31.1.09

Nace la primera asesoría dirigida por y para inmigrantes de Euskadi

H4B Consultores, la primera asesoría de Euskadi dirigida por y para inmigrantes, ha iniciado su andadura en Bilbao. Esta propuesta, de carácter privado, va «un paso más allá» de los servicios actuales, pues se orienta a extranjeros que poco a poco se establecen como ciudadanos plenos y requieren atención como tales, más allá de su origen.
Desde que existe la Ley de Extranjería, hablar de papeleo y abogados es algo habitual. Tanto es así que ya no le sorprende a nadie que los extranjeros acudan a una consulta legal en algún punto del proceso migratorio. No obstante, a medida que aumenta la integración y se logra cierta estabilidad, la búsqueda de consejo profesional va más allá de 'los papeles'. Los ciudadanos de otros países, al igual que los nacidos aquí, requieren servicios de asesoramiento legal y económico que no siempre encuentran con facilidad.

«En los últimos años, la inmigración ha aumentado cuantitativa y cualitativamente. No sólo hay cada vez más personas extranjeras residiendo en Vizcaya, también ha mejorado su posición laboral, su nivel adquisitivo, y han logrado una integración normalizada con el resto de la sociedad», explica José Zarautz, uno de los abogados de H4B. Esa 'segunda etapa' migratoria, que consiste en establecerse como ciudadanos plenos, es la que está más desatendida.

«En la actualidad existen muchos organismos públicos de asesoría legal para inmigrantes, pero todos están enfocados a resolver los problemas iniciales, como el permiso de residencia, la homologación de títulos, la tramitación de la ciudadanía o la reagrupación familiar», expone Zarautz. El asunto es que, una vez resueltas estas necesidades inminentes, surgen otras que «no derivan de la condición de extranjero, sino de la condición de ciudadano». De este modo, aunque el grupo ofrecerá servicios específicos de extranjería, su abanico de consulta será más amplio.

Cuestiones como la vivienda, los problemas familiares, los divorcios y la custodia de los menores, «que nos afectan a todos por igual», o la asesoría laboral para empleadores, trabajadores y empresarios también forman parte de ese abanico, que se completa con la elaboración de planes de negocio, contabilidad y consejos fiscales para los extranjeros que trabajen por cuenta propia o quieran establecer un negocio en el País Vasco.

Lo interesante de la propuesta, además de aunar lo económico y lo legal, es que el grupo de trabajo está formado por abogados y economistas de diversas procedencias; desde Euskadi y Rumanía hasta Colombia y el Magreb. «Somos un equipo de carácter multicultural -dice Zarautz, que es bilbaíno- y, en cierto modo, experimental. La verdad es que, al compartir el espacio de trabajo y tener que resolver las controversias cotidianas, aprendemos mucho de la cultura de cada uno».

Para entenderse mejor
Ahora bien, si la idea es brindar un asesoramiento más completo a los extranjeros, la pregunta es por qué han decidido armar un grupo de profesionales tan diverso. Es decir, ¿qué ventaja tiene que la mayor parte de los abogados y economistas sean también inmigrantes? Para José Zarautz, hay dos razones de peso. La primera, desde el punto de vista práctico, que pueden resolver unas cuantas situaciones de un modo más sencillo y rápido. «Los abogados que han ejercido en sus países de origen conocen mejor que cualquiera cómo son las leyes y los procesos en otras partes del mundo. Si cualquier profesional de aquí tuviera que enfrentarse a textos legales escritos en árabe, por ejemplo, tendría que contratar a un traductor y, aun así, no sabría por dónde empezar», reconoce.

La segunda razón, y quizá la más importante, es que las personas puedan sentirse cómodas y comprendidas. «Llegar a una asesoría y que te hablen en tu propio idioma es fundamental, pues te permite un mejor entendimiento. Es más, incluso con la gente de América Latina, que habla la misma lengua, existen matices culturales que a uno se le escapan y que pueden representar una barrera. Eso es lo que queremos evitar».

