9.2.09

Violencias

La semana anterior tenía temas para elegir porque había ocurrido de todo. Inundaciones, tormentas, intrigas partidarias, reivindicaciones terroristas y alguna que otra desgracia ocupaban las portadas de los diarios y los pensamientos de la gente. Esta semana, hay más de lo mismo. Más desastres, más desgracias, más problemas. Sigue estando mal el clima, sigue habiendo presunciones de espionaje en el PP y todavía hay quien defiende las acciones terroristas. Si tuviera que buscar un común denominador, hablaría de violencia. Esa que a priori nadie desea, pero de la que todos somos gestores o víctimas.

Hay violencia en las escuelas, en el azote del viento invernal, en las palabras que se cruzan los políticos, en las bombas y en la tele. Violencia en las caras largas de quienes acaban de perder su trabajo, de los que niegan una limosna pudiendo darla y de los adolescentes que encuentran placer apaleando a los vagabundos, quitándole sus cosas, prendiéndolos fuego mientras duermen. Violencia en la calle y en el cine, en la radio y en los diarios, en casi todo lo que nos rodea. Hay vehemencia y descontrol en las puertas de las discotecas, en las palizas y las reyertas que se producen porque sí, en la manera de mirar al de al lado, con tedio, indiferencia o miedo, según se nos presente el día. Si uno lee más allá de lo que dicen textualmente los periódicos, acaba descubriendo que la mayor parte de las noticias se basan en la frustración y la bronca contenida.

En mayor o menor medida, todos digerimos a diario un buen puñado de situaciones violentas. Más cercanas, más lejanas, pero reales sin duda alguna. El día a día se está tejiendo con hebras de ira, y ya no sólo de la puerta para afuera. También en casa, en la privacidad del hogar, hay miles de víctimas silenciosas que viven una guerra cotidiana, que sienten pánico al volver de la calle y tienen el terror instalado bajo la piel. Esas a las que se les aprieta el corazón cuando escuchan las llaves del enemigo girar en la cerradura, que tienen la mirada opaca y un montón de cicatrices en el cuerpo, porque del corazón hace ya tiempo que no hablan. Esas que, como todas las víctimas, dejan de tener un nombre y pasan a engrosar la estadística del miedo.

Sí, con tanto maltrato circulando en el ambiente (y en las calles y el trabajo y el estadio y donde sea), tenía de dónde elegir. Y por eso me quedé con esta versión del deterioro social: la de la violencia machista (no 'doméstica', ni 'de género', aunque pretenda domesticar y sea degenerativa). Elijo hablar de esa violencia porque se ha vuelto demasiado cotidiana y de tan común nos ha hecho inmunes. Porque vamos contando a las muertas y comparando con los años anteriores como si fueran los gastos del supermercado o como si hacer sumas y restas ayudara a resolver el problema. Porque hemos intelectualizado tanto las palizas y los golpes, que vemos con normalidad que haya decenas de asesinatos al año y porque la tele muestra una ambulancia de la morgue, pero no es capaz de transmitir la previa: el drama de oír el llanto y los gritos de la vecina. El terror insuperable de ver cómo tu madre muere apuñalada frente a tus ojos.

Eso fue lo que ocurrió en Madrid el jueves de la semana pasada. Un niño de cinco años vio a su madre morir. Vio cómo el amante la acuchillaba en el corazón para después intentar suicidarse, cortándose la yugular. Lo vio todo desde el quicio de la puerta, sin intermediarios ni protección del menor. Lo oyó todo también y, aunque intentaron distraerlo mientras actuaba la policía, el niño sólo decía "mi mamá ha muerto". Desde su razonamiento infantil y tras esa visión espeluznante, el niñito repetía esa sentencia una y otra vez. La más genuina y lúcida de todas, por cierto, pues no hubo medio de comunicación ni autoridad involucrada que no llevara esta tragedia a los números. Otra vez, a la estadística. La que habla de 70 mujeres asesinadas en un año y rompe 37 días consecutivos sin muertes, "el período más largo en los últimos diez años". Otra vez a hacer cuentitas cómodas y seguras que nos impidan pensar en lo que hay: un niño de cinco años a quien nadie le contará historias del cielo porque ha visto, él sí ha visto, cómo se arreglan las cosas en el infierno. Eso que los adultos llamamos vida cotidiana.

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