El grito del vigía anónimo es, por tanto, una teoría. Una más, porque existen otras, como las que aseguran que ‘Montevideo’ es un código, un conjunto de coordenadas: «Monte VI de Este a Oeste», la sexta elevación avistada al navegar siguiendo el trazo del sol. Mucho más críptica que la anterior y, ciertamente, más elaborada, esta versión siempre fascina a los amantes de los misterios. En cualquier caso, la falta de consenso deja claro que la capital más austral y más joven de América Latina cuenta con los años justos para que su historia haga equilibrio entre la documentación y la leyenda.
Y es el tiempo, justamente, lo que sobra en Montevideo. Porque, a pesar de su ajetreada vida comercial y sus permanentes devaneos con los relojes ajenos, la ciudad parece funcionar en cámara lenta. Su ritmo pausado se percibe en algunos barrios, donde todavía se siente un latir casero, de plazas, parques y comercios pequeños. Pero también en sus habitantes, que han heredado (y mantenido) la cultura de la sobremesa, la conversación y el café.
No obstante, hay dos o tres lugares capaces de movilizar a la gente. Entre ellos, el Estadio Centenario y la rambla. El primero, además de acoger a los principales torneos futbolísticos del país y ser la cita obligada de cada domingo, tiene un valor especial. Se construyó a toda prisa en 1930 para conmemorar los cien años de la independencia uruguaya y para celebrar el primer Mundial de Fútbol. Quien quiera ver dónde se gestó el evento deportivo con más seguidores en todo el planeta no puede eludir una visita a este edificio que cuenta con un museo temático, una sala de exposiciones y ha sido declarado Monumento Histórico por la FIFA.
La rambla, por el contrario, es un espacio abierto y extenso; una avenida muy transitada y concurrida que se despereza sin interrupciones junto al Río de la Plata. Sus 22 kilómetros de largo ven pasar diversos paisajes y ofrecen un lugar privilegiado para el paseo, la práctica de deportes, la pesca aficionada o el disfrute de la playa. De un lado de la calle, edificios y comercios, confiterías y restaurantes pintan el rostro de la ciudad. Del otro, la presencia incomparable delrío más ancho del mundo asombra a quien lo contemple, porque «es igual, idéntico al mar». En medio, coches y gente. Vida en zonas arboladas, niños con balones de fútbol, jóvenes en patines o mayores en bicicleta. Un ambiente idílico para las parejas que, como pocos lugares de Montevideo, ha sido testigo de infinidad de besos.
Pero no sólo de amor vive el hombre. La alimentación es también necesaria y, si algo saben hacer los lugareños, es comer. Mucho, rico y variado. La oferta culinaria de la ciudad es un gran abanico de opciones para los turistas, que podrán encontrar desde especialidades italianas, españolas y francesas hasta curiosidades japonesas, armenias e ‘híbridas’. Aun así –y pese a las recetas legadas de antaño–, si algo caracteriza a la gastronomía montevideana es el culto a la carnevacuna. Uruguay es un país esencialmente ganadero y esa actividad, además de ser la base de su economía, llega a la ciudad en forma de gourmet.
Buenos asados
Cualquier montevideano se definirá como «carnívoro» y le dirá que el asado a la parrilla es un manjar sin igual. Ternera, chorizos, morcillas, casquerías, ‘matambres’, corderos, parrilladas vegetales… En lo que tiene que ver con brasas y fuego, todos los caminos le conducirán al Mercado del Puerto, un edificio que data del siglo XIX y que, en pleno casco antiguo, se revela como el paseo gastronómico por excelencia de la ciudad. Sin embargo, aquí se aplica con fuerzaaquel refrán de Martín Fierro: «Todo bicho que camina va a parar al asador», ya que muchos restaurantes apuestan por las carnes no tradicionales, como la nutria, el carpincho y el ñandú, completando así una carta de gustos sorprendente.
Entre las recomendaciones turísticas cabe destacar la Bahía de Montevideo, el Palacio Legislativo, los puestos de pescadores en el barrio de Punta Carretas, la Fortaleza del Cerro, los mercadillos de Tristán Narvaja y Villa Biarritz, el mirador de la Torre de las Telecomunicaciones, la Escollera Sarandí y la Ciudad Vieja. Por cada actividad y lugar, habrá una historia o una leyenda, como la que envuelve al Palacio Salvo. El edificio más emblemático (y ecléctico) de la ciudad está erigido frente a la Plaza Independencia en el mismo lugar donde, años atrás, había una confitería. En una de sus tantas mesas (no se sabe a ciencia cierta cuál), Gerardo Matos Rodríguez compuso el tango ‘La Cumparsita’. Por muy sorprendente que parezca, el himno cultural del Uruguay también se gestó en un café.
La gaditana que se va
Hoy mismo, en Montevideo, todavía es Carnaval. Comenzó a finales de enero y aún le resta festejo… 40 días en total. Tal vez no sea tan exuberante como el de Río de Janeiro, ni tenga aires de intriga como el que se celebra en Venecia, pero el carnaval uruguayo es, sin duda, el más largo del mundo. Esta fiesta popular, que impregna cada rincón de la ciudad, tiene dos vertientes bien distintas y marcadas. La primera es el candombe, un ritmo musical de percusión de origen africano, que recaló en las costas uruguayas con los esclavos en el siglo XVIII. El Barrio Sur concentra esta manifestación cultural y, por estas fechas, estremece a los transeúntes con su sonido particular. Medio centenar de tambores vibrando al unísono marcan el pulso de la fiesta.
La otra rama carnavalesca tiene raíz española y es un poco más joven: el año pasado cumplió cien años. Se trata de las murgas, unos cantos corales muy parecidos a los que se presentan en Cádiz. Según recoge la Historia, un grupo de españoles viajaron hacia Uruguay a principios del siglo XX y, por dificultades económicas, tardaron más tiempo del que tenían previsto en regresar. Durante los años que vivieron allí, en la capital, compartieron sus canciones y enseñaron sin pudor la estructura básica de su carnaval. Finalmente, en 1906, regresaron a España, pero su paso dejó huella. Varios uruguayos decidieron fundar ese año un coro para homenajear a sus amigos. Incluso el nombre de esa murga contenía un reconocimiento, pues se llamó ‘La gaditana que se va’. Con ese acto tan íntimo, y sin saber lo que vendría, aquellos hombres de Montevideo hicieron nacer el Carnaval.
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