18.5.09

(De)generaciones

A menudo se critica a mi generación por su falta de compromiso. No es el único reproche que se le hace, pero sí el más encarnizado y frecuente. En un rango peligrosamente amplio (que mete en una misma bolsa a gente de quince, veinte o treinta años de edad), a los jóvenes suelen pintarnos como seres superficiales y hedonistas, apáticos ante lo que requiere esfuerzo, inconstantes, individualistas, desinteresados e irresponsables. Queriéndolo o sin querer, las generaciones que nos preceden han logrado dibujarnos con unos trazos que van de lo grotesco a lo ingenuo hasta componer una caricatura de feria, más que un retrato de la juventud actual. Digo: si bien hay un punto de partida real, un cierto parecido, los rasgos están distorsionados y se exageran.

No es ninguna novedad. A nuestros padres les pasó lo mismo. Ellos fueron los incordios del ayer, nosotros seremos los cascarrabias del mañana, y así seguirá la dinámica hasta que unos y otros hagamos pof y no nos quede más remedio que mirar las margaritas desde abajo. Lo de la brecha generacional es ley de vida. Dicho esto, retomo la idea inicial, la de la falta de compromiso. Con llamativa recurrencia nos achacan la incapacidad de comprometernos seriamente con las cosas, ya sean de corte social, humano o político. Y, en parte (repito, en parte), tienen razón. Si las personas son hijas de su tiempo, nosotros hemos crecido con la cultura de lo descartable, la certeza de lo sustituible y la incertidumbre de la libertad. Todo puede desecharse. Nadie es irreemplazable. No hay un plan preestablecido y tomar decisiones cuesta.

Pero esgrimir este tipo de argumentos y pasar página sin más trámite es quedarse en la superficie del tema. No basta con decir que nos aburrimos fácilmente porque el exceso de estímulos nos tiene sobreexcitados, aunque sea verdad. Y tampoco vale conformarse con esa máxima de “la juventud está perdida” que tanto gusta entre quienes extraviaron la propia. Si se ponen las pilas y nos buscan, seguro que nos encuentran. Lo de la falta de compromiso ofrece más de una lectura posible; es un fenómeno complejo y, si se quiere, preocupante y triste. En la base de nuestra apatía hay un descreimiento brutal y un profundo desencanto.

Estoy pensando (y miren ustedes qué ejemplo) en la final de la Copa del Rey, que tuvo lugar el miércoles 13 en Valencia. Jugaban el Athletic y el Barça, vascos y catalanes, y fue un encuentro en el que lo deportivo no se pudo desmarcar de lo político. El partido se transmitió íntegro en directo por TVE, el canal nacional, excepto durante unos minutos. Exactamente, mientras sonaba el himno de España. En ese lapso, se mostraron imágenes de relleno, como los hinchas que se habían reunido en Bilbao o los que alentaban a su equipo por las calles valencianas. ¿Por qué no se emitió lo que ocurría en el estadio? Porque, como era de esperar, el público asistente lanzó un chiflido monumental cuando sonaron los acordes españoles.

Ese fue un acto de censura en toda regla que, por si acaso, sus artífices terminaron de rematar manipulado la información un poco más tarde: en el entretiempo pasaron las imágenes del momento del himno editadas, con el sonido ambiente reducido al mínimo, la cancioncita sonando en playback y haciendo foco en algún hincha que sí la escuchó con respeto. TVE, el canal estatal, pionero en dar información, con todos los recursos a su alcance, supuestamente fiable y gestionado bajo preceptos democráticos nos dejó a todos con un signo de pregunta en la cabeza. Indignados, desconcertados, como cuando escuchamos a los políticos contradecirse y desdecirse con donde dije digo digo Diego y demás cosas por el estilo. Ya está bien, ya basta.

Nos critican por la falta de compromiso, pero nadie matiza que no abundan las propuestas que lo merezcan. ¿Comprometerse con qué? ¿Creer en quién? ¿Confiar, decían? Desde el Antiguo Testamento venimos mamando el modelo dicotómico del bien y del mal, sin lugar a posibles intermedios ni tiempo para la autocrítica. Los buenos y los malos estaban perfectamente definidos. Ya no. También hemos heredado la sobrevaloración de los absolutos, y eso supone que dos por tres tengamos que reacomodar la estantería para hacerle lugar a nuestra colección de relativos. Ah, y ya me olvidaba… nos contaron hasta el hartazgo que un príncipe cianótico y su amada fueron felices y comieron perdices, pero nunca nadie nos explicó quién cocino y quién lavó los platos. Con tanto cabo suelto (y sin un general contra el que rebelarse), hacemos lo que podemos. Disculpen las molestias.

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