La vida de Marta González puede dividirse en tres partes. La que tenía en Colombia, donde ejerció como abogada y jueza. La que tuvo en Indonesia, Madrid y Bilbao, cuando asumió el cargo de cónsul. Y la que tiene hoy en día, también en la capital vizcaína, como empresaria y presidenta de la Asociación Ahislama.
Al presentarse, elige la última: «Dirijo una entidad que ayuda a las personas en riesgo de exclusión social, sean extranjeras o vascas. Les ofrecemos cursos de formación, asesoramiento legal y oportunidades de inserción laboral», resume. En cuanto a su actividad empresarial, Marta tiene una residencia de ancianos en Basurto, en la que actualmente trabajan dieciocho personas.
Estos proyectos, tan distintos –y distantes– a los que tenía en origen, son el resultado de una historia que «se torció». Una historia que empezó a finales de los ochenta cuando, siendo jueza, la nombraron magistrada para investigar los delitos de terrorismo en
Colombia. «En 1988 se produjo la primera masacre: noventa campesinos fueron asesinados –recuerda–. Con paciencia, comencé a desenredar la madeja. