La primera vez que visitó el País Vasco sintió «un poco de miedo». En Cataluña, donde vivía, la información que llegaba de Euskadi «sólo mostraba lo peor». Pese a ello, se trasladó a Barakaldo, donde reside con su familia. Tres años después, Bernardo Barrera se siente como en casa, «enamorado» del lugar, las costumbres y la gente. «Euskadi es precioso y no lo cambio por nada», dice.
Se marchó de Montevideo en junio de 2002, cuando el país atravesaba una profunda crisis económica y bancaria. A diferencia de otras personas, que perdieron sus ahorros y su empleo, Bernardo y su esposa tenían trabajo. «El problema es que no alcanzaba. Yo trabajaba en una empresa de telefonía móvil y, al salir, daba clases en el Instituto de Radiodifusión. Algunas veces salía de casa a las siete menos cuarto de la mañana y no volvía hasta las doce de la noche. Estaba todo el día haciendo cosas y, aun así, a fin de mes tenía la soga al cuello», relata.
Venirse fue una elección, pero no por ello fue fácil. «Estuve dudando mucho tiempo y me decidí un mes antes de partir. Dicen que cuando uno se muere ve la película de su vida. Yo no sé si eso es cierto, pero sí sé que me pasó cuando venía. Estaba sentado en el avión y de repente volví a ser boy scout y a estar con mi padre, como si estuviera vivo. Fue una sensación extraña».
El destino inicial fue Cambrils, en Cataluña, donde Bernardo y su mujer tenían amigos, y donde él se dio su primer baño de realidad. «Uno viene con una mentalidad diferente, creyendo que va a trabajar de lo que le gusta, y no es así. Me pasé el primer mes echando currículos en emisoras de radio hasta que caí en la cuenta de dónde estaba y comprendí que uno trabaja en lo que hay, no en lo que quiere».
En su caso, y en Cambrils, lo que había era hostelería. «No tenía ni idea de cocina -confiesa-, pero aprendí». Entre tanto, Bernardo tuvo un par de experiencias desagradables. «Trabajé un mes y medio escondido en un garaje, cocinando atrás de una cortina, porque el Ministerio estaba haciendo muchas inspecciones y yo sólo tenía permiso de residencia. Quise acelerar los trámites y me timaron. Además de perder 600 euros, lo que más me dolió fue que la estafadora era chilena, emigrante como yo».
Los papeles llegaron. Y también Santiago, su hijo, que nació en Reus. «Decidimos mudarnos a Euskadi en 2005 porque queríamos un cambio de vida y porque aquí estaba mi suegro. Entre él, mi mujer y yo creamos una empresa de pintura y, desde entonces, nos dedicamos a ello». De su primera impresión sobre el País Vasco hasta hoy, muchas cosas han cambiado. «Pasé de venir con miedo a no querer irme de aquí», resume Bernardo. «Yo no sé si es el mar, la montaña, o la costa, pero estoy enamorado de esta tierra, de su clima y de su gente. Por mi trabajo, cada día visito varias casas y converso con sus propietarios. Los uruguayos y los vascos nos parecemos en muchas cosas», señala.
El legado cultural
Para difundir esa similitud cultural y, también, para dar a conocer la propia, Bernardo forma parte de la asociación cultural Uruke (Uruguay Kultur Elkartea). «La idea es respetar las costumbres locales, aprender de ellas y enseñar las nuestras; que la gente sepa que el tango, el mate, el acento y el 'vos' no son sólo de Argentina, sino un modo de hablar, comer y bailar de una zona de América».
Al mismo tiempo, comenta que, al emigrar, ha entendido unas cuantas cosas. «En Uruguay hay muchas asociaciones gallegas y vascas donde se reúnen emigrantes de aquí para escuchar su música o jugar al mus. Cuando estaba allí, no comprendía esa dinámica, pero ahora que estoy lejos, sí. Las asociaciones suplen la nostalgia cultural y las carencias afectivas, contribuyen a mantener las costumbres y a legarlas a nuestros hijos, aunque hayan nacido aquí». Por supuesto, echa de menos a su gente; en especial a su madre, «que vivió la inmigración en dos frentes, porque es hija de un emigrante portugués». Sin embargo, no volvería. «Hay que ganarse el pan con esfuerzo y es difícil pagar la hipoteca, pero tenemos nuestra casa y somos muy afortunados».
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