Aprendió a hablar castellano en la sala de hemodiálisis del Hospital de Cruces, donde ingresó poco después de llegar a Euskadi y que hoy le resulta familiar. No es de extrañar. Acudió allí puntualmente «tres veces por semana, cuatro horas cada vez», durante algo más de tres años, mientras esperaba un riñón sano, un donante compatible que le devolviera la oportunidad de llevar una vida normal. «Y tuve suerte, porque el primer donante que hubo para mí era compatible con mi organismo. Hay gente que espera mucho tiempo, que pasa por cinco o seis pruebas sin éxito».
Sentada frente a una taza de té, nueve meses después del trasplante, Rodica Soldanescu imagina su futuro más cercano y recuerda todo aquello que ha pasado para sobreponerse a su insuficiencia renal. «Quiero volver a trabajar, disfrutar con mi familia y volver este verano a Transilvania para ver de nuevo mi casa», dice. Ni la enfermedad ni la convalecencia estaban en sus planes al marcharse. Y ambas cosas trastocaron todos sus proyectos.
Rodica llegó al País Vasco en 2006, siguiendo los pasos de su esposo, que vino unos meses antes que ella. «Mi cuñada vivía aquí y él vino porque había trabajo. Al principio yo creí que sería por poco tiempo -relata-. No imaginé qué un día me llamaría para que viniera yo también». Lo que Rodica suponía era que «sería como la vez anterior», cuando su marido emigró a Alemania para reunir dinero y comprar una casa en Rumanía. «Se fue dos años y, cuando volvió, pudimos mudarnos. Hasta ese momento, vivíamos con mi madre».
Diez operaciones
Tras recibir la llamada desde Euskadi, esperó a que su hija acabara el instituto, preparó las maletas de las dos y se vino. Apenas siete meses después, le diagnosticaron la afección en los riñones. «Estaba trabajando y volvía a casa muy cansada. No era normal, así que fui al médico. Los análisis mostraron que tenía los valores totalmente descompensados, y casi de inmediato comencé con la diálisis peritoneal, que me hacía yo misma, en casa. Luego, algo falló y no tuve otra alternativa que empezar con la hemodiálisis en Cruces», dice Rodica que, a pesar del difícil proceso, se siente muy afortunada y, sobre todo, agradecida.
«Nunca olvidaré a las maravillosas personas que conocí en esas sesiones. Los compañeros de turno son especiales para mí. Había gente joven y otros más mayores. Algunos ya habían pasado por un trasplante y entonces me contaban su experiencia o me daban ánimos cuando me sentía decaída». Tres años así dan para mucho. Y diez intervenciones quirúrgicas (incluyendo la última, la de su propio trasplante), también.
«Por eso quiero agradecer públicamente a todo el personal sanitario, a los médicos y las enfermeras lo que han hecho por mí. Cuando me operaron fueron tan amables... No pensé que fuera así; creí que iban a hacer diferencias conmigo por ser de fuera, pero reconozco que me equivoqué. Después del transplante estuve trece días sola, ingresada en planta. Durante ese tiempo, el jefe de cirugía venía todos los días para ver qué tal estaba, cómo me sentía. Tanto él, como todo el equipo, fueron muy atentos conmigo. Y la doctora que me controla ahora, Sofía, es una gran profesional».
Rodica hace una pausa y bebe un sorbo de su té, que está casi intacto y se ha quedado apenas tibio. «Estos años fueron muy duros para mi familia y para mí, pero nunca -añade- hemos perdido la esperanza ni la fe. Creo en Dios y sé que he tenido mucha suerte, porque si esto me hubiera ocurrido en Rumanía, seguramente estaría aún esperando. Tengo 49 años y me siento más fuerte que nunca. Después de lo que he pasado, no le tengo miedo a nada», concluye.
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