Existen muchas razones para marcharse de un país y otras tantas para no volver, aunque los motivos, en un caso y en otro, no tienen por qué ser los mismos. La política y la economía son los dos motores migratorios más potentes, pero no los únicos. También hay quienes dejan su tierra por cuestiones académicas, belicistas, sentimentales, deportivas, religiosas, culturales e, incluso, sexuales. Este año conocí a una chica de Perú que se vino a España porque en Lima no podía vivir normalmente su relación de pareja con otra mujer. Aquí pueden pasear de la mano por la calle sin que los vecinos las insulten o les tiren piedras; así de simple (y dramático) es. Los uruguayos, quizás por tradición, historia o costumbre, solemos medir las cosas con la escuadra político-económica; sin embargo la vida no cabe en un gráfico de X e Y. En la ecuación migratoria hay muchas otras variables.
Para quienes se van del país (y, también, para quienes se quedan), un error muy frecuente en el cálculo tiene que ver con la idea de que el plan inicial se mantiene constante; con creer que la persona y su circunstancia seguirán siendo las mismas diez años después. Y no es así. Conozco muchos casos de gente que se ha ido porque el dinero en su país no le alcanzaba, porque había una guerra o sufría una dictadura y que, con el paso del tiempo, aun resuelta la génesis, decide no regresar. Está el que se enamora, el que se asienta en el país al que viaja, el que descubre un modo de vida que le cautiva o, también, el que tiene hijos made in Australia, Estados Unidos o España. Volver entonces no es fácil, porque se genera otro tipo de anclas. "Papá y tú seréis muy búlgaros, pero yo soy vasca", le dijo una niña de siete años a su madre. En ese momento, la mujer entendió que su tren de regreso a Sofía había pasado de largo.
El proyecto migratorio de arranque, para el que se va con intención de regresar, se sitúa en torno a los dos años, aunque se termina extendiendo mucho más. El planteamiento de "voy, junto dinero y vuelvo" sería sencillo si no hubiera que vivir en el medio, pero aquí, como en cualquier otro sitio del mundo, hay unos cuantos gastos mensuales que reducen la capacidad de ahorro en el 'mientras tanto'. Se prolonga el tiempo de espera y, conforme van pasando los años, es inevitable generar lazos. Por esa razón, aun sin tener hijos, sin haberse enamorado, sin haber 'causa visible', a muchos les cuesta volver. Llega un punto en que el regreso se transforma en un nuevo proyecto migratorio, con todos los duelos, despedidas y desprendimientos que eso supone. Porque así como marcharse a otro país implica asimilar un montón de cambios de golpe, regresar al lugar de origen varios años después obliga a reaprender otro tanto de patrones culturales y maneras de funcionar. Porque el país también cambia y su imagen no siempre coincide con la que tenía el día del 'chau'; porque los recuerdos tienden a la dramatización o al idilio y el país real tampoco encaja del todo con el país imaginado.
Cuando la semana pasada señalaba la importancia del voto consular, lo hacía sobre la base de esto mismo. Uno no es menos uruguayo por haberse ido y, desde luego, tampoco en menos ciudadano por no volver. Ya sea por imposibilidad o por decisión, hay muchos que no regresan y, sin embargo, desde fuera, contribuyen activamente en el crecimiento del país. En los últimos cinco años, los envíos de dinero a Uruguay aumentaron un 86,1%. Pasaron de los 72 millones de dólares en 2002 a los 134 millones de dólares en 2007. Y eso es lo que no entiendo. ¿Cómo es posible aceptar sin rechistar ese volumen de dinero, considerar a los que se fueron como una fuerza económica más y, al mismo tiempo, vedarles su participación en la toma de decisiones? ¿Qué significa exactamente que 'los de afuera son de palo'? ¿Se dice eso porque no existimos o porque equivalemos a 134 de los verdes? El derecho al voto no tiene nada que ver con la opción política, ni siquiera con la personal. Es más bien una cuestión de coherencia. De X e Y.
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