27.1.09

Logísticas

No les voy a mentir. Buena parte de lo que van a leer a continuación se gestó entre puertas de embarque, terminales de espera y aviones. Así que, si bien redacto esto en España, adonde acabo de llegar desde Uruguay, lo cierto es que la base del texto nació un poco a caballo entre una mesa de bar del aeropuerto de San Pablo y el asiento 27F del avión que me trajo hasta Madrid. Como cualquiera que cruza el mundo en pocas horas, aún sigo con la cabeza a dos aguas y eso hace que sólo pueda contar primeras impresiones; sensaciones de quien ve un nuevo entorno con los ojos descolocados (llenos de sur, por ejemplo, y de retazos montevideanos), o de alguien que mira de reojo las portadas de los diarios en los quioscos y lee a lo lejos problemas.

El caso es que todavía llevo puestos los paisajes y sonidos uruguayos en los ojos, los oídos y la piel, y que eso me impide saber si el semblante serio y la expresión gris de otras caras en la ciudad se deben a que hace un frío tremendo, a la preocupación por la crisis económica, a las dos cosas, o a ninguna. Dicho de otro modo, intuyo que no estoy en condiciones de ponerme a analizar nada, pues no tengo herramientas, materia prima ni método. Lo que sí tengo, en cambio, es ganas de compartir un par de reflexiones que, como les decía al principio, nacieron mientras viajaba. Dieciocho horas en tránsito dan mucho para pensar, observar y aburrirse, sobre todo si uno anda solo.

Mientras esperaba en Brasil para embarcar hacia aquí, estuve un buen rato mirando por un ventanal que daba a la pista, donde el paisaje y la actividad poco tenían que ver con el ambiente que había dentro, en la zona de pasajeros. Aquellos que habían conseguido buenas conexiones se entretenían con el free shop y las cafeterías. Los que no (este fue mi caso), optamos por la lectura, la contemplación y hasta dormir alguna siesta en los bancos. Aun así, unos y otros andábamos por allí tranquilos, sin más ocupación que echarle un ojo cada tanto a las pantallas con datos o mirar instintivamente el reloj.

Afuera, en cambio, la actividad se antojaba frenética, con carritos, autos y ómnibus yendo y viniendo a toda velocidad. De algún modo, mirar eso hacía pensar que la vida en la pista iba a cámara rápida o que, por el contrario, a los pasajeros nos habían dejado en pausa. Allí, entre los aviones, se podía ver muchas de las cosas que son necesarias para que el aeropuerto funcione, para que uno embarque a tiempo, pueda comer durante el vuelo, llegue a destino sin sobresaltos y encuentre al final su valija. Era una muestra muy nítida de la logística aeroportuaria en acción y, quizá por esa claridad, pensé en otra enseguida; una que yo llamo 'logística del cariño' y que los emigrantes sólo podemos ejercer una vez cada tanto, cuando tenemos la oportunidad de volver a casa.

El resto del tiempo, queremos de lejos. No es que queramos menos, sino que sólo contamos con palabras para expresar la sensibilidad. Podemos mandarle dinero a la familia o enviar un surtido del mes, pero no podemos, por ejemplo, ayudar a cargar las bolsas. Tampoco estamos para cocinar o agasajar con un elogio al cocinero. Podemos preguntar cómo va todo, enviar tarjetas de ánimo o llamar con buenos deseos. Sin embargo, algo tan simple como ayudar a los nuestros o decir "dejá, que yo lo hago" es un lujo que tenemos vedado, que vemos desde el otro lado del cristal, el océano o el mundo. Esa logística del cariño, que consiste en hacerle la vida más fácil a quienes queremos sin que siempre se den cuenta de la maniobra, requiere cercanía y proximidad real. Y al final, no deja de ser cierto que las computadoras nos comunican y emulan la cotidianeidad, pero no besan ni abrazan.

