle y lo único que consiguió fue quedar hospitalizado en coma. Quiso ayudar con toda la buena voluntad del mundo y terminó enroscado en la capa de superhéroe. Por supuesto, nadie en su sano juicio va a meterse en un conflicto para dejarse matar. Hay un instinto de supervivencia y es lícito tener miedo. El problema no es el temor, sino el desinterés y la indiferencia. Más aún, el conformismo. Hay mil cosas que se pueden hacer para no engrosar las filas de la mayoría silenciosa, pero como esta historia es de los otros o de los nadie, ninguno de nosotros intenta nada por romper ese mutismo social. Eso sí, después nos quejamos y bien alto.
1 comentario:
Buenas tardes, muchas gracias por favorecer el debate y, sobre todo, gracias por los consejos.
Este tema que sacas a la luz está demasiado presente en la sociedad y, tristemente, nadie hace nada.
Esta semana estamos haciendo hincapié en la defensa de los bloggers que son perseguidos en el mundo; no todo el mundo tiene la suerte de expresarse con libertad. Si te apetece puedes enriquecer el debate en nuestro sitio. Un saludo
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