Mientras Montevideo empezó a vestirse de verano en octubre, a perfumar sus calles de jazmines y a darse un baño prematuro de luz estival, aquí sacamos pronto las botas del armario, hace tiempo que el aire huele a castañas y, desde hace ocho semanas, el único baño probable es de lluvia. Este fin de semana ha sido el primero con sol; el primero de cielo celeste y pájaros cantando sobre los árboles desnudos. Aunque el norte de España, en especial el País Vasco, tiene fama (y merecida) de ser un lugar donde llueve mucho, todavía no he encontrado a nadie que recuerde un otoño igual a este, con dos meses ininterrumpidos de cielo acerado y diluvio.
Les cuento esto del clima (que a más de uno podrá parecerle una trivialidad) porque en estos sesenta días de lluvia plomiza he comprobado cómo la luz y la temperatura inciden sin piedad en el ánimo de la gente. Entre eso, la sensibilidad natural de estas fechas y la crisis económica (que ya ha dejado a un Uruguay entero en el paro), el combo de bajón es completo. Ante la perspectiva de haberse quedado sin trabajo, enfrentados a las deudas contraídas antes del quiebre financiero mundial y a las distintas ausencias de los seres queridos, a muchos habitantes de España les cuesta decir 'feliz Navidad' o 'feliz año' y creérselo.
Yo escribo estas palabras en la víspera de mi viaje a Montevideo, con la valija a medio hacer y el pasaporte apoyado en una esquina del escritorio. Como tantos otros emigrantes, pasaré esta semana por la 'multiprocesadora' de los aeropuertos; por ese maratón de resistencia que supone estar 28 horas dando vueltas por el mundo a merced de las voluntades ajenas. En resumen, me apronto para recibir una paliza en toda regla que, sin embargo, vale la pena. Será mi primera Navidad en cinco años sin bufanda, saludos virtuales y copas llenas de ausencia. Sé que al otro lado del planeta, las aduanas y los vidrios esmerilados me esperan.
No obstante, la ilusión y la alegría que siento no me impide pensar en los muchos, muchísimos, uruguayos que pasarán las fiestas en el exterior, calculando las horas para llamar justo a las doce, lidiando con líneas de teléfono sobrecargadas y sintiendo que, en ese preciso instante, darían cualquier cosa a cambio de un abrazo conocido. Hace tiempo, cuando era niña, siempre venía un amigo de mis abuelos paternos a cenar con nosotros en fin de año. Me acuerdo que yo lo miraba y pensaba que tendría que ser muy triste estar solo, sin una familia propia, haciendo balances y proyectos en una mesa llena de besos y risas, pero en calidad de invitado.
Ahora, tantos años después, viviendo lejos de casa, he encontrado que esa situación no es la excepción, sino la regla. La emigración, entre los muchos bemoles que tiene, registra un tono de orfandad en quienes se van y de vacío entre quienes se quedan. Por eso hoy, que estamos tan próximos a las fiestas, cerrando el trabajo, preparando las vacaciones y organizando comidas de despedida como si fuera a acabarse el mundo, quería dedicar estas palabras a los uruguayos que pasarán estas fechas lejos de casa y a las familias que tienen hijos, hermanos, padres, nietos y sobrinos desperdigados por todo el mundo.
Más allá de las creencias religiosas de cada uno y de la maquinaria comercial que se activa en esta época, resulta casi inevitable que las ausencias sean más palpables y corpóreas estos días. Antes, hace cuarenta o cincuenta años, se echaba de menos a quienes ya no volverían. Ahora la añoranza es distinta porque no es irreversible, pero eso no significa que sea menos dura. Para quienes no han podido desplazarse o quienes han tenido que optar entre los afectos de un lado y otro del océano, para quienes han hecho una opción de vida lejos y quienes se han quedado en el paisito aceptándola, para todos los que tienen el corazón a dos aguas, feliz Navidad y próspero año nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario