El productor polaco Bartosz Nitsche, que ha trabajado para grandes compañías de teatro, como el Circo del Sol, vive desde hace treinta años en Euskadi
Cuando llegó al País Vasco, Bartosz Nitsche era un niño. «Sólo tenía diez años; era chiquitín», dice hoy con voz de adulto y cierto deje de nostalgia. Es normal: desde que él y su familia emprendieron aquel viaje han pasado treinta años, así que Bartosz ha vivido más tiempo aquí que en Polonia, su país de nacimiento. «Parecerá una locura que eche de menos Gdansk, mi ciudad, pero así es. Hay quienes dicen que la patria de uno es la infancia, y es cierto», reflexiona.
Cuando llegó al País Vasco, Bartosz Nitsche era un niño. «Sólo tenía diez años; era chiquitín», dice hoy con voz de adulto y cierto deje de nostalgia. Es normal: desde que él y su familia emprendieron aquel viaje han pasado treinta años, así que Bartosz ha vivido más tiempo aquí que en Polonia, su país de nacimiento. «Parecerá una locura que eche de menos Gdansk, mi ciudad, pero así es. Hay quienes dicen que la patria de uno es la infancia, y es cierto», reflexiona.
En su recuerdo, 1980 fue un año de grandes cambios. En Polonia, un movimiento de oposición al Gobierno hacía frente al régimen estalinista y daba comienzo al fin del comunismo. Aquí, la democracia estaba de estreno tras cuatro décadas de dictadura. Fue en ese contexto de transformación política, económica y social cuando la familia Nitsche llegó a Euskadi. Concretamente, a Sestao.
«Vinimos aquí por mi padre, que era ingeniero naval», recuerda Bartosz, aunque puntualiza que no fue el primer destino en el extranjero. «Antes de eso vivimos un año en Irak, hasta que le destinaron a los astilleros vascos», señala. Aquella fue, sin duda, una oportunidad de progreso para su familia y, al mismo tiempo, un gran desafío para él, que sólo hablaba polaco y apenas algo de inglés. «Fue duro», reconoce. Sin embargo, «los niños son como esponjas: absorben todo deprisa. En poco menos de un año, controlaba el español», recuerda.
El idioma fue la diferencia más notoria, pero no la única. «Me llamaba la atención que la gente hablara tan alto, como gritando, y que tuviera la costumbre de reunirse en los bares. La cultura es completamente distinta en Polonia, porque no se hace tanta vida en la calle. La gente suele reunirse en las casas de sus amigos y su familia», explica y agrega: «Supongo que el clima tiene mucho que ver. Aquí hace buen tiempo y eso ayuda a salir. Allí, cuando es invierno, anochece a las cuatro de la tarde. Por eso el ritmo también es distinto... Para aprovechar el día, se empieza a trabajar a las siete de la mañana».
Pese a todo, la familia se adaptó bien. Y creció, pues el hermano menor de Bartosz nació aquí. «Es curioso -opina-. Yo soy polaco y me he quedado en Euskadi; y él, que es vasco, vive en Polonia. Mi hermano se dedica al baloncesto profesional, aunque, por nacimiento, podría jugar en el Athletic si quisiera», dice entre risas.
Una elección personal
Lo cierto es que, en la década de los noventa, su familia se marchó. «Mi hermano era muy pequeño y no pudo elegir, pero yo tenía algo más de veinte años y preferí quedarme. Tenía a mis amigos y a mi novia, trabajaba, estaba estudiando... Mi vida estaba aquí y, además, el País Vasco me gustaba mucho», enumera Bartosz, quien, si bien no decidió venir, diez años después escogió quedarse. «Eso sí, la decisión no fue sencilla porque, de un día para otro, me quedé solo», matiza.
La vida en Euskadi es, desde entonces, un proyecto personal; un camino que ha transitado en solitario y que le encuentra hoy, con cuarenta años, convertido en manager y productor. En el plano profesional, se ha dedicado al mundo del espectáculo -en particular, de la música- y ha trabajado para grandes compañías teatrales, como el Circo del Sol. «Me apasionan las artes escénicas, la música, y disfruto mucho con mi trabajo, con la gente que conozco y los lugares adonde voy», dice.
En el ámbito personal, echa de menos su tierra y a los suyos. «Me pesa aquella decisión que tomé cuando era un muchacho. Será que me estoy haciendo mayor -dice con una media sonrisa- pero a medida que pasan los años, pienso más en volver a mi país. Me gustaría estar más cerca de mi madre, de mi hermano o de mi abuela, que tiene 97 años y es una mujer excepcional. Aunque soy un hombre adulto, cada vez que voy allí, disfruto mucho de la sensación de estar arropado; me dejo querer. Por otro lado -sopesa-, aquí está mi casa, mis cosas y los lazos que he tendido. Los vascos son estupendos y no sé si podría marcharme».
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