Siempre me ha llamado la atención que aquí, en la comunidad del País Vasco, las instituciones vayan un paso por delante de las personas en eso que los uruguayos llamamos 'ser gente'. Se supone que hay valores que se aprenden en casa o en la escuela; que son nuestros padres o nuestros profesores quienes nos enseñan a funcionar en el mundo pero, cueste creerlo o no, hay gobiernos más sociales que la propia sociedad. Ojo, que digo sociales en lugar de socialistas porque no me estoy refiriendo a la política partidaria, sino al fomento de la convivencia normalizada y a la promoción gubernamental de la solidaridad. El gobierno vasco es un ejemplo de ello.
Desde hace un mes y pico, en casi todas las estaciones de metro, en las paradas de autobuses y en la vía pública, empezaron a aparecer carteles a favor de la inmigración. Se trata de una campaña informativa (y formativa), cuyo objetivo es dar a conocer los muchos beneficios que supone la llegada de extranjeros. El lema es muy claro ("con la inmigración, nuestro país avanza") y los mensajes también son directos, porque huyen del estereotipo negativo y ofrecen datos concretos. Mientras la política europea tiende a blindar las fronteras y la población general entiende que los inmigrantes son un problema, un colectivo que quita más de lo que aporta o que se aprovecha de la generosidad local, esta campaña plantea cuestiones tan llanas como que los extranjeros son imprescindibles desde el punto de vista económico y social.
Lo interesante es que estos carteles, que vienen a romper varios prejuicios y a decir explícitamente lo que no se suele reconocer, no van firmados por ninguna ONG o asociación de inmigrantes (que por aquí hay muchas), sino por el departamento de Asuntos Sociales del gobierno. Lo mismo pasa con los malos tratos hacia las mujeres y con los discapacitados, otras dos áreas en las que los poderes públicos suelen insistir. Hace poquito (de hecho, el miércoles pasado), fue el Día Internacional de las Personas con Discapacidad; y por aquí había varios carteles en pro de una integración plena que señalaban, con frases e ilustraciones, que otra sociedad es posible. Y todavía están.
Más allá de la faceta publicitaria, que por ser la más visible muchos podrían cuestionar como propaganda demagógica, las distintas instituciones locales se preocupan por contrarrestar los verdaderos problemas sociales, como el rechazo, la discriminación y la violencia. Hay planes y proyectos para todo, servicios de atención a los colectivos más vulnerables y campañas que, al margen de los partidos, educan a la gente en civismo. Por eso digo que hay gobiernos más sociales, más humanos, que la sociedad; porque aunque estamos todos grandecitos como para saber que hay que ceder un asiento, que el lugar de nacimiento no lo es todo o que está mal moler a palos a una mujer, seguimos sin darle una mano al ciego que intenta cruzar la calle, tratando mal al extranjero o llevando la violencia machista al terreno de la estadística y contabilidad.
Las campañas siguen siendo necesarias porque seguimos siendo incapaces de ponernos en el lugar de los demás. Déjense pegar, múdense de país o vayan por la calle con los ojos vendados y, paradójicamente, verán. No tenemos ni idea de lo que significa ser 'el distinto', 'el minoría' o 'la víctima', por mucho que digamos lo contrario. El otro día, que salí a hacer una entrevista, terminé sentada con mi entrevistado en un bar de cameruneses. Estaba en pleno Bilbao, cuyas veredas recién empiezan a ver los primeros pasos del mestizaje, pero ahí adentro, en ese bar, todas las personas eran de origen africano. Por decirlo de otro modo, la única blanca era yo. Nadie me trató mal ni me miró torcido por serlo, al contrario. Sin embargo, la experiencia me sirvió para saber lo que se siente ser 'el otro', el diferente, el raro. Debe ser duro estar siempre en el equipo de los menos, oscilando entre la invisibilidad, la indiferencia y el rechazo colectivo, que señala impunemente con el dedo, ¿no?
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