7.2.09

"Todo lo que sé lo aprendí en mi país y he podido aplicarlo aquí"

Su historia es típica y no lo es. Aunque llegó a Euskadi porque su marido es de Bilbao y quería para sus hijos un horizonte cultural más amplio, Ana Silvia Velázquez nunca sintió la necesidad de emigrar. «Allí vivíamos muy bien y nunca creí que acabaríamos viniendo», asegura esta profesional emprendedora, que no ha parado desde que llegó en 1995.

En el relato de Ana Silvia Velázquez se mezcla el amor con el mundo académico, la suerte con el empeño y la casualidad con las decisiones a conciencia. La trama empezó a tejerse en 1987, un año especialmente duro para los habitantes de El Salvador, que atravesaba una guerra civil y acababa de sufrir uno de los peores terremotos de su historia. Por aquel entonces, ella trabajaba en el ámbito de las ONG con desplazados de la guerra, viudas y huérfanos; ofreciendo atención psicológica a mujeres y niños.

Mientras, en Euskadi, el hombre que se convertiría en su marido planificaba su viaje a El Salvador, donde iba a impartir clases de economía en la Universidad Centroamericana (UCA). «Había estado elaborando su teoría sobre la dependencia económica en América Latina y firmó un convenio que le permitía compaginar la docencia a los dos lados del Atlántico; un semestre en cada país», explica Ana Silvia.

Sin embargo, no se conocieron en ninguna asociación ni en la UCA, sino en la Universidad de El Salvador, donde ella había accedido a una plaza docente y dirigía un equipo de psicólogos. «Cuando estaba en la ONG hice un proyecto de intervención social para Oxfam que resultó exitoso y se aprobó», resume.

Al mismo tiempo, su país asistía a una reforma educativa en la que todos los universitarios harían 500 horas de servicio social antes de acabar sus carreras. «La educación pública es gratuita, de modo que los estudiantes deben devolver algo a la sociedad. La mejor manera de hacerlo es contribuir con sus conocimientos, desde su especialidad y con un tutor que supervise el proceso», detalla.

La cuestión es que a Ana Silvia la seleccionaron para dirigir la proyección social de la facultad de Económicas y, por esas cosas de la vida, su futuro marido fue allí a impartir un curso. «Hubo una reunión para darle la bienvenida y yo llegué tarde -confiesa divertida-. Todavía recuerdo el vestido que llevaba puesto ese día y todo lo que pasó después. Lo vi, me vio, y fue un flechazo, como en las películas, igual. Lo primero que pensé fue que era guapísimo. En esa misma reunión, donde estaban todos los decanos y directores, le serví un café y conversamos como si no existiera nada alrededor».

Dar el paso
No tardaron en empezar a salir, ni tampoco en convivir, formar una familia y casarse. «Cuando nos conocimos, él sostenía que nunca iba a contraer matrimonio y yo era un poco escéptica con las promesas de amor de los extranjeros, pero ya ves, pasaron los años y aquí estamos, casados, juntos y con tres hijos».

Ana Silvia y su esposo vivieron varios años en El Salvador, donde no les faltaba de nada. «Trabajábamos los dos, teníamos una casa preciosa, estábamos formando una familia y veníamos de vacaciones aquí, donde estaba la suya», resume. «Me gustaba venir, porque me sentía bien recibida y mi suegra siempre fue muy sincera conmigo. Una vez me dijo que hubiera preferido que él se casara con una chica de aquí, pero que si su hijo me quería, yo era bienvenida».

La pregunta es qué pasó para plantearse un cambio de residencia. «Nuestros hijos», responde Ana Silvia. «Aunque allí estábamos muy bien, El Salvador tiene menos oferta cultural y la actividad principal pasa por ir de compras. Yo quería otra cosa para mis hijos; en especial para las mujeres, ya que mi país es bastante machista», indica. En cuanto a ella, no tuvo problemas en trabajar aquí y aplicar su experiencia en psicología, organizaciones y empresas. «Me reconforta pensar que todo lo que aprendí en mi país puedo volcarlo aquí, aunque sé que no encontré recelos ni roces al trabajar porque, en mi ámbito, no competía con nadie».

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