Los ciudadanos de Perú que residen en la zona norte de España (País Vasco, Navarra, Cantabria y La Rioja) están de parabienes. Un nuevo Consulado General ha abierto sus puertas en Bilbao tras cuatro largos años en los que, para realizar cualquier trámite, debían trasladarse hasta Madrid o Barcelona. Desde ahora, todas las gestiones podrán llevarse a cabo en el despacho vizcaíno, ubicado en la calle Rodríguez Arias 23 de la villa.
Precisamente es allí, en la oficina número 15 de la tercera planta, donde tiene lugar el encuentro con el novel cónsul, Adolfo Olaechea Plath, a quien muchos de sus compatriotas ya conocen desde antes por su labor como presidente de la asociación Perú Herria. Y es que Adolfo no es un diplomático al uso, aunque sea experto en Derecho y haya tenido que prepararse para el cargo. Abogado de profesión e inmigrante por decisión, su conocimiento sobre leyes va a la par de su propia experiencia en añoranzas, que empezó hace diez años cuando dejó su país para radicarse en Vizcaya.
La entrevista comienza con un pedido de disculpa. La nueva sede del consulado todavía está en proceso de acondicionamiento y, de momento, es un despacho prácticamente vacío. Aun así, tiene lo fundamental: un escritorio, un par de sillas, un ordenador y un cónsul. «Por ahora, atendemos los días martes, jueves y sábados por las tardes -informa Adolfo-, aunque tenemos previsto ampliar el horario».
Tarea vocacional
Para él, la tarea diplomática tiene un alto componente vocacional porque, además de exigirle una formación específica en Derecho Consular, le ha supuesto una continuación del trabajo que ya venía desarrollando en el marco asociativo. «Me considero un socialista o, mejor dicho, una persona con inquietud social, y Perú Herria nació en 2001 con ese espíritu -señala-. Muchas veces, en las oficinas de atención a los inmigrantes, la información que se da es insuficiente, incompleta o confusa, así que la labor de la asociación siempre tuvo como principal objetivo asesorar a quienes venían y se sentían desorientados ante los trámites».
Unos trámites que, por cierto, él también tuvo que hacer, pues Adolfo no llegó aquí como enviado diplomático, sino como «un extranjero más». Y aunque de aquello ya ha pasado una década, él lo recuerda con nitidez.
«Emigré a Euskadi porque mi esposa es vasca -desvela-. Nos conocimos en Perú, donde yo ejercía como abogado y me movía en el ámbito de la política estudiantil». Sin embargo, y a diferencia del común de las historias, no vinieron de inmediato a Vizcaya. De hecho, tardaron un lustro en hacerlo. «Estuvimos viviendo en mi país durante cinco años y, en ese tiempo, nacieron nuestros hijos. La idea inicial era quedarnos, pero la vida y las personas cambian...».
Reclamo nostálgico
En su caso, el cambio tuvo dos motivos. Por un lado, que su esposa echaba de menos Euskadi. Como dice Adolfo, «la nostalgia la reclamó». Por otro, que la situación sociopolítica de Perú se volvió hostil. Y peligrosa. «Era la época de Sendero Luminoso y el terrorismo se podía palpar. La gente salía a trabajar por la mañana y se abrazaba porque no sabía si iba a regresar por la tarde con vida. Por mi trabajo y mi vinculación a la política, yo era un objetivo para ellos, estaba amenazado y ya me habían intentado asesinar».
«Así y todo, ella se quedó conmigo», dice; aunque está claro que, con los niños, las prioridades se trastocan. «Nos vinimos para aquí y fueron años difíciles. Tuve que convalidar mi título, empezar otra vez desde cero, adaptarme a la cultura, que es distinta, y darme un baño de humildad. A pesar de mi experiencia laboral, volví a pasar por los mismos trabajos que había desempeñado cuando era joven, y eso me enseñó a no juzgar. Tenía una familia y debía sacarla adelante. Eso era lo único importante, la verdad».
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