No les voy a mentir. Buena parte de lo que van a leer a continuación se gestó entre puertas de embarque, terminales de espera y aviones. Así que, si bien redacto esto en España, adonde acabo de llegar desde Uruguay, lo cierto es que la base del texto nació un poco a caballo entre una mesa de bar del aeropuerto de San Pablo y el asiento 27F del avión que me trajo hasta Madrid. Como cualquiera que cruza el mundo en pocas horas, aún sigo con la cabeza a dos aguas y eso hace que sólo pueda contar primeras impresiones; sensaciones de quien ve un nuevo entorno con los ojos descolocados (llenos de sur, por ejemplo, y de retazos montevideanos), o de alguien que mira de reojo las portadas de los diarios en los quioscos y lee a lo lejos problemas.
El caso es que todavía llevo puestos los paisajes y sonidos uruguayos en los ojos, los oídos y la piel, y que eso me impide saber si el semblante serio y la expresión gris de otras caras en la ciudad se deben a que hace un frío tremendo, a la preocupación por la crisis económica, a las dos cosas, o a ninguna. Dicho de otro modo, intuyo que no estoy en condiciones de ponerme a analizar nada, pues no tengo herramientas, materia prima ni método. Lo que sí tengo, en cambio, es ganas de compartir un par de reflexiones que, como les decía al principio, nacieron mientras viajaba. Dieciocho horas en tránsito dan mucho para pensar, observar y aburrirse, sobre todo si uno anda solo.
Mientras esperaba en Brasil para embarcar hacia aquí, estuve un buen rato mirando por un ventanal que daba a la pista, donde el paisaje y la actividad poco tenían que ver con el ambiente que había dentro, en la zona de pasajeros. Aquellos que habían conseguido buenas conexiones se entretenían con el free shop y las cafeterías. Los que no (este fue mi caso), optamos por la lectura, la contemplación y hasta dormir alguna siesta en los bancos. Aun así, unos y otros andábamos por allí tranquilos, sin más ocupación que echarle un ojo cada tanto a las pantallas con datos o mirar instintivamente el reloj.
Afuera, en cambio, la actividad se antojaba frenética, con carritos, autos y ómnibus yendo y viniendo a toda velocidad. De algún modo, mirar eso hacía pensar que la vida en la pista iba a cámara rápida o que, por el contrario, a los pasajeros nos habían dejado en pausa. Allí, entre los aviones, se podía ver muchas de las cosas que son necesarias para que el aeropuerto funcione, para que uno embarque a tiempo, pueda comer durante el vuelo, llegue a destino sin sobresaltos y encuentre al final su valija. Era una muestra muy nítida de la logística aeroportuaria en acción y, quizá por esa claridad, pensé en otra enseguida; una que yo llamo 'logística del cariño' y que los emigrantes sólo podemos ejercer una vez cada tanto, cuando tenemos la oportunidad de volver a casa.
El resto del tiempo, queremos de lejos. No es que queramos menos, sino que sólo contamos con palabras para expresar la sensibilidad. Podemos mandarle dinero a la familia o enviar un surtido del mes, pero no podemos, por ejemplo, ayudar a cargar las bolsas. Tampoco estamos para cocinar o agasajar con un elogio al cocinero. Podemos preguntar cómo va todo, enviar tarjetas de ánimo o llamar con buenos deseos. Sin embargo, algo tan simple como ayudar a los nuestros o decir "dejá, que yo lo hago" es un lujo que tenemos vedado, que vemos desde el otro lado del cristal, el océano o el mundo. Esa logística del cariño, que consiste en hacerle la vida más fácil a quienes queremos sin que siempre se den cuenta de la maniobra, requiere cercanía y proximidad real. Y al final, no deja de ser cierto que las computadoras nos comunican y emulan la cotidianeidad, pero no besan ni abrazan.
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