24.2.09

Contemos el mundo de una manera responsable

Con el cuaderno en la mano y el abrigo todavía puesto, el periodista se acerca a su escritorio y enciende el ordenador. Mientras se cargan los programas, deja el cuaderno junto al teclado, se quita la chaqueta, camina hasta la cocina y se prepara un café. El periodista está en su casa, donde trabaja y también vive. Es un claro exponente de la «generación cocoonista», es decir, la que echa a andar la lavadora mientras se gana el pan a golpe de letras binarias. Su labor cotidiana es virtual.

Regresa al escritorio con el café en una mano y el cenicero en la otra. Pone un disco de algo, que varía según el día, y se sienta en su silla dispuesto a contar una historia. Lo que sigue es un proceso de ensamblaje. A su derecha, en el cuaderno, hay un montón de palabras sueltas esperando a ser engarzadas. Son ideas, frases, piezas; las mismas que recogió dos horas antes en una cafetería cualquiera. También son anotaciones dispersas sobre la vida de alguien. Alguien que, en un acto de confianza sin retorno, le contó lo que pensaba y qué sentía.

Esta escena se repite una vez a la semana. Desde hace un año y medio forma parte de mi vida.

Nuevos vascos, nuevos ciudadanos
Soy periodista y trabajo para varios medios; entre ellos, el diario El Correo. Allí escribo una página semanal que se titula Nuevos Vascos y que, como bien sugiere su nombre, recoge historias, sensaciones e inquietudes de los extranjeros que residen en Euskadi. El espacio nació en 2007 con la voluntad de encarar el fenómeno migratorio desde un ángulo distinto al habitual, dándole voz a quienes no la tienen. Se trata de una iniciativa pionera en la comunidad porque, si bien hubo otros intentos de normalizar el discurso migratorio, éstos quedaban relegados a publicaciones marginales y, por tanto, a un público más reducido.

La inmigración como tal ocupa buena parte de los periódicos y los telediarios, pero la información que se difunde es parcial. Como lectores y telespectadores (y también como periodistas), estamos muy acostumbrados a recibir y repetir las mismas cosas de siempre. Pateras, tragedia, enfermedades, pobreza. Ilegalidad, saturación sanitaria, abuso de los servicios sociales. Delincuencia. Intransigencia. Problemas. No es que esto sea mentira... Es sólo una parte de la verdad. El asunto es que se muestra como única, como teoría que se agota en sí misma. Se habla mucho de los inmigrantes; pero poco, muy poco, con ellos.

Escribir esta página distinta, empezarla desde cero sin saber, ha supuesto un ejercicio personal interesante. Cada semana hablo con alguien diferente que, por magia o empatía, me acaba confiando su historia. He charlado con gente de Colombia, Ecuador y Venezuela, personas de Argentina, Chile, China y Rumania, ciudadanos de Marruecos, Senegal y Palestina, emigrantes de Argelia, Bulgaria y Togo, más una larga lista de etcéteras. Transversalmente he hablado con musulmanes y cristianos, coptos y ortodoxos, amarillos, blancos y negros. He aprendido más de historia y geografía que en los años que pasé en el instituto. Lo mismo puedo decir sobre la religión, la cultura, la música y la gastronomía. En definitiva, me he enriquecido y, mientras lo hacía, comprobaba que cuando se refuerzan las generalizaciones, se debilita la diversidad. Eso es, precisamente, lo que suele pasar en los medios, que no son todopoderosos, pero sí tienen su aquél.

El poder mediático de amplificación
Mucho se ha dicho (y escrito) sobre las balas mágicas y las agujas hipodérmicas, esas teorías de halo conspirativo sobre mensajes que derriban las ideas de la gente. No existe tal cosa; al menos no en estado puro, como lo planteaban los listillos de la Mass Comunication Research. Tampoco hay un ser malvado tramando un plan siniestro para dominar el mundo, al estilo de Pinky & The Brain. Sin embargo, los medios son canales que amplifican las ideas; las ideas pertenecen a los hombres, y los periodistas padecemos de pereza cultural. Hay un algo acomodaticio que subyuga la curiosidad, y cuando la comodidad aplasta el interés de quienes tienen el micrófono, la rotativa o las cámaras, el encuadre se vuelve miope y cojea.

Cuando escribimos sobre inmigración, los periodistas parecemos a veces engendros de Google y Goebbels. Unificamos a los cinco millones de extranjeros en un único modelo. Exageramos lo negativo hasta producir sensación de amenaza. Utilizamos imágenes simples, lugares comunes, clichés, para que lo entienda un adolescente, un adulto, una abuela. Orquestamos cuatro ideas recurrentes y les damos caña sin salirnos de los márgenes. No dejamos lugar para la réplica ni nos gastamos en contar lo positivo. Apelamos al nosotros y al ellos en una ecuación donde, invariablemente, el nosotros es susceptible de desdibujarse por el ellos. Y para hacerla completita, buscamos andar por la senda del conformismo y la unanimidad.

¿Lo hacemos adrede? No. Lo hacemos así por pereza, porque es más fácil buscar cuatro datos en Google y tirar de sentido común, de lo hecho, de agencias, que salir a empaparse de gente cuando llueve, hace frío o son las nueve de la noche. Sin quererlo, sin saberlo y sin saber quién era Goebbels, encajamos en su esquema sin fisuras. Lo triste es que ni siquiera somos conscientes de ello. Al menos él sí lo sabía y le ponía intencionalidad a sus actos.

Repercusión real
Vuelvo a decir que los medios no son todopoderosos, así como el público no es una masa amorfa de idiotas. No obstante, y como periodista, creo que uno nunca acaba de darse cuenta hasta qué punto las letritas que se hilan desde el anonimato, en la pantalla de un ordenador, en casa, pueden provocar cosas fuera, en la calle, en personas que tienen nombre, sentimientos y apellido. Que una entidad te dé un premio y reconozca tu trabajo por salirte del esquema significa que alguien lee lo que escribes, que lo escrito no muere ahí. Que te llame alguien a quien entrevistaste para contarte que a partir del texto ha cambiado su contexto vital es la prueba irrefutable.

¿Pueden los medios fomentar una actitud más solidaria? Sin duda que pueden; seguro que sí. En la misma medida que son capaces de amplificar unas cosas y silenciar otras, sólo es cuestión de cambiar las clavijas y dejar de pensar que el mundo empieza y acaba en las paredes de nuestra cabeza. Aunque la facultad no lo enseñe, para los periodistas es una obligación. No está bien andar contando el mundo de manera irresponsable. No está bien centrarse en los acentos y las etnias olvidando que la estupidez no tiene bandera, frontera ni pasaporte.

No hay comentarios: