La conversación tiene lugar en una sala del Centro Ellacuría, en Bilbao, donde Diego acude todos los martes en calidad de voluntario. Allí gestiona una sala de informática para inmigrantes, ayuda en lo que haga falta y, además, sociabiliza. «Al acabarse el primer año del doctorado, la referencia humana se diluyó. Decidí acercarme y vincularme a un proyecto colectivo por salud mental y por hacer algo distinto que me sacara del escritorio», explica.
En esa búsqueda de acercamientos conoció al padre Xabier Zábalo y al boliviano Juan Carlos Aguirre, con quienes fundó un grupo de música y dio un 'mini concierto' en enero; pero también encontró que el contacto más cercano con otras realidades migratorias le permitía enriquecer los contenidos de su investigación. «Este es un lugar donde pasan muchas cosas», dice. Cosas que disparan preguntas, generan reflexiones y plantean enfoques «sugerentes» para analizar la sociedad actual.
Porque a eso, en principio, ha venido. A estudiar y analizar el fenómeno migratorio y la interculturalidad combinando la antropología, la sociología y el derecho. Aunque Diego García siempre se había dedicado a la filosofía política, quiso profundizar en los escritos de John Rawls, autor de la Teoría de la Justicia. «Uno investiga sobre lo que ignora», dice. «A Rawls le preocupaba que las sociedades democráticas pudieran poner en práctica el sentido de justicia de manera espontánea y cómo eso incidiría en el aumento de la estabilidad social. Me resulta interesante el planteamiento».
Lo que a Diego le interesa saber es si la gente querría ser justa con los demás si no estuviera obligada por las normas. «Se supone que haber recibido un trato justo fortalece el deseo de actuar de igual modo, pero la sociedad moderna genera muchas diferencias y el fenómeno migratorio pone a prueba la autoestima de cualquiera», indica. Precisamente es la autoestima, sumada al reconocimiento social, lo que pone en marcha unos mecanismos personales en quien emigra.
«Una cosa es ser diferentes y otra cosa es ser desiguales. Quien no recibe respeto, por mucho que se quiera a sí mismo, tiene la autoestima en riesgo. Pero, ¿es verdad que sólo queremos igualdad? Aunque decimos que nos conformamos con un trato justo y prácticamente han desaparecido los títulos nobiliarios, sí buscamos el reconocimiento porque la sociedad actual premia al mérito. Y un inmigrante, en general, no sólo va a parar a lo más bajo de la consideración social, también es objeto de estigmatizaciones; es decir, de reconocimientos que denigran».
La doble vida
En esta línea, Diego García señala que, en lo personal, se ha sentido «espléndidamente» en el País Vasco, aunque también señala un matiz: «Yo soy estudiante de postrado. No soy inmigrante, soy extranjero. Con esto quiero decir que hay consideraciones discriminatorias, y extranjeros de diferentes categorías». Para él, las migraciones provocan una «dialéctica extrañísima» en la que los protagonistas, los inmigrantes, acaban llevando una doble vida. «Mientras aquí están marginados y se sienten invisibles y solos, en sus países de origen son 'alguien'; aumenta la consideración de sus pares y sus vidas y hazañas alcanzan dimensiones casi heroicas. La paradoja es que no eres donde estás y eres donde no estás».
La dinámica le produce impresión; más que nada porque le ha hecho constatar algo que se vive a otros niveles. «Todos tenemos más de una identidad, y articularlas a todas es complicado. Pero la condición de emigrante se vuelve hegemónica, lo abarca todo y parece anular al resto de las dimensiones del ser humano, que es más que un pasaporte y un número».
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