Tenía 31 años y dos hijos cuando su marido la abandonó. «A sus ojos, yo era vieja, así que se largó con una chica más joven», resume Marina. Y, aunque no le resta importancia al abandono de su antiguo marido, lo enmarca en un contexto más amplio. «La vida allí es diferente. Hay más machismo en la sociedad ecuatoriana y no es raro que pasen esas cosas», asegura con amargura. «Como muchas otras mujeres, de un momento para otro me encontré en esa situación sin poder pedir explicaciones», confiesa.
Por aquel entonces, Marina Vidal regentaba una pequeña tienda. Aunque era auxiliar de enfermería, se ganaba la vida como comerciante; y no le iba nada mal, pero necesitaba un cambio. «Empecé a pensar en el futuro, en mis hijos y en mí misma. Quería salir adelante, progresar y la idea de emigrar se fue haciendo cada vez más fuerte», relata. En aquel momento tenía una amiga que vivía en Madrid y me animaba para que me decidiera a venir. Me decía que en España se vivía muy bien, que la gente ganaba más de cuatro mil dólares al mes y que en un par de meses cubriría el coste del pasaje. Yo le creí. Pero me engañó», lamenta.
Marina pagó un millón de pesetas por un billete de avión que, por supuesto, gestionó y compró su amiga. Y, como aval, hipotecó su casa. «Puse a su nombre las escrituras. Si no le devolvía el dinero, se quedaba con la propiedad. Ese era el trato», señala. Firmar un acuerdo tan desventajoso no fue el único contratiempo, sino el primero. Los demás aparecieron al llegar.
«Llegué a Madrid y fui a la casa de mi amiga. Lo primero que hizo fue cobrarme veinte mil pesetas por alojarme y otras cinco mil para la comida. Después me dio un pase del metro y un callejero, para que me empezara a mover sola, buscara trabajo y conociera la ciudad. Eso fue duro pero, además, me encontré con algo que no esperaba: ¡En esa casa vivían más de veinte personas!», describe todavía hoy asombrada. Con el mapa que le habían dado, salió a recorrer Madrid. Se perdió. «Fue un momento horrible. Descubrí que estaba muy lejos del lugar donde vivía, que el pase del metro ya no tenía saldo y que no podría llegar caminando», rememora. «Esa tarde me senté en una parada de autobús y me puse a llorar. No sabía qué hacer. Me sentía tan sola...»
Pero no todo fue un fiasco. Poco después de llegar a Madrid, Marina conoció a una mujer venezolana, hija de gallegos, que le ofreció trabajo en una asociación de jubilados de A Coruña. «Obviamente, acepté. Estaba allí de lunes a viernes, luego empecé como acompañante de una señora mayor y poco después conseguí trabajo lavando platos en un bar los fines de semana. En ese momento, vi el cielo abierto. Pude tramitar mi permiso de residencia y saldar la deuda del billete. Los cinco años que viví en Galicia fueron muy positivos», recuerda agradecida.
Una abuela joven y feliz
Conoció el País Vasco por casualidad. «Trabajaba como empleada doméstica para una señora que me apreciaba mucho y me llevaba a todas partes. Una vez, la invitaron a una boda en Bilbao y me trajo para que la ayudara con sus cosas. El día de la fiesta, salí con una amiga. Fuimos a bailar y, esa noche, conocí a alguien», cuenta con una sonrisa. Aunque Marina regresó a Galicia, siguió hablando por teléfono con el hombre que, finalmente, se casaría con ella. «La relación continuó un par de años, y viajábamos para vernos. Cuando decidimos vivir juntos, entendí que era más fácil que yo viniera para aquí. Así empecé a vivir en Euskadi, hace ya siete años».
En Basauri, donde reside y se encuentra «muy a gusto», Marina se dedica a cuidar personas mayores, disfruta de su trabajo y se siente «integrada en la sociedad». Su hija vive con ella y su hijo, que está en Ecuador, tiene un niño pequeño. «Sí, soy abuela», confiesa y regala una sonrisa jovial. «Nunca hay que perder la alegría», opina rotunda. «Siempre veo el lado positivo de las cosas, y me siento muy agradecida, incluso con aquella amiga de Madrid. Si no fuera por ella, no habría venido, y yo pienso que he ganado mucho», recuerda sin rencor. «Aquí me siento valorada como mujer y como persona».
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