10.3.07

El Sexto Monte

La capital de Uruguay, mezcla de razas, culturas y costumbres, se despliega en la orilla del Río de La Plata como una exposición de estilos arquitectónicos y un ‘congreso’ de filósofos de café


«¡Monte vide eu!», gritó el marinero portugués para llamar la atención de los demás tripulantes. Quienes pudieron escucharle miraron hacia la costa. Ante ellos, y envuelta en la bruma, la elevación que había visto dominaba el arco de una bahía. Latitud Sur, 34 grados. Longitud Oeste, 56. Era el año 1520 y la embarcación de Magallanes navegaba frente a la orilla de la actual Montevideo. Versan algunos libros que el aviso del marinero dio origen al nombre de la ciudad, pero los historiadores no son capaces de confirmarlo con certeza. Si bien es cierto que el navegante luso llegó al Río de la Plata en esa fecha, su bitácora de viaje no registra la anécdota.

El grito del vigía anónimo es, por tanto, una teoría. Una más, porque existen otras, como las que aseguran que ‘Montevideo’ es un código, un conjunto de coordenadas: «Monte VI de Este a Oeste», la sexta elevación avistada al navegar siguiendo el trazo del sol. Mucho más críptica que la anterior y, ciertamente, más elaborada, esta versión siempre fascina a los amantes de los misterios. En cualquier caso, la falta de consenso deja claro que la capital más austral y más joven de América Latina cuenta con los años justos para que su historia haga equilibrio entre la documentación y la leyenda.

Primer dato constatado: fue un vasco quien la fundó. Era 1724 y la expansión de los portugueses amenazaba la hegemonía española, así que don Bruno Mauricio de Zabala –un vizcaíno nacido en Durango que, en aquél entonces, oficiaba de gobernador– decidió poner freno al avance. La solución: construir un casco urbano, amurallarlo y poblarlo. La ciudad de Montevideo nació deesa manera, con finalidad estratégica y utilidad militar, un 24 de diciembre de 1726 y sus primeros pobladores fueron de origen gallego y canario. En total –y según consta en el padrón inicial–, se trasladaron allí menos de 50 familias.

Tres siglos después –y dos Guerras Mundiales mediante–, la capital uruguaya alberga un millón y medio de habitantes que, en su inmensa mayoría, son descendientes de españoles e italianos. No obstante, también es común encontrar montevideanos con apellidos franceses, judíos, alemanes, armenios, suizos e ingleses; hijos o nietos de extranjeros que, en diferentes momentos de la Historia –y, en especial, durante el siglo XX–, desembarcaron en su puerto natural buscando un futuro distinto. Los ingleses, de hecho, ya habían invadido la ciudad dos veces, en 1806 y 1808, de modo que su cultura, sus costumbres –y, más tarde, sus trazados ferroviarios– se entretejieron muy pronto en la idiosincrasia de los uruguayos.

Arquitectura variada

El resultado de las sucesivas migraciones –a las que hay que añadir, por supuesto, la llegada de negros esclavos procedentes del continente africano– es una sociedad y un entorno multicultural, algo que puede apreciarse fácilmente al recorrer sus calles, observar los edificios, escuchar la música autóctona, degustar la gastronomía local y hablar con su gente. Así, mientras todavía perviven construcciones de la época colonial, otros fragmentos de la Historia mundial se apiñan en las aceras con forma de edificios.


De lo neoclásico a lo posmoderno, no falta nada. El Renacimiento, la Modernidad, el estilo gótico y el Art Nuveau se superponen y, para completar este conjunto, las estructuras aún huecas y de trazo futurista renuevan con sus esqueletos el perfil de la ciudad. Caminar por algunas calles o contemplar esas siluetas desde lejos equivale, en cierto modo, a franquear las barreras del tiempo.

Y es el tiempo, justamente, lo que sobra en Montevideo. Porque, a pesar de su ajetreada vida comercial y sus permanentes devaneos con los relojes ajenos, la ciudad parece funcionar en cámara lenta. Su ritmo pausado se percibe en algunos barrios, donde todavía se siente un latir casero, de plazas, parques y comercios pequeños. Pero también en sus habitantes, que han heredado (y mantenido) la cultura de la sobremesa, la conversación y el café.

Algunos de sus bares, de hecho, fueron llamados «la escuela de todas las cosas» y vieron nacer a buena parte de la riqueza literaria local. Allí confluían poetas y dramaturgos para celebrar extensas tertulias, muchas de ellas con gran incidencia en la vida cultural. De aquellos años han quedado una veintena de locales y un ‘modo de ser’ general: podrá caerse el mundo en pedazos,pero los montevideanos siempre encontrarán un hueco (y una mesa) para sentarse a filosofar.

No obstante, hay dos o tres lugares capaces de movilizar a la gente. Entre ellos, el Estadio Centenario y la rambla. El primero, además de acoger a los principales torneos futbolísticos del país y ser la cita obligada de cada domingo, tiene un valor especial. Se construyó a toda prisa en 1930 para conmemorar los cien años de la independencia uruguaya y para celebrar el primer Mundial de Fútbol. Quien quiera ver dónde se gestó el evento deportivo con más seguidores en todo el planeta no puede eludir una visita a este edificio que cuenta con un museo temático, una sala de exposiciones y ha sido declarado Monumento Histórico por la FIFA.