24.1.09

"La curiosidad por la cultura vasca nos trajo hasta aquí"

Zelmar Echegoyen y Deysi Rodríguez son una pareja de uruguayos con antepasados vascos que decidieron saber más sobre el origen de sus familias. Buscaron esas raíces en una casa vasca de Montevideo sin imaginar que aquel paso acabaría transformándose en un viaje a Euskadi, donde viven desde hace un lustro y han echado las propias.

Teodoro Echegoyen, el bisabuelo de Zelmar, era vasco. Emigró de Euskadi a Uruguay a finales del siglo XIX, donde se casó y tuvo un hijo. Tres meses después, el hombre falleció y, con el tiempo, su viuda volvió a contraer nupcias. «El segundo marido de mi bisabuela era un andaluz muy celoso que, un día, quemó todo lo que ella conservaba de su matrimonio anterior», cuenta Zelmar. Lo único que se salvó fue el DNI de Teodoro y algunos relatos. «Mi abuelo creció con ese vacío, por eso siempre me contaba las historias de su padre».

Ya de adulto, y movido por esa relación especial con su abuelo, Zelmar se acercó a una de las tres casas vascas que funcionan en Montevideo y averiguó que había cursos de euskera. «Sentía curiosidad y quería saber más -dice-, así que me apunté a las clases y se lo comenté a Deysi, que entonces ya era mi novia».

Ella se interesó enseguida porque también tiene ascendencia vasca y porque siempre le gustaron los idiomas. «Empezamos juntos el curso que, además de las lecciones básicas de euskera, ofrecía clases de Historia, Geografía y cultura general. Eramos estudiantes universitarios, pero íbamos dos veces por semana y nos sentíamos muy bien allí», explica Deysi.

A principio ninguno de los dos contemplaba la idea de marcharse de Uruguay. Zelmar compaginaba su carrera de Ingeniería con un trabajo en Recursos Humanos de la facultad, y Deysi estaba a punto de terminar su licenciatura en Relaciones Internacionales. No obstante, y tras la crisis de Argentina, el Gobierno vasco lanzó un programa de becas para jóvenes latinoamericanos con origen euskaldun. «Ofrecían la posibilidad de venir a estudiar aquí durante dos años para formarnos en distintas áreas que fueran de interés en Euskadi. Ambos nos apuntamos», dicen.

Deysi fue la primera en obtener la beca. «Yo ya había terminado mi carrera, pero a Zelmar le quedaban algunas materias. Venirse en ese momento hubiera sido más perjudicial que beneficioso», señala ella, que viajó sola para aquí en 2003. «Ese año fue difícil para ambos. Éramos novios desde los 19 años y nunca habíamos estado mucho tiempo separados», agrega.
Determinación
Zelmar vino a visitarla en Navidad, y la visita se transformó en una boda. «Nos casamos en un impulso romántico y de juventud», resume Deysi. «Los nueve meses siguientes fueron muy duros. Ella se quedó estudiando Comercio Internacional aquí y yo me puse las pilas para acabar la carrera en tiempo récord. En la siguiente convocatoria, volví a presentarme y entonces sí, me la concedieron», añade él.

Una vez aquí, Zelmar empezó un curso de automatización industrial y se apuntó a un doctorado en Robótica en la UPV. «El ritmo era muy exigente, pero me pareció una gran oportunidad para seguir formándome», dice. Al acabar los estudios, Deysi consiguió trabajo en Elorrio, donde continúa como responsable de exportación. Y Zelmar, que aún está elaborando su tesis, empezó a trabajar en una empresa de Eibar que se dedica a la robótica y la automatización. «Estamos muy contentos. Nos hemos adaptado muy bien a las costumbres de Euskadi y hemos seguido estudiando. Aquí pudimos ver de primera mano todas las cosas que aprendimos en Montevideo», comenta Deysi.

16.1.09

"Vine a Euskadi por tres meses, pero ya han pasado 26 años"

Nadie sabe si el destino está escrito, pero la historia de Baby Ricafranca hace pensar que es posible. Desde que vivía en Filipinas, algo la empujaba hacia Euskadi. Primero fue un trabajo en casa de un pelotari. Luego, un puesto de cocinera en un restaurante vasco de Manila. Después, su viaje a Eibar, donde conoció a un hombre que, con los años, se convirtió en su marido.

