Franck Kankolongo es un joven que saluda con la formalidad de un caballero de antaño. Llega puntual a la cita y se presenta estrechando la mano. Ese mínimo contacto dice mucho sobre él, su educación y su vida, pues hay cierta aspereza en los dedos. «Estas son manos de artista que trabajan con el hierro y sueldan metal», dice a modo de disculpa, con una mueca algo triste. Y es que Franck supo desde pequeño que lo suyo era hacer música. «Mi padre era pastor de una iglesia y los instrumentos dormían en casa», recuerda.
El camino que le trajo hasta aquí puede calificarse de muchas maneras, excepto de fácil. Se fue del Congo con trece años directo a París, donde le esperaba su tía. «Me llevó mi padre para que estudiara allí, donde podía tener una mejor calidad de vida y más oportunidades, ya que tenía la ventaja del idioma», explica él, que, además de lingala, habla francés. Sin embargo, tras pasar cuatro años en el país, no logró adaptarse del todo. «No me encontraba muy cómodo con mi tía -dice-. Yo quería independencia y tener mis papeles porque, sin eso, no haces nada».
Acabó viniendo a Euskadi por un primo suyo, que vivía en Navarra y le habló de Bilbao. «La verdad es que empezó como un juego -señala Franck-. Él me decía que aquí sería más fácil regularizar mi situación y yo siempre bromeaba con montarme en un tren que salía de la estación de Montparnasse con destino a Hendaya. Tanto insistimos con eso que, un día, me animé a dar el paso, compré el billete y le dije 'allá voy'».
Su primo lo recogió en la estación y lo llevó a su casa, en Pamplona. Pero, una vez allí, Franck percibió que no todo eran risas. «Estaba contento de que yo hubiera venido, pero al mismo tiempo no quería asumir la responsabilidad de tenerme a su cargo. Yo aún era menor de edad, no tenía papeles, no hablaba castellano y mi primo no quería problemas. Así que me vine a Vizcaya».
Franck vivió un año en un centro de menores de Loiu y al cumplir los 18 se trasladó a un piso tutelado. En ese periodo, hizo un curso de soldador, tramitó sus papeles y consiguió trabajo. Lo primero que hizo fue alquilar una habitación. «No me gustaba soldar hierro y sigue sin gustarme -confiesa-, pero si uno quiere conseguir sus sueños, se lo tiene que currar. Me apasiona la música y quiero dedicarme a ello de manera profesional. El problema es que si aquí dices que te interesa ser músico, la gente cree que eres un vago».
Seguir adelante
Aunque puntualiza que gana poco, Franck ahorra parte del sueldo para comprar instrumentos y equipos de sonido. «Me estoy montando un pequeño estudio y pretendo tener mi discográfica». El mejor momento del día es cuando ensaya o se presenta con distintos grupos, como Calabaza Grande y Baskaf. Hoy, por ejemplo, actuará con Black Percussion, una banda que ha formado con músicos de Camerún y Senegal, y que se estrenará a las 19.00 horas en Arrupe Etxea (c/Padre Lojendio, 2). «El grupo surgió hace poco y sólo somos cuatro miembros, pero ya va cogiendo forma», indica. Para él es importante dar a conocer otra riqueza cultural y la mejor vía es la música.
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