Hace una semana y media que estoy en Uruguay. Lo digo desde el vamos, casi con tono de confidencia o secreto, para que al leer estas palabras nadie crea que he perdido el norte. Tan sólo lo he dejado en pausa durante un mes, hasta que vuelva al invierno de España. La cuestión es que estoy de este lado del Atlántico y que llevo unos cuantos días preguntándome cómo encarar esta columna. Es decir, ¿qué voy a contarles yo que ustedes ya no sepan? No tengo Internet donde estoy y tampoco he mirado mucha tele, así que, con toda seguridad, cualquiera que me esté leyendo ahora estará más informado que yo. Digamos que esta es mi versión del periodismo "unplugged", que suena mejor que decir irresponsable o alegre.
Como muchos otros uruguayos que coincidieron conmigo en el avión, o que llegaron antes o después que yo, he venido al país de vacaciones en busca de un empacho de añoranzas. Quería abrazos y paisajes y costumbres, un chorizo de carrito callejero, un paseo por las ferias de artesanos, comer pan dulce de ojotas en diciembre y llamar a las cosas por su nombre. En verdad, además del descanso laboral, venía con la idea de no ser extranjera por un rato; eso de hablar sin traducirme y que me entiendan; cambiar cojones por vejigas si me tocaba insultar. Sin embargo (ya saben que siempre hay un pero) he descubierto que la noción de pertenencia tiene unos cuantos dobleces.
Es fácil experimentar sentimientos paradójicos en un país que tiene un Cerro Chato, un arroyo Seco y un Penal de Libertad. Es más, el fenómeno migratorio en sí es una gran paradoja porque, con el paso de los años, llega un momento en que cuando uno se va está volviendo y cuando vuelve se está yendo. Lo que intento decir es que es perfectamente posible sentirse en casa y, a la vez, sapo de otro pozo. Quizá les parezca un poco raro, pero donde más he notado esa brecha es en el modo de manejar. Desde que llegué al paisito he visto y oído todo tipo de barbaridades al volante. La primera, cuando salía del aeropuerto, en la rotonda que une Avenida de las Américas con la Ruta Interbalnearia, cuando un taxista se me cruzó por delante como venía y casi me agarra de lleno (muchas gracias, señor del taxi, por darme ese bautismo de advertencia y no dejarme como estampita de comunión).
Al principio pensé que era un hecho aislado (24 de diciembre, mediodía, "la gente anda como loca" y etcéteras varios), pero resulta que no lo fue. Uno sale a manejar y, ya que está, se va jugando la vida en el camino. Total, es gratis. Aunque eso no es lo peor. Lo grave (y también triste) es que más de uno se crea vivo por andar buscándose la muerte en cada esquina o piense que meter un cambio es ayudar a que los demás vean crecer las margaritas desde abajo. No sé si ya era así hace unos años y yo me olvidé o si se fue deteriorando con el tiempo, pero, al menos en lo que tiene que ver con el tránsito, en Uruguay sigue existiendo la cultura de la irresponsabilidad.
Tanto es así que ponerse el cinturón, parar en un cruce de peatones, respetar un semáforo o ceder el paso son sinónimos de estupidez, de ingenuidad adquirida por contraposición al salvajismo crónico. No me estoy inventando nada: más de un peatón me ha mirado raro por parar el auto cuando tenía que hacerlo y más de un conductor me ha instado a apurar la marcha cuando ya iba al máximo de velocidad permitida. También he aprendido en estos días unas cuantas maneras de dar cero en un control de alcoholemia aunque te hayas tomado hasta el agua de los floreros y he oído a alguno jactarse de haber perdido el carné por ir manejando borracho. Qué bien. Creo que, entre todas las cosas, lo que más me preocupa es eso: que sea una gracia o esté bien visto andar jugando a los dados con la vida propia y la ajena; que cuidarse y cuidar al resto se interprete como algo rancio. No lo entiendo. Hasta donde yo recuerdo, los autitos chocadores estaban en el Parque Rodó. Digo, del lado de adentro.
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