La entrevista tiene por testigos un par de cafés humeantes y una tarta de queso casera. Baby la ha preparado en su cocina de Eibar con la misma dedicación que pone en los platos típicos del restaurante Gurbil, donde trabaja desde hace una década. Alrededor de la mesa hay familia y amigos; personas que ya conocen su historia, pero que disfrutan escuchándola otra vez.

El inicio del relato se remonta a los años 80 en Manila, la capital de Filipinas, su país. Allí era comadrona titulada y trabajaba en un hospital, una labor que compaginaba con el cuidado de los hijos de un pelotari que se había afincado en la ciudad. Por aquel entonces, llevaba cinco años saliendo con un chico filipino al que conocía de toda la vida. Las piezas encajaban a la perfección, pero todo cambió de repente. Por un lado, su relación se fue a pique; por otro, la familia del pelotari decidió regresar al País Vasco. «Me ofrecieron venir con ellos para seguir cuidando a los niños y yo, al principio, dudé», recuerda Baby.

Al final, decidió probar por unos meses, pensando que la distancia y el cambio de aires le vendrían bien. Lo que no imaginó fue que el viaje marcaría un antes y un después en su vida. «Vine a Euskadi por tres meses, pero ya han pasado 26 años. Sin darme cuenta, me fui quedando más y más. Estuve 12 años seguidos sin volver a Filipinas».
De esa primera década, Baby recuerda lo duro que fue al principio. «Aquí no había extranjeros, no tenía amigos y, como no entendía el idioma, apenas salía. Me frustraba ir a la panadería, por ejemplo, y no saber cómo pedir un bollo, o pagar enseñando el dinero que llevaba, para que la dependienta lo cogiera de mi mano». Sin embargo, consiguió revertir la situación: «Aprendí castellano viendo 'Barrio Sésamo' con los niños», desvela.

A Xavi, su marido, lo conoció mucho después. «Él había viajado por su cuenta a Filipinas y quería aprender tagalo. Nos presentó el señor que me vendía los sellos para mandar las cartas a casa». En el primer encuentro, ella desconfió. «Es muy gracioso -dice ahora-. Entonces tenía barba y a mí me dio la impresión de que era un drogadicto. Pobrecillo, si es el hombre más sano del mundo».

«¿Novios? Sólo amigos»
También fue él quien hizo posible su varias veces postergado regreso a Filipinas. «Yo tenía miedo de volar sola, y él se ofreció a acompañarme. Era un viaje de vacaciones, pero al mes yo conseguí trabajo como cocinera en un restaurante vasco y terminamos viviendo juntos allí tres años». Todo el mundo daba por hecho que eran novios, pero, como dice ella misma, nunca lo fueron. «Pasamos de ser amigos a casarnos, sin etapas intermedias». «Hasta su familia creía que éramos pareja. Y su padre, que entonces tenía 72 años, se sacó el primer pasaporte de su vida para viajar a Filipinas y ver con sus propios ojos en qué condiciones estábamos. La verdad es que compartíamos piso, pero cada uno tenía su habitación y sólo éramos amigos».
Xavi regresó a Euskadi y ella se quedó allí un tiempo. La declaración de amor -que, al final, sí la hubo- fue por teléfono. «Ven a casarte conmigo», dijo él. Desde entonces, viven juntos en Eibar. «Al comienzo, él no quería que yo trabajara -relata Baby-, pero no sé estarme quieta. Me presenté a un puesto en la cocina del Gurbil y allí sigo». También se apuntó al euskaltegi y, hace cinco años, adoptaron a un niño filipino. «Somos una familia multicultural y tenemos amigos de todas partes que suelen venir por casa. Soy muy afortunada».

