La primera noticia que leí en un diario de España trataba sobre perros abandonados y sus "crueles e insensibles" dueños abandónicos. Fue hace años, en 2003, pero no he conseguido olvidarlo. Era un amplio reportaje de dos páginas que abría la sección de información local del periódico y tenía fotos, estadísticas y hasta una columna de opinión que versaba sobre la irresponsabilidad de la gente. Me impresionó. Quiero decir, me sorprendió que aquello fuera noticia. Yo venía del Uruguay de la crisis, del coletazo del corralito, de la fuga de capitales y los debates sobre la privatización. Venía de un lugar donde se desayuna política, se almuerza economía, se merienda con fútbol y se cena con las sobras. No podía entender que los perros (estos perros) ocuparan tanto espacio en un diario.
Seis años y una crisis económica después, casi nadie habla aquí de las mascotas. Evidente. Ahora hay cosas más serias en las que pensar. Cosas como el desempleo (que ya aprieta a más de cuatro millones de personas), la deuda pública o los efectos secundarios de la crisis. Asuntos que van desde la disminución del poder adquisitivo hasta el aumento de la inseguridad ciudadana; por no mencionar el caso extremo del holandés que salió a atropellar gente porque había perdido su trabajo. ¡Pum! El tipo acaba estrellado contra un monumento y nadie en el mundo termina de creerse que la secuencia homicida haya tenido lugar en el país de los tulipanes.
Por primera vez en mucho tiempo, los medios de comunicación españoles desempolvan y le sacan brillo a esas palabras filosas e incómodas que no le gustan a nadie. Crisis, paro, delincuencia, inflación, deflación, recesión... La cosa ya no está como para atender a los perros, ni a los inmigrantes, ni a los jubilados, ni a cualquiera que sea potencialmente sospechoso de colaborar con el deterioro del Estado de bienestar. Hasta hace nada, los políticos jugaban al subibaja. Ahora tratan de esquivar como pueden a la gillette en el tobogán; por eso unos dicen que la economía se va a pique sin remedio mientras otros suavizan el dato señalando que experimenta un 'crecimiento invertido'. Con el efecto placebo del lenguaje, los cortes (y recortes) duelen menos.
La gente está preocupada; hay tensión social y se nota. Este fin de semana largo que acabamos de transitar tuvo un aire enrarecido a fin del mundo. Las manifestaciones del 1º de Mayo fueron más masivas y duras (las más reivindicativas desde 1993) y en ciudades como Estambul y Berlín se registraron incidentes violentos. La gripe porcina no da tregua, sigue avanzando por el planeta a sus anchas, y España no es la excepción. Hay una familia entera en Girona que está recluida en su casa para no contagiar a las demás; pero eso pierde importancia ante el hecho de que, en este momento y según el baremo de la UE, casi el 20% de la población española es pobre. Cada vez hay más gente alimentándose de la basura de los supermercados. Más casas con el cartel de 'se vende', menos personas con posibilidades de comprar. Ya no es raro ver pibes-destreza en los semáforos de cualquier calle.
Algunos creen que, en España, la gente se queja de llena. Y en parte, es así: la definición de pobreza varía según el punto del mapamundi en que se esté, y de momento aquí no hay nadie que muera de hambre. Sin embargo, el nuevo quejido social no se origina en las economías ni en las pandemias. No es la nueva gripe porcina, sino el miedo a contraerla. Y tampoco es la pobreza, sino el miedo a que te toque. El impacto de cualquier crisis es doblemente duro para el que no está acostumbrado, más aún cuando los problemas dejan de verse a lo lejos, en los países tercermundistas, para instalarse en el interior de las fronteras europeas, en la plaza de tu barrio, en la heladera vacía de tu casa. Hace muy pocos años, los perros eran noticia. Había cierta esperanza de alcanzar el pleno empleo. El desafío era suavizar los excesos de los 'nuevos ricos'. El reto de ahora es el opuesto: controlar la paranoia de los 'nuevos pobres'. Nada fácil de manejar; especialmente cuando el miedo es fundado, porque ahora prácticamente cualquiera es un 'nuevo pobre' en potencia. Cualquiera puede amanecer despedido, despojado, desahuciado en la ruleta de las desgracias, esa cosita inquietante que tan bien conocemos en América Latina. Ese agobio de la inminencia.
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