La rambla, por el contrario, es un espacio abierto y extenso; una avenida muy transitada y concurrida que se despereza sin interrupciones junto al Río de la Plata. Sus 22 kilómetros de largo ven pasar diversos paisajes y ofrecen un lugar privilegiado para el paseo, la práctica de deportes, la pesca aficionada o el disfrute de la playa. De un lado de la calle, edificios y comercios, confiterías y restaurantes pintan el rostro de la ciudad. Del otro, la presencia incomparable delrío más ancho del mundo asombra a quien lo contemple, porque «es igual, idéntico al mar». En medio, coches y gente. Vida en zonas arboladas, niños con balones de fútbol, jóvenes en patines o mayores en bicicleta. Un ambiente idílico para las parejas que, como pocos lugares de Montevideo, ha sido testigo de infinidad de besos.

Pero no sólo de amor vive el hombre. La alimentación es también necesaria y, si algo saben hacer los lugareños, es comer. Mucho, rico y variado. La oferta culinaria de la ciudad es un gran abanico de opciones para los turistas, que podrán encontrar desde especialidades italianas, españolas y francesas hasta curiosidades japonesas, armenias e ‘híbridas’. Aun así –y pese a las recetas legadas de antaño–, si algo caracteriza a la gastronomía montevideana es el culto a la carnevacuna. Uruguay es un país esencialmente ganadero y esa actividad, además de ser la base de su economía, llega a la ciudad en forma de gourmet.

Buenos asados

Cualquier montevideano se definirá como «carnívoro» y le dirá que el asado a la parrilla es un manjar sin igual. Ternera, chorizos, morcillas, casquerías, ‘matambres’, corderos, parrilladas vegetales… En lo que tiene que ver con brasas y fuego, todos los caminos le conducirán al Mercado del Puerto, un edificio que data del siglo XIX y que, en pleno casco antiguo, se revela como el paseo gastronómico por excelencia de la ciudad. Sin embargo, aquí se aplica con fuerzaaquel refrán de Martín Fierro: «Todo bicho que camina va a parar al asador», ya que muchos restaurantes apuestan por las carnes no tradicionales, como la nutria, el carpincho y el ñandú, completando así una carta de gustos sorprendente.

Entre las recomendaciones turísticas cabe destacar la Bahía de Montevideo, el Palacio Legislativo, los puestos de pescadores en el barrio de Punta Carretas, la Fortaleza del Cerro, los mercadillos de Tristán Narvaja y Villa Biarritz, el mirador de la Torre de las Telecomunicaciones, la Escollera Sarandí y la Ciudad Vieja. Por cada actividad y lugar, habrá una historia o una leyenda, como la que envuelve al Palacio Salvo. El edificio más emblemático (y ecléctico) de la ciudad está erigido frente a la Plaza Independencia en el mismo lugar donde, años atrás, había una confitería. En una de sus tantas mesas (no se sabe a ciencia cierta cuál), Gerardo Matos Rodríguez compuso el tango ‘La Cumparsita’. Por muy sorprendente que parezca, el himno cultural del Uruguay también se gestó en un café.

La gaditana que se va

Hoy mismo, en Montevideo, todavía es Carnaval. Comenzó a finales de enero y aún le resta festejo… 40 días en total. Tal vez no sea tan exuberante como el de Río de Janeiro, ni tenga aires de intriga como el que se celebra en Venecia, pero el carnaval uruguayo es, sin duda, el más largo del mundo. Esta fiesta popular, que impregna cada rincón de la ciudad, tiene dos vertientes bien distintas y marcadas. La primera es el candombe, un ritmo musical de percusión de origen africano, que recaló en las costas uruguayas con los esclavos en el siglo XVIII. El Barrio Sur concentra esta manifestación cultural y, por estas fechas, estremece a los transeúntes con su sonido particular. Medio centenar de tambores vibrando al unísono marcan el pulso de la fiesta.

La otra rama carnavalesca tiene raíz española y es un poco más joven: el año pasado cumplió cien años. Se trata de las murgas, unos cantos corales muy parecidos a los que se presentan en Cádiz. Según recoge la Historia, un grupo de españoles viajaron hacia Uruguay a principios del siglo XX y, por dificultades económicas, tardaron más tiempo del que tenían previsto en regresar. Durante los años que vivieron allí, en la capital, compartieron sus canciones y enseñaron sin pudor la estructura básica de su carnaval. Finalmente, en 1906, regresaron a España, pero su paso dejó huella. Varios uruguayos decidieron fundar ese año un coro para homenajear a sus amigos. Incluso el nombre de esa murga contenía un reconocimiento, pues se llamó ‘La gaditana que se va’. Con ese acto tan íntimo, y sin saber lo que vendría, aquellos hombres de Montevideo hicieron nacer el Carnaval.

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