Las autoridades argentinas interceptaron el viernes un cargamento de casi media tonelada de cocaína que iba a ser trasladado hacia España. Tras el operativo, que se realizó en el puerto, fueron detenidos varios traficantes de una banda organizada, entre los que había dos uruguayos. Como muchos de ustedes, lo supe el sábado, mientras desayunaba con un poco de información antes de ponerme a escribir estas líneas. Hasta entonces, venía dándole vueltas a la sugerencia de un lector que, la semana pasada, me instó a abordar el tema del terrorismo en el País Vasco. Le daba vueltas porque pensaba (y pienso) que es humanamente imposible hacer una radiografía más o menos seria y acertada de esa coyuntura en un espacio tan breve como este. Con sinceridad, ni teniendo todas las páginas del diario a mi disposición para hacer un monográfico sobre ETA lograría siquiera aproximarme a un esbozo.
Opinar sobre algo tan duro y complejo desde ese punto de partida sería un acto irresponsable de mi parte. No obstante, la noticia de los traficantes me hizo pensar en un fenómeno más amplio que nos toca a todos de cerca y sobre el que sí me siento capaz de reflexionar: la etiqueta que precede a los pueblos, llámense uruguayos, palestinos o vascos. Para bien o para mal, el mundo entero funciona a base de estereotipos y prejuicios; con generalizaciones que a menudo impiden conocer realmente lo que hay. Colombia, por ejemplo, es guerrilla. Sudamérica es playita, droga y cha cha cha. África es sida y pobreza. Los musulmanes siempre son árabes. Los italianos son los padrinos de la cosa nostra. Los estadounidenses son todos obtusos. Los españoles bailan flamenco, los franceses no se bañan y los vascos ponen bombas.
Pues no. Las etiquetas son tan simplistas que se vuelven peligrosas. No es que sean falsas (sí hay guerrilla en Colombia, mafia en Italia y playitas en América del Sur), pero son parciales. Me acuerdo que cuando vine para aquí, en 2003, tenía una imagen completamente distorsionada de España en general y del País Vasco en particular. Imaginaba que aquí todo eran plazas de toros, jamones, peinetas, castañuelas y olé (algo que se corresponde más con folclore andaluz que con una sociedad de 45 millones de personas); y también venía con la idea de que las calles de Euskadi serían como las de Bosnia en plena desintegración yugoslava. Eso era lo que veía en la tele: coches bomba, asesinatos a sangre fría y la sensación de que en este rincón del planeta todo el mundo resuelve sus problemas a tiros.
Lo que encontré (y sigo encontrando) es algo completamente distinto. Por supuesto que hay terrorismo, violencia y problemas sociopolíticos pendientes. Sería mentira decir que no, y una falta de respeto a las víctimas minimizar las consecuencias. Lo que intento explicar es que, detrás de ese conflicto, hay una sociedad de gente normal que va a trabajar, a comprar el pan o a llevar a los chicos a la escuela como cualquiera y que está harta de convivir con la violencia. No todos los vascos quieren la independencia de España, y entre quienes sí la quieren, la mayoría desaprueba el terrorismo.
El asunto es que, como decía antes, la etiqueta va por delante del pueblo y, para peor, ésta crece y se alimenta de los embajadores del estereotipo. Es decir, de los que se dedican a fortalecer los prejuicios con sus acciones personales. Y ahí cabe mucha gente; desde los traficantes detenidos el viernes (que avalan la idea de que los sudamericanos vivimos del narco), hasta los terroristas que atentaron en Bombay dañando aún más la imagen del Islam. En el medio, hay de todo. Quizá sean cosas menos dramáticas, pero no menos nocivas. Está el emigrante que vuelve a su país de vacaciones empeñando hasta lo que no tiene y se dedica a contar lo bien que le va donde sea; el que alimenta la percepción de que todo es soplar y hacer botellas, que el dinero mana a raudales y la ropa de marca es sinónimo de éxito. Ese también es emisario del estereotipo.
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