La semana pasada mencioné muy por arriba la existencia de un sitio especial llamado 'El Club de los Sentidos'. Comenté que era un programa de radio creativo, distinto, que se graba los viernes de noche en una sala cultural alternativa, "con el público rodeando al locutor y participando de manera espontánea". Alguien sintió curiosidad y quiso saber más de ese lugar donde reina la magia y todo parece posible, así que voy a contar una parte de sus secretos. Sólo una parte; lo justo para mantener el encanto y amenizar la mañana del lunes.
La sala donde se reúne este club es un antiguo galpón portuario. Está en Bilbao, frente al río, en una zona a la que todavía no ha llegado la renovación del siglo XXI y que por tanto conserva la esencia plomiza de la ciudad; una villa que se forjó bajo la lluvia a golpe de astilleros, fundiciones y acerías. Precisamente, de aquel pasado de hierro surgió el nombre de la sala porque, en una guiñada a esa atmósfera, el dueño del local bautizó al lugar como 'Hacería', con h de hacer. En esta fábrica de cultura se hace música, danza, teatro y, desde octubre, también radio.
Conocí esta iniciativa gracias a un amigo argentino, también periodista, que se vino a España a bordo de un barco ruso que salió del puerto de Montevideo en 1979. Historias aparte, él me contó que Jokin, un colega suyo de la emisora, había empezado con este programa los viernes y me invitó a ir. Para acabar de tentarme, dijo que era una propuesta radiofónica al estilo de los años cincuenta, con música en vivo y con el público presente; aunque tenía la particularidad de que la gente podía participar. Cualquiera que tuviera algo que decir, que quisiera leer, cantar o interpretar algo, podía sentirse libre de hacerlo. Y doy fe de que así es.
La noche que fui (el 7 de noviembre) hacía frío y llovía. En la sala, sin embargo, había un clima de calidez que se notaba al instante de entrar. Luz tenue de focos rojos, algunas velas aquí y allá, un escenario a ras del suelo y varias mesas rodeándolo. A las diez empezó la grabación del quinto programa, que se emitiría el sábado de la semana siguiente; es decir, antes de ayer. Como hilo conductor, Jokin leyó un cuento de Borges que se fue alternando con la participación de otras personas. La música, que muchas veces fue protagonista y otras tantas se coló como telón de fondo, llegó de la mano y la voz de un grupo de Bergara (en Guipúzcoa) llamado Mahaster River.
Sentada en unas gradas con almohadones rojos, echada hacia atrás, como si estuviera en el sofá de mi casa, me dejé llevar por la sensibilidad de los otros. De alguna manera, con el compás de unas notas de jazz y la voz amena del presentador, la frontera entre el escenario y el público se había desvanecido; tanto que era imposible no sentirse parte de aquello, por muy callados o quietos que estuviéramos. Mientras el sitio se iba cargando de música, copas y humo (el tabaco y otras hierbas se enredaban en los focos y en el aire), apareció Voltaire con su tratado de la belleza y José Hierro en la garganta de un hombre. Resucitaron las palabras de un poeta loco, que murió olvidado en un psiquiátrico de Bilbao, y hubo espacio para el humor y el erotismo. Txemi del Olmo, un actor profesional de doblaje, se encargó de perfilar las sonrisas; Mónica Nude hizo que todos pensáramos en sexo.
Hubo más, mucho más. Hubo una 'oda a la chaqueta' que se escuchó en forma de ópera, hubo un artista que leyó un poema y nos enseñó sus esculturas desmontables de bolsillo (son miniaturas de las 'de verdad', que miden cuatro metros de altura) y hubo también una camilla de masajes que, ahí mismo, en el escenario, ayudó a quitar las pocas contracturas que podían quedar entre la gente. Uno de los voluntarios se perdió la reflexión de Antonio Molina porque se quedó dormido. Yo escuché algunas cosas de lejos porque, en un momento, fui al baño. Pensaba tardar menos de cinco minutos pero la verdad es que demoré un poco más. Cuando entré, descubrí que del techo colgaban lápices y rotuladores para escribir en los azulejos. Demoré porque me quedé leyendo. Al salir, Jokin me contó que en el programa anterior habían mandado a un corresponsal para dar noticias desde el inodoro. Y le creí. A esas alturas de la noche, todo me parecía lógico y posible. Seguro que a nadie le causará sorpresa ir a ese baño y leer en letras desparejas un 'Montevideo, qué lindo te veo' escrito en azul cielo junto a la pileta.
La sala donde se reúne este club es un antiguo galpón portuario. Está en Bilbao, frente al río, en una zona a la que todavía no ha llegado la renovación del siglo XXI y que por tanto conserva la esencia plomiza de la ciudad; una villa que se forjó bajo la lluvia a golpe de astilleros, fundiciones y acerías. Precisamente, de aquel pasado de hierro surgió el nombre de la sala porque, en una guiñada a esa atmósfera, el dueño del local bautizó al lugar como 'Hacería', con h de hacer. En esta fábrica de cultura se hace música, danza, teatro y, desde octubre, también radio.
Conocí esta iniciativa gracias a un amigo argentino, también periodista, que se vino a España a bordo de un barco ruso que salió del puerto de Montevideo en 1979. Historias aparte, él me contó que Jokin, un colega suyo de la emisora, había empezado con este programa los viernes y me invitó a ir. Para acabar de tentarme, dijo que era una propuesta radiofónica al estilo de los años cincuenta, con música en vivo y con el público presente; aunque tenía la particularidad de que la gente podía participar. Cualquiera que tuviera algo que decir, que quisiera leer, cantar o interpretar algo, podía sentirse libre de hacerlo. Y doy fe de que así es.
La noche que fui (el 7 de noviembre) hacía frío y llovía. En la sala, sin embargo, había un clima de calidez que se notaba al instante de entrar. Luz tenue de focos rojos, algunas velas aquí y allá, un escenario a ras del suelo y varias mesas rodeándolo. A las diez empezó la grabación del quinto programa, que se emitiría el sábado de la semana siguiente; es decir, antes de ayer. Como hilo conductor, Jokin leyó un cuento de Borges que se fue alternando con la participación de otras personas. La música, que muchas veces fue protagonista y otras tantas se coló como telón de fondo, llegó de la mano y la voz de un grupo de Bergara (en Guipúzcoa) llamado Mahaster River.
Sentada en unas gradas con almohadones rojos, echada hacia atrás, como si estuviera en el sofá de mi casa, me dejé llevar por la sensibilidad de los otros. De alguna manera, con el compás de unas notas de jazz y la voz amena del presentador, la frontera entre el escenario y el público se había desvanecido; tanto que era imposible no sentirse parte de aquello, por muy callados o quietos que estuviéramos. Mientras el sitio se iba cargando de música, copas y humo (el tabaco y otras hierbas se enredaban en los focos y en el aire), apareció Voltaire con su tratado de la belleza y José Hierro en la garganta de un hombre. Resucitaron las palabras de un poeta loco, que murió olvidado en un psiquiátrico de Bilbao, y hubo espacio para el humor y el erotismo. Txemi del Olmo, un actor profesional de doblaje, se encargó de perfilar las sonrisas; Mónica Nude hizo que todos pensáramos en sexo.
Hubo más, mucho más. Hubo una 'oda a la chaqueta' que se escuchó en forma de ópera, hubo un artista que leyó un poema y nos enseñó sus esculturas desmontables de bolsillo (son miniaturas de las 'de verdad', que miden cuatro metros de altura) y hubo también una camilla de masajes que, ahí mismo, en el escenario, ayudó a quitar las pocas contracturas que podían quedar entre la gente. Uno de los voluntarios se perdió la reflexión de Antonio Molina porque se quedó dormido. Yo escuché algunas cosas de lejos porque, en un momento, fui al baño. Pensaba tardar menos de cinco minutos pero la verdad es que demoré un poco más. Cuando entré, descubrí que del techo colgaban lápices y rotuladores para escribir en los azulejos. Demoré porque me quedé leyendo. Al salir, Jokin me contó que en el programa anterior habían mandado a un corresponsal para dar noticias desde el inodoro. Y le creí. A esas alturas de la noche, todo me parecía lógico y posible. Seguro que a nadie le causará sorpresa ir a ese baño y leer en letras desparejas un 'Montevideo, qué lindo te veo' escrito en azul cielo junto a la pileta.
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