12.1.09

Tropiezos necesarios

Dos por tres comento por ahí que cuando uno se va de su país acaba conociéndolo de una manera distinta. Para bien o para mal, al mirarlo desde otro lado aparecen contextos nuevos y cambia la perspectiva. Pero, además de esta cuestión (que bien podría ocupar una columna entera), mudarse de lugar en el mundo hace que uno aprenda historia nacional y geografía, que se empape de cocina y que empiece a conceptualizar la cultura, lo sabido y lo obvio para poder explicárselo a los demás. Todas esas cosas tan habituales y nuestras, tan básicas como un termo y un mate, resultan extrañas en otras tierras y siembran curiosidad. Y definirlas no siempre es sencillo.

Lo cotidiano, precisamente por serlo, no requiere muchas teorías. Uno toma mate y punto; no piensa en el recipiente, el contenido, el origen y la costumbre de sacar a pasear todo el kit. Es así. Lo mismo pasa con otras costumbres y rasgos sociales que se instalan en la obviedad hasta que uno se enfrenta a la tarea de aprehenderlos, dibujarlos con palabras y enseñárselos a otros. En ese momento, la cosa se complica y la única manera de zafar es investigar un poco en las raíces. Por eso, todo aquello que en la adolescencia podía parecernos un bodrio (o era pasto de trencito en el liceo) adquiere de pronto una importancia renovada, un significado distinto que uno busca y necesita conocer.
Emigrar es como irse a recuperación de casi todas las materias, en sentido figurado y en sentido literal, porque uno se va y, sin darse cuenta, recupera, rescata, redescubre su identidad, su manera de entenderse con el mundo. No obstante, por mucho que se analice y se estudie, por mucho que se hojee el mataburros en busca de palabras precisas, hay un algo inexplicable de Uruguay que no puede encorsetarse con letritas. Lo he vuelto a comprobar en estos días, que todavía me ven pasar de ojotas por Montevideo y la Costa de Oro mientras España tirita de frío bajo unas gruesas capas de nieve.
Hay cosas que no pueden explicarse, ni siquiera con las mejores fotos. El olor del almacén del barrio, de fiambre y galletitas. La sensación de esquivar aguavivas moribundas en la arena. El sonido ambiente de una feria cualquiera. El crepitar de la leña ante la perspectiva del asado, el perfume de la carne y el sabor de las achuras. La maravilla de mirar al cielo y encontrar la cruz del sur, como si siempre hubiera estado ahí y no hubiera otro cielo posible.
Los cascarudos. El té de marcela. La dinámica remolona de 18 de Julio en enero. Las tormentas eléctricas que rajan en dos el firmamento. Los apagones que regalan noches a farol de mantilla. El paseo por la rambla y la rambla en sí. Los inciensos de verano. Los niños que todavía juegan en la calle sin cables, pantallas ni joystick. Las chicharras. El medio tanque. Los grillos. La fragancia de la tierra mojada. Ese todo indefinible que se teje en cada calle, cada esquina, cada espacio de Uruguay. Lo que nos hace ser quienes somos y no una cosa distinta. Eso que algunos tienen a bien llamar alma.
Y sí, quizá uno pueda buscar palabras para contar estas sensaciones, pero no creo que sea posible capturar la sensación en sí; meterla en un frasquito para destapar cada tanto. Tal vez sea que esa cosa inexplicable que se teje nos enreda en cada paso, que cuando uno camina por las calles de su infancia se tropieza con lo que fue, lo que no fue y lo que pudo haber sido. Que cada baldosa, cada rostro, cada brisa contiene algo que nos hace, nos refleja, nos lleva.
Quizá es que uno camina y se tropieza con los afectos, los recuerdos más lejanos, los proyectos, lo vivido. Uno se entrevera con el entorno, con paso torpe a veces, otras veces decidido. Vuelve al redil de los abrazos y así, entre tanto deambular y tropiezo necesario, se encuentra con uno mismo. Para contar eso, no hay palabra ni pixel que valga.

