Conversar con Eduardo Camino es como ver un filme de acción en 3D. Su vida está llena de anécdotas y episodios trepidantes, cargados de suspense y tensión. En Cuba, su país, trabajó en distintos lugares, pero quizá el papel más llamativo es el que desempeñó en el ámbito de la aduana, donde llegó a ser jefe de operaciones especiales del puerto de La Habana. Allí tenía un grupo de hombres a su cargo y su misión principal era luchar activamente contra el narcotráfico. «Me encantaba mi trabajo. Siempre había algo que hacer, un desafío nuevo, un reto», dice ahora en un bar de Bilbao, mientras sostiene una taza de té. Le gusta cuidar su salud y se nota que es profesor de educación física, aunque ya no entrene como antes ni se dedique a la actividad deportiva.
Su trabajo en el puerto de La Habana conllevaba una gran responsabilidad y no estaba exento de sorpresas. «En los años que estuve allí he visto de todo», asegura antes de explicar que «el ingenio para traficar con droga no tiene límites». Entre los casos más destacados, Eduardo recuerda un barco que llevaba un cargamento de cocaína pegado al casco, bajo el mar. «Tuvimos que utilizar un equipo de buzos porque sabíamos que en esa embarcación había algo raro, pero no podíamos encontrar el alijo por ningún sitio. Ese era el único sitio que nos quedaba por revisar», detalla.
Pero, sin duda, el episodio más sorprendente fue el del equipo de ciclistas. «Viajaban a Europa, supuestamente a competir, y nos llamó la atención que fueran vestidos con su maillot durante el viaje. Eso no tenía mucho sentido y, aunque te parezca mentira, el otro indicio de que algo iba mal era que los tíos no estaban depilados», agrega este cubano entre risas. Tras buscar por todas partes sin éxito, uno de sus compañeros pinchó la rueda de una bicicleta y «¡allí estaba la cocaína! La habían metido en las ruedas de las bicicletas», relata.
A propósito de viajes a Europa, Eduardo llegó aquí hace ocho años. «Viajé a Bilbao por amor, pues me casé con una chica de aquí, y la verdad es que me costó dejar todo aquello», confiesa. Sin embargo, aunque la relación de pareja no prosperó, él decidió quedarse. «Si volvía a Cuba, ya no sería lo mismo. Cuando me fui, renuncié a mi empleo y difícilmente conseguiría un puesto igual», señala. En ese entonces, además, aquí tenía un buen trabajo y, a pesar de la nostalgia, se encontraba a gusto y contento.
Cambio de rumbo
Lo habían contratado en un almacén de Arrigorriaga. Tenía estabilidad y el salario era bueno, pero un accidente de tráfico cambió el curso de los acontecimientos. «Iba en la moto y me embistieron. Caí al suelo, me rompí varios huesos y me golpeé en la cabeza. Tenía cortes por todas partes y me costó recuperarme, incluso haciendo rehabilitación. Pasé un largo tiempo sin poder moverme ni caminar bien. Fue muy duro», recuerda.
El siniestro fue un punto de inflexión en su vida personal y, también, en la profesional. Si bien Eduardo se recuperó, nada volvió a ser lo mismo. Fue entonces cuando decidió dedicarse a la fotografía. «Había estudiado en Cuba, pero llevaba años sin trabajar en ello. El accidente fue una oportunidad para retomar esta profesión», asegura.
No le ha ido mal desde entonces. Incluso, ha recibido varios premios aquí. Sin embargo, el reconocimiento contrasta con el desdén que ha sufrido algunas veces. «Lo primero que piensa la gente al verme es que soy africano. Y si voy con una mochila y entro en un bar, creen que voy a venderles cedés, que me dedico al 'top manta'. A mí no me molesta que me confundan con una persona de África. Lo que me duele es que aún exista cierto rechazo hacia la raza negra», dice Eduardo, que tiene una abuela africana y un abuelo chino. «América es mestizaje. El mundo tiende a ser mestizo y esa mezcla de culturas y de razas está bien, nos enriquece a todos. Pese a eso, más de una vez he sentido el menosprecio por ser negro».
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