El relato de Manuel Leguineche incluye varios ingredientes pintorescos y hasta podría servir de base para un filme de aventuras. Ocurrió en 1965, cuando tenía veintipocos años y era «pobre de solemnidad». En ese entonces, el periodista vizcaíno vivía en India y había decidido abrirse «para el lado de Tailandia y Vietnam». No era aún un cronista reconocido, pero sus textos ya daban fe de que tenía hambre de mundo. En especial, del que estaba prohibido.
En Calcuta compró un billete hacia Tailandia y eligió para viajar el único día de la semana en que se hacía escala en Birmania. «Lo hice a propósito, para conocer un país secreto, hermético, que me despertaba una fascinación inmensa y en el que no se podía entrar porque ya estaba la Junta Militar en funciones», dice con voz de travesura. En el avión coincidió con dos zoólogos franceses y una mona -'Totoche'- cuyo apetito daría un giro a su viaje. «Ellos iban a Indonesia, a ver el dragón de Komodo», recuerda Manu con precisión.
En Rangún, el periodista tuvo tiempo para recorrer la ciudad durante la noche en lugar de irse a dormir «al hotel de los ingleses», el Strand, que era el más antiguo de todos. «Empecé a sentir una especie de sortilegio; esa extraña paz budista que se produce al estar allí. Aproveché toda la noche para moverme por las pagodas y hasta estuve echando una siestecita en la de Shwedagon. Me impresionó el contraste con el régimen militar, porque la bondad y la xenofilia de la gente lograban superar la opresión de la dictadura», señala.
Desde aquella 'visita exprés', Manuel regresó un par de veces, y en ambas revivió esa paz y «la fascinación por sus habitantes, tan poco estropeados por el turismo». De Pagán, la ciudad de los mil templos, destaca la puesta de sol. «Es impagable ver cómo va cayendo sobre la selva», dice. Y añade algo más: «Allí la gente es la protagonista, la vida es contemplativa, serena, y te sientes feliz. Es el país donde me habría gustado vivir».
Después de pasar la noche solo por las calles de Rangún, el periodista regresó al aeropuerto, ya que el avión partía temprano. «Volamos hacia Tailandia, un país más abierto y turístico, donde acepté compartir mi habitación del bohemio Thysong Gredt con los zoólogos, que eran más pobres que yo. Salimos un rato y, al volver, descubrimos que la mona se había comido mi pasaporte. ¡Imagínate! Necesitaba documentos, así que fui al consulado con 'Totoche' y los franceses, para que me creyeran...
-¿Y qué pasó?
-Nada más llegar, la mona le lanzó un viaje al cónsul, y enseguida me dio un pasaporte nuevo.
Las recomendaciones:
«Lo mejor que puedes hacer en Birmania es mirar cómo es y hasta dejarte embaucar. No hay más secretos -dice Leguineche-. La gente te cambia la camiseta por dos piedras de lapislázuli. La especialidad es el arroz y, si coges un tren a Mandalay, ves todo el país por una ventanilla, con sus templos y sus arrozales».
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