El relato de Carles Casajuana se ambienta en 1980, mucho antes de convertirse en un diplomático reconocido y de iniciarse como escritor. En ese entonces, el actual embajador de España en Reino Unido tenía apenas 26 años y era secretario de la Embajada española en Bolivia, su primer destino oficial. «Ha pasado mucho tiempo, pero lo recuerdo con intensidad. La situación allí no era fácil -explica-. En julio se había producido un sangriento golpe de Estado y en octubre, cuando hice el viaje, el país vivía una tremenda dictadura militar encabezada por García Meza».
Así y todo, Carles se montó en un jeep junto a Jaime Aparicio y su esposa, «dos amigos de allí que conocían muy bien el lugar», y emprendió camino desde La Paz a Coroico, un diminuto pueblo minero engarzado en la cordillera andina. «Eran apenas unos 80 kilómetros -calcula-, pero tardamos tres horas en recorrerlos», ¿La razón? Que la carretera de La Cumbre a Coroico -también conocida como Carretera de las Yungas- es la más peligrosa del mundo.
«Sales de La Paz, que está a 3.600 metros de altura, subes hasta los 5.000 metros y luego bajas a 800 metros sobre el nivel del mar. Todo eso en ochenta kilómetros, por una ruta muy sinuosa y estrecha que parece una cicatriz en la montaña. El camino está sembrado de cruces por la cantidad de gente que se ha despeñado, y da miedo. Sabes que a tu lado siempre hay un precipicio aunque no lo veas, porque a veces las nubes lo cubren todo», describe.
Sin embargo, es «espectacular» y hasta adictivo, pues Carles lo recorrió veinte veces. «En tres horas descubres los contrastes de América. Pasas por el altiplano y la cordillera, por los valles amazónicos y la selva tropical. Hasta los 3.000 metros ves árboles y hierba, después sólo hay matorrales y, a partir de los 5.000 metros, ni eso. Sin darte cuenta estás rodeado por las nieves perpetuas... Al bajar, es a la inversa, cada vez hay más vida. El hielo da paso a los matorrales, los árboles, los saltos de agua; a muchos pájaros y hierba. Parece que el mundo se está haciendo de nuevo».
Aunque para llegar a Coroico «hay que andar con pies de plomo», el embajador recomienda el paseo. «Es un pueblo pequeñito, situado en una colina y rodeado por un valle con tan poca densidad de población que a veces sientes que eres el primero en llegar. La gente es amable y hospitalaria. Me encantaba adentrarme en el valle hasta la mina de oro de San Francisco, que era muy modesta. Las personas utilizaban bateas y vendían las pepitas ahí mismo, y a buen precio. Recuerdo que compré unas cuantas y las regalé al volver a España. También recuerdo un hotelito familiar donde me solía quedar siempre y unas tabernitas preciosas. Me encantaría volver para ver qué ha sido de aquello».
Además de llevar repelente para los mosquitos y ropa variada, Carles Casajuana aconseja probar el estofado de cerdo, la fruta fresca («deliciosa»), el pisco sour (con un aguardiente típico) y el mate de coca, «que es un tónico cardiaco muy bueno». Y, al que se atreva, las patatas: «Las conservan enterradas y tienen un sabor especial».
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