9.1.09

"Analizo el altruismo social con fórmulas matemáticas"

Lleva cuatro meses en Vizcaya, donde se trasladó por dos razones: la vida académica y las olas. Tenía mejores ofertas de trabajo en otros lugares, pero estos factores fueron determinantes, porque, aunque nació en un país sin costa, este matemático checo es amante del surf y disfruta desarrollando fórmulas en su despacho o en la playa. A sus 30 años, Jaromir da clase en la universidad y observa la cultura vasca.

Conversar con Jaromir Kovarik equivale a romper varios prejuicios. Para empezar, el arquetipo del matemático y del doctor en Economía que, en su caso, huye de las corbatas y el formalismo para llenarse de arena y mar. Lo suyo son los números y el surf, dos intereses que combina sin problemas en la Universidad del País Vasco y en la costa vizcaína. Esta amalgama tan precisa de intereses fue el motivo que le trajo hasta Bilbao.
«Mi profesión no tiene fronteras, así que puedo ir donde me apetezca -dice-. Antes de elegir Euskadi, tuve varias ofertas laborales en distintas partes del mundo, y en algunas, como era el caso de Chile, pagaban mucho mejor. Pero Santiago, la capital, queda a cien kilómetros de la playa y aquí tengo Mundaka más cerca. Digamos que la mejor oferta académica y personal fue Bilbao».
La cultura vasca y el idioma también pesaron en su decisión. «Ya había estado un tiempo en Galicia y me gustó mucho el norte de España. Lo sentí más parecido a mi país. Además, me pareció interesante el euskera», apunta este profesor, que domina a la perfección seis lenguas. Tras vivir siete años en otras comunidades del país, Jaromir explica que los vascos son más parecidos a los checos a la hora de relacionarse. «En Alicante, conoces a alguien y la segunda vez que te lo encuentras ya te abraza y te besa como si fueras su mejor amigo. Eso no me gusta, porque me parece falso e hipócrita. Aquí, en cambio, las personas van más despacio, las cosas se mantienen en su sitio y yo me siento más cómodo».
¿Es verdad entonces que los checos son más fríos? Según Jaromir, depende. «No solemos abrazar a los amigos ni estarles encima, aunque con la familia, por ejemplo, el contacto es más cercano. La gente se sorprende cuando digo que a mis hermanos y mis padres les doy un beso en la boca, pero así es. Por otro lado, me ha llamado la atención que las parejas vascas se abrazan poco. He ido a alguna reunión y ni siquiera me he dado cuenta de que había novios».
«Pintxos increíbles»
La burocracia de España es otra diferencia que llama su atención. «Para hacer algo aquí, se discute dos días y si vas a una oficina siempre te falta un papel. Sin embargo, al viajar uno aprende mucho y todos los sitios tienen sus cosas buenas. Los pintxos son increíbles», indica Jaromir.
La idea de que las matemáticas son sólo cosa de números también se resquebraja en medio de la charla. «Las ecuaciones tienen aplicación en las Ciencias Sociales, el campo que más me interesa», asegura. Y, para demostrarlo, abre un archivo de su ordenador. En la pantalla se ve una red de puntos interconectados que, al principio, intimida. No obstante, y como buen docente, ofrece una explicación muy sencilla: «Los puntos representan personas y lo que se ve aquí es una red social. Yo quería estudiar las preferencias de los individuos y, con este experimento, vi que las personas más solidarias no sólo son las que tienen más amistades, sino que fortalecen y vinculan los grupos. Quienes pasan de todo son más periféricos y, por tanto, menos importantes para la cohesión».
Como dice Jaromir, «esto resulta muy lógico y cualquiera puede suponer que es así. Lo interesante es que que analizo el altruismo social con fórmulas matemáticas y que el comportamiento se puede demostrar con números». Menos exacta es, en cambio, su previsión de afincarse definitivamente en Euskadi. «Todavía estoy conociendo la cultura local. De momento, me gusta mucho y me quedaré aquí mientras sea posible. Los checos somos muy viajeros pero, según dicen, volvemos a nuestra tierra».

5.1.09

Conductores suicidas

Hace una semana y media que estoy en Uruguay. Lo digo desde el vamos, casi con tono de confidencia o secreto, para que al leer estas palabras nadie crea que he perdido el norte. Tan sólo lo he dejado en pausa durante un mes, hasta que vuelva al invierno de España. La cuestión es que estoy de este lado del Atlántico y que llevo unos cuantos días preguntándome cómo encarar esta columna. Es decir, ¿qué voy a contarles yo que ustedes ya no sepan? No tengo Internet donde estoy y tampoco he mirado mucha tele, así que, con toda seguridad, cualquiera que me esté leyendo ahora estará más informado que yo. Digamos que esta es mi versión del periodismo "unplugged", que suena mejor que decir irresponsable o alegre.

Como muchos otros uruguayos que coincidieron conmigo en el avión, o que llegaron antes o después que yo, he venido al país de vacaciones en busca de un empacho de añoranzas. Quería abrazos y paisajes y costumbres, un chorizo de carrito callejero, un paseo por las ferias de artesanos, comer pan dulce de ojotas en diciembre y llamar a las cosas por su nombre. En verdad, además del descanso laboral, venía con la idea de no ser extranjera por un rato; eso de hablar sin traducirme y que me entiendan; cambiar cojones por vejigas si me tocaba insultar. Sin embargo (ya saben que siempre hay un pero) he descubierto que la noción de pertenencia tiene unos cuantos dobleces.

Es fácil experimentar sentimientos paradójicos en un país que tiene un Cerro Chato, un arroyo Seco y un Penal de Libertad. Es más, el fenómeno migratorio en sí es una gran paradoja porque, con el paso de los años, llega un momento en que cuando uno se va está volviendo y cuando vuelve se está yendo. Lo que intento decir es que es perfectamente posible sentirse en casa y, a la vez, sapo de otro pozo. Quizá les parezca un poco raro, pero donde más he notado esa brecha es en el modo de manejar. Desde que llegué al paisito he visto y oído todo tipo de barbaridades al volante. La primera, cuando salía del aeropuerto, en la rotonda que une Avenida de las Américas con la Ruta Interbalnearia, cuando un taxista se me cruzó por delante como venía y casi me agarra de lleno (muchas gracias, señor del taxi, por darme ese bautismo de advertencia y no dejarme como estampita de comunión).

Al principio pensé que era un hecho aislado (24 de diciembre, mediodía, "la gente anda como loca" y etcéteras varios), pero resulta que no lo fue. Uno sale a manejar y, ya que está, se va jugando la vida en el camino. Total, es gratis. Aunque eso no es lo peor. Lo grave (y también triste) es que más de uno se crea vivo por andar buscándose la muerte en cada esquina o piense que meter un cambio es ayudar a que los demás vean crecer las margaritas desde abajo. No sé si ya era así hace unos años y yo me olvidé o si se fue deteriorando con el tiempo, pero, al menos en lo que tiene que ver con el tránsito, en Uruguay sigue existiendo la cultura de la irresponsabilidad.

Tanto es así que ponerse el cinturón, parar en un cruce de peatones, respetar un semáforo o ceder el paso son sinónimos de estupidez, de ingenuidad adquirida por contraposición al salvajismo crónico. No me estoy inventando nada: más de un peatón me ha mirado raro por parar el auto cuando tenía que hacerlo y más de un conductor me ha instado a apurar la marcha cuando ya iba al máximo de velocidad permitida. También he aprendido en estos días unas cuantas maneras de dar cero en un control de alcoholemia aunque te hayas tomado hasta el agua de los floreros y he oído a alguno jactarse de haber perdido el carné por ir manejando borracho. Qué bien. Creo que, entre todas las cosas, lo que más me preocupa es eso: que sea una gracia o esté bien visto andar jugando a los dados con la vida propia y la ajena; que cuidarse y cuidar al resto se interprete como algo rancio. No lo entiendo. Hasta donde yo recuerdo, los autitos chocadores estaban en el Parque Rodó. Digo, del lado de adentro.

2.1.09

"La inmigración es como un niño de diez años; aún debe madurar"

Nacieron en Colombia, pero se conocieron hace un año en Vizcaya. Desde entonces, Liliana Villalobos y Ángela Ospina son amigas. Y socias. Aunque ambas tenían trabajo en Euskadi, decidieron apostar por su sueño y, tras mucho empeño y esfuerzo, este mes abren su propia escuela infantil. «Podíamos seguir como estábamos -dicen-, pero en la vida hay que arriesgar».


A pocos días de materializar su proyecto, Liliana y Ángela están «felices e ilusionadas». No es para menos. Desde que se conocieron y empezaron a idearlo, han pasado muchos meses de trabajo, visitas al banco, cursos, obras y estudios de mercado. A la dificultad habitual que supone empezar algo propio, en su caso se añadió el hecho de ser extranjeras. «Debemos ser las únicas inmigrantes que, en lugar de buscar la seguridad de un contrato, prefieren invertir en un negocio que no sea un bar, una peluquería o un locutorio», intuyen.

De lo que sí tienen certeza, en cambio, es de que no todos creyeron en ellas. «Hicimos el curso de creación de empresas que brinda el Gobierno vasco y, cuando dijimos cuál era nuestra idea, la gente nos preguntaba: '¿Vosotras, que no sabéis euskera, no tenéis avales ni sois de aquí, queréis montar una escuela infantil?' Se nos reían en la cara», recuerdan ahora, mientras ultiman los detalles del local.

Lo comentan como una anécdota más, una de las tantas que han juntado. «Cuando conseguimos el préstamo para comprar la lonja fuimos al Ayuntamiento a solicitar una licencia de obras. Antes de decir nada y al vernos extranjeras, nos remitieron a los servicios sociales», relata Liliana quien, lejos de molestarse por ello, lo entiende como algo normal. «Es lógico -opina-. La inmigración en Euskadi es reciente; es como un niño de diez años que aún debe madurar. Con el tiempo, otros extranjeros iniciarán sus propios proyectos y a las instituciones no les parecerá tan extraño».

Quizá lo más llamativo no es que se hayan lanzado por su cuenta, sino que lo hicieran en el ámbito educativo. «Parecía imposible lograrlo, pero las dos queríamos trabajar con niños». Y, aunque se conocieron aquí en Vizcaya, formaron el tándem perfecto. «Yo soy educadora titulada y tengo mucha experiencia», dice Ángela. A su vez, Liliana está graduada en Empresariales. Nos conocimos a través de una amiga común y enseguida supimos que este proyecto funcionaría».

Por aquel entonces, la educadora trabajaba en el sector de la hostelería y la empresaria era empleada en una conocida firma comercial. Ángela sentía que no estaba desarrollando su carrera y Liliana quería «algo más». Aunque «tenía un contrato indefinido y podría haber seguido así, sin riesgos ni preocupaciones», la aventura de intentar algo nuevo pudo más que la seguridad laboral.


La barrera del aval
Pero querer y poder no son sinónimos y les costó dar los primeros pasos. La traba más importante fue conseguir un aval. «Sin garantías no hay préstamos, y sin préstamos no hay nada que hacer», sintetiza Liliana. «Intentamos por todos los sitios y hablamos con todo el mundo, pero no hubo caso. Al final, y aunque parezca increíble, nos avaló una pareja de colombianos a quienes ayudé hace tiempo con la organización de su boda. Ellos, que están en Torrevieja y pagando recién su segundo año de hipoteca, se animaron».

Para Ángela, que dejó su carrera de maestra cuando vino de Colombia, poner en marcha de la nada una escuela infantil es un sueño hecho realidad. «En mi país, aunque puedes montar una guardería en tu casa, las instituciones te exigen mucho desde el punto de vista pedagógico y educativo. Aplicar esa exigencia aquí, donde además se cuidan las condiciones de habitabilidad, tiene posibilidades infinitas. Me ilusiona trabajar con niños de hasta tres años porque es una edad fundamental para el desarrollo de las habilidades cognitivas y sociales. Me siento muy afortunada», concluye.