Tiene razón cuando lo afirma: su historia es para novelar. Pero en lugar de mantener el suspense, añadirle intriga o generar tensión, aquí vamos a darle la vuelta y a empezar por el final. Carolina se casó con su amor platónico de la infancia; un chico al que miraba de lejos mientras practicaba deporte en la escuela. Luego la vida los separó en distintos momentos, pero también supo hacer que se reencontraran. Tanto es así que, cuando decidieron casarse, no celebraron una boda, «sino cuatro». Perdón... ¿cuántas? «Cuatro», repite entre risas esta joven colombiana que llegó a Euskadi hace un lustro con la ilusión de ver mundo.
Sentada en la terraza de un céntrico café, Carolina Aristizábal Uribe se dispone a compartir su historia. Sus apellidos llaman la atención. ¿De verdad ha nacido en Colombia? Esa es la pregunta que, según cuenta, más le hacen los bilbaínos. «Mis cuatro apellidos son vascos -desvela-, aunque yo no lo tenía tan claro hasta que llegué aquí. Lo que sucede es que en Antioquia, el municipio donde yo vivía, la inmigración vasca es muy fuerte. La mayor parte de la población tiene ascendencia en Euskadi», precisa. Y es que Colombia, como bien apunta, es un crisol de culturas y etnias; un «país heterogéneo y variado» que no se corresponde con el estereotipo que suele proyectar.
En esa misma línea, el proyecto migratorio de esta joven tiene muy poco que ver con el común denominador de la necesidad. «Yo vine al País Vasco porque aquí estaba viviendo mi marido. Él también es colombiano y había llegado mucho antes a Bilbao. Le trajeron desde allá para que formase parte de un proyecto que, en principio, iba a durar seis meses -detalla la joven-, pero el tiempo fue pasando y se quedó».
Lo singular es que, cuando él vino, no sólo no estaban casados sino que, además, ni siquiera eran novios. «Habíamos ido al mismo colegio cuando éramos niños y yo siempre lo miraba, pero como él era más grande, no me hacía ni caso -recuerda divertida-. Poco después me cambié de escuela y, durante muchos años, le perdí la pista».
Sin embargo, tenían amigos en común y volvieron a encontrarse cuando eran universitarios. Eso sí, tuvo que pasar más tiempo para que la relación se consolidara. «Nos vimos una vez más, de casualidad, en Colombia. Él estaba allí de vacaciones, porque ya vivía en Vizcaya, y fue un flechazo. Empezamos a salir y, cuando él volvió para aquí, la relación siguió a distancia», explica Carolina.
Las bodas, los amigos
En 2003 vino por primera vez a verlo. «Pasamos unas semanas estupendas y aprovechamos también para recorrer otros países de Europa», dice ella que, ya entonces, tenía idea de venir a estudiar. «Siempre me había planteado hacer el posgrado en Barcelona, pero como él estaba aquí, decidí hacer el master en Deusto». Y, de paso, casarse. «La primera boda fue por poderes. La segunda fue aquí, y de sorpresa, organizada por los amigos de mi marido. La tercera fue en Colombia, con las familias de ambos y los amigos de allí. Y la cuarta fue más íntima, en la iglesia, con nuestros padres y el sacerdote», enumera Carolina con una capacidad de síntesis sorprendente.
«Los amigos vascos han sido muy importantes -reflexiona-. Tanto los compañeros de trabajo de mi marido como los míos son personas excepcionales que nos han acogido muy bien. Me considero muy afortunada ya que, cuando vine, estaba todo hecho: la casa puesta, la vida armada... Muchos vienen sin nadie ni nada, sin un proyecto fijo ni herramientas para desenvolverse. Eso sí que es duro. Yo estoy aquí porque quiero y me gusta, no por obligación, así que me siento una ciudadana del mundo. Por eso es importante trabajar para la integración real», dice Carolina, que ahora mismo forma parte del equipo que coordina el Festival Gentes del Mundo, que se inaugura el próximo 14 de septiembre.
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