«Algunas veces he tenido la impresión de haber perdido cinco años de mi vida», confiesa Yovanna Zurita al comienzo de la entrevista. Pero no se refiere a estos últimos años, los que ha vivido en Euskadi, sino al lustro que estuvo estudiando en Bolivia para acabar su carrera. Lo cuenta con pena. Más de una noche, mientras la urgencia de encontrar trabajo le impedía conciliar el sueño, esta enfermera procedente de Cochabamba pensó que su esfuerzo había sido en vano; que el empeño de su padre para que fuera a la universidad no había tenido sentido. Que «la vida es muchas veces injusta. Y golpea duro».
«Vengo de una familia muy humilde en la que somos siete hermanos -dice-. Pero, a pesar de las dificultades que eso ha supuesto para mis padres, ellos nos dieron a todos la oportunidad de estudiar. Es triste sentir que algo tan laborioso, y que ha implicado tantas renuncias, no te aporta ninguna ventaja. Por eso ahora prefiero decir que somos pobres... pobres, pero educados».
La decisión de emigrar de Bolivia no es ajena a esa reflexión. De hecho, nace de ella. «Yo quería tener lo mío, poder comprarme una casa, pero con los precios que hay allí y los sueldos que se pagan habría tardado muchísimo tiempo en lograrlo. Si, en cambio, venía aquí, aunque trabajara en cualquier cosa, podría reunir el dinero en pocos años y volver. Cumplir mis sueños».
Yovanna se marchó de Cochabamba en febrero de 2007, un mes antes de que cambiara la legislación española y se endurecieran los requisitos para permitir la entrada de ciudadanos bolivianos en el país. «Ya sabíamos que en marzo empezarían a pedirnos visados, así que decidimos adelantar el viaje», explica. Lo que no contempló entonces -porque aún no se sabía- es que ese año también marcaría el comienzo de la crisis económica y el cambio de unos cuantos planes.
Cuando llegó a Bilbao junto a su esposo, Marcelo, alquilaron una habitación para los dos por 470 euros más gastos. «Era una barbaridad, pero no conocíamos a nadie y no estábamos en posición de elegir», explica. Su primera referencia en la villa fue el padre Román, un sacerdote de la parroquia de San Felicísimo, en Deusto. «Allí fuimos muchas veces; algunas, incluso, a buscar víveres», dice Yovanna, que se siente muy agradecida con la congregación y con el cura. «Nos ha ayudado mucho. Es como un segundo padre para mí».
14 horas, 300 euros
La búsqueda de empleo comenzó enseguida, y el primero en encontrar trabajo fue el marido de Yovanna. «Otro extranjero, que tenía un locutorio en la zona del Max Center, le ofreció regentar el local. Eran 14 horas diarias, desde las nueve de la mañana hasta las once de la noche, y le pagaba 300 euros al mes. Algunas veces -lamenta- los propios inmigrantes son más abusivos que cualquier otro empleador. Pero, a pesar de ello, mi esposo aceptó. Teníamos que empezar por algún sitio», señala.
Poco después, ella comenzó a cuidar a una persona mayor en Cruces. «Todo iba bien, hasta que me quedé embarazada y ya no pude seguir». Entonces continuó Marcelo, que dejó el locutorio para cuidar a un anciano. Las cosas parecían mejorar. «En diciembre de 2007 nació nuestro hijo, Iker, y al poco tiempo nos quedamos los dos sin ingresos. Tuvimos que pedir dinero a Bolivia... Mis suegros nos ayudaron hasta que pudimos remontar la situación».
Yovanna consiguió trabajo y también pudo regularizar sus papeles. Su principal objetivo ahora, cuatro años después, es homologar su título universitario y ejercer aquí su profesión. «Quiero crecer, hacer que esta aventura haya valido la pena. Con el tiempo, los objetivos cambian; uno mismo cambia. Yo quiero demostrar lo que valgo. Venir de un país tercermundista no significa que seas ignorante, sólo quiere decir que tu país está en vías de desarrollo».
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