Ocurre algo curioso en el Colegio de Miribilla: basta con pararse en el centro de su patio para jugar a ser el eje de la Tierra. No hace falta nada más, ni siquiera imaginación, pues en cualquier dirección o lugar a donde se mire habrá un extracto del mundo. Marruecos, Guinea Bissau, China, Bolivia... Decenas de niños de todas las edades corren y se divierten en el patio de esta escuela, ajenos a toda teoría sobre el mestizaje o la inmigración.
Desde luego, los cincuenta chavales que participan en el proyecto ‘Bakuva’ tampoco se planteaban ayer el cometido social de esta iniciativa. Ellos tenían en mente otra cosa: el aro y las camisetas. Estaban pendientes de los balones, la fiesta y el juego, y ni siquiera percibían la presencia de los periodistas, con excepción del momento de la foto. «¿Y eso para qué es?», «¿Nos vais a hacer una foto?», «¿Por qué sostienes la cámara así?». Las preguntas las hacían ellos y con total desparpajo. «¡Venga, sonreíd, tomateeee!».
A las cinco de la tarde arrancó el partido de baloncesto, en un clima distendido y muy primaveral. Allí estaban los pequeños jugadores, ansiosos por enseñar sus habilidades, intercambiándose las camisetas y alentando a los demás. «¡Fernando!, ¡Fernando!», vitoreaban a un lado de la cancha, tras la primera anotación del partido. «¡Venga Mohamed...! ¡Tira a canasta, Mohamed!», respondían desde el otro cuando este chico de Marruecos intentaba igualar el marcador.
Su hermana Karima también jugaba y con sorprendente destreza: las manos, en el balón y un pañuelo que cubre su cabeza. «No se lo quita nunca, ni siquiera para practicar», mencionaba uno de los monitores visiblemente satisfecho por el resultado del encuentro. El que no estaba tan feliz con los números del partido era Anis, un chico de nueve años «para diez», como se apresuró a puntualizar. «Bueno... vamos perdiendo, pero lo hemos intentado y eso es lo que importa», reflexionaba desde fuera, descansando en el entretiempo.
La cámara de fotos continuaba registrando escenas. «Seño... él no me da mi balón», reclamaba un pequeño de China mientras otro de los chavales decía con cierta euforia: «¡Soy famoso, Cacho!». Demasiados gritos para una niña que se alistaba para jugar: «¿Quieres callarte? No me dejas concentrarme». Los monitores y el grupo de Juan Garteiz intentaban organizar la fiesta, incluso desde antes. Ya a las cuatro estaban preparando unos regalos para los chavales. «Les hemos traído unas bolsas deportivas, camisetas, gorras y medallas», enumeraban. Y eso sin contar la merienda, las gominolas y una actuación de magia.
Lejos de la calle
Un poco más alejados, algunos padres observaban el evento. Yadira y Soraya, ambas de Ecuador, afirmaban que este proyecto es «muy positivo». Una visión muy parecida a la de Claudia, que ha venido de Bolivia y opina que la iniciativa «está muy bien», ya que «los niños se divierten y juegan con pequeños de otras partes». Como decían los monitores, «la educación y la convivencia hay que cuidarla desde la base». La prueba estaba en el patio, donde todos estos chavales jugaban con el mismo interés, más allá de sus etnias, sus religiones y sus nacionalidades. Y, sobre todo, «lejos de la calle».
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