24.11.08

El techo de cristal

Cuando España aprobó su Ley de Igualdad en marzo de 2006, hubo reacciones de todo tipo, desde aplausos y abucheos hasta comentarios que la tildaron de insuficiente, necesaria o excesiva. Con el objetivo de paliar la discriminación femenina que existía (y aún existe) en el país, el texto planteaba profundas modificaciones laborales, sociales y políticas, aunque su arista más visible fue, quizá, esta última. Todos recuerdan aquí la imagen de Carme Chacón (la actual ministra de Defensa) asumiendo la responsabilidad de las Fuerzas Armadas y pasando revista a las tropas con su embarazo de siete meses. Como si se tratara de un iceberg, esa escena se transformó en postal y símbolo del cambio legislativo que subyacía.

Nueve hombres y nueve mujeres conforman actualmente el Poder Ejecutivo español, pero las diferencias todavía persisten. En el ámbito empresarial hay diferencias en los sueldos (que, a igual puesto y preparación académica, aumentan o disminuyen en función del género), diferencias en las preferencias de contratación (sigue habiendo menos hombres que mujeres sin trabajo) y diferencias abismales en los puestos directivos, donde la presencia femenina es aún minoritaria. Por mucha ley que se firme y se promulgue, hay otro grupo de normas tácitas que perpetúan la existencia de los 'techos de cristal', esa barrera invisible (aunque sólida) que en un determinado punto frena el ascenso profesional de las mujeres, impidiéndoles acceder a las esferas de poder, donde se toman las decisiones.

Al igual que España y el resto del mundo, Uruguay tiene su propio techo de cristal. Será más alto que el de unos países y más bajo que el de otros, pero lo tiene y existe. En esa línea, la propuesta de equilibrar la participación de ambos sexos en los órganos de dirección partidarios, impulsada por la senadora Mónica Xavier, no hace más que confirmarlo. Quiero decir, si no hubiera techo, veda o barrera, tampoco habría razón para plantear una ruptura, pues no se puede romper lo que no existe. Dicho esto, y reconociendo la importancia que tiene fomentar políticas de igualdad, debo agregar que las mismas son un arma de doble filo. Por un lado (y por desgracia) son necesarias, ya que de algún modo hay que empezar a cambiar esa costumbre rancia de que los genitales sean más determinantes que la cabeza a la hora de asignar un puesto de trabajo. Por otro, la legislación de oportunidades entraña varios peligros, desde la discriminación positiva y la demagogia hasta la propia paradoja de seguir asignando cargos en función de los cromosomas.

Colocar a una mujer en un puesto directivo por el sólo hecho de ser mujer es tan denigrante como vedárselo. Más que igualdad, lo importante es que exista justicia, algo que, en este caso, pasa menos por la balanza que por la venda. Digo, si bien la baja participación femenina en determinados ámbitos no es casual ni socialmente favorable, la distribución matemática del poder tampoco es garantía de nada. Cuando la cantidad se impone a la calidad, se desdibuja la pertinencia de los criterios de selectividad y se pierde de vista el objetivo primordial, que es el beneficio colectivo. Entonces empiezan a pasar cosas raras, como la pérdida de credibilidad de las mujeres profesionales y las discusiones superficiales que alcanzan al propio lenguaje. Porque, lectores y lectoras, uruguayos y uruguayas, jubilados y jubiladas, supongo que habrán notado que, de un tiempo a esta parte, las palabras también tienen sexo. Ahora todos los políticos disciernen entre 'ellos' y 'ellas' en cada discurso que dan. Ponen tanto empeño en ello que, al final, se equivocan. ¿Quieren un ejemplo? En su primera comparecencia ante el Congreso, la ministra de Igualdad en España se refirió a los miembros y 'miembras' de la comisión que la escuchaba. Pasó vergüenza, claro. ¿De verdad alguien puede pensar que el mundo será más equitativo porque digamos 'periodisto', 'anestesisto' y 'policío'?

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