Dos por tres comento por ahí que cuando uno se va de su país acaba conociéndolo de una manera distinta. Para bien o para mal, al mirarlo desde otro lado aparecen contextos nuevos y cambia la perspectiva. Pero, además de esta cuestión (que bien podría ocupar una columna entera), mudarse de lugar en el mundo hace que uno aprenda historia nacional y geografía, que se empape de cocina y que empiece a conceptualizar la cultura, lo sabido y lo obvio para poder explicárselo a los demás. Todas esas cosas tan habituales y nuestras, tan básicas como un termo y un mate, resultan extrañas en otras tierras y siembran curiosidad. Y definirlas no siempre es sencillo.
Lo cotidiano, precisamente por serlo, no requiere muchas teorías. Uno toma mate y punto; no piensa en el recipiente, el contenido, el origen y la costumbre de sacar a pasear todo el kit. Es así. Lo mismo pasa con otras costumbres y rasgos sociales que se instalan en la obviedad hasta que uno se enfrenta a la tarea de aprehenderlos, dibujarlos con palabras y enseñárselos a otros. En ese momento, la cosa se complica y la única manera de zafar es investigar un poco en las raíces. Por eso, todo aquello que en la adolescencia podía parecernos un bodrio (o era pasto de trencito en el liceo) adquiere de pronto una importancia renovada, un significado distinto que uno busca y necesita conocer.
Emigrar es como irse a recuperación de casi todas las materias, en sentido figurado y en sentido literal, porque uno se va y, sin darse cuenta, recupera, rescata, redescubre su identidad, su manera de entenderse con el mundo. No obstante, por mucho que se analice y se estudie, por mucho que se hojee el mataburros en busca de palabras precisas, hay un algo inexplicable de Uruguay que no puede encorsetarse con letritas. Lo he vuelto a comprobar en estos días, que todavía me ven pasar de ojotas por Montevideo y la Costa de Oro mientras España tirita de frío bajo unas gruesas capas de nieve.
Hay cosas que no pueden explicarse, ni siquiera con las mejores fotos. El olor del almacén del barrio, de fiambre y galletitas. La sensación de esquivar aguavivas moribundas en la arena. El sonido ambiente de una feria cualquiera. El crepitar de la leña ante la perspectiva del asado, el perfume de la carne y el sabor de las achuras. La maravilla de mirar al cielo y encontrar la cruz del sur, como si siempre hubiera estado ahí y no hubiera otro cielo posible.
Los cascarudos. El té de marcela. La dinámica remolona de 18 de Julio en enero. Las tormentas eléctricas que rajan en dos el firmamento. Los apagones que regalan noches a farol de mantilla. El paseo por la rambla y la rambla en sí. Los inciensos de verano. Los niños que todavía juegan en la calle sin cables, pantallas ni joystick. Las chicharras. El medio tanque. Los grillos. La fragancia de la tierra mojada. Ese todo indefinible que se teje en cada calle, cada esquina, cada espacio de Uruguay. Lo que nos hace ser quienes somos y no una cosa distinta. Eso que algunos tienen a bien llamar alma.
Y sí, quizá uno pueda buscar palabras para contar estas sensaciones, pero no creo que sea posible capturar la sensación en sí; meterla en un frasquito para destapar cada tanto. Tal vez sea que esa cosa inexplicable que se teje nos enreda en cada paso, que cuando uno camina por las calles de su infancia se tropieza con lo que fue, lo que no fue y lo que pudo haber sido. Que cada baldosa, cada rostro, cada brisa contiene algo que nos hace, nos refleja, nos lleva.
Quizá es que uno camina y se tropieza con los afectos, los recuerdos más lejanos, los proyectos, lo vivido. Uno se entrevera con el entorno, con paso torpe a veces, otras veces decidido. Vuelve al redil de los abrazos y así, entre tanto deambular y tropiezo necesario, se encuentra con uno mismo. Para contar eso, no hay palabra ni pixel que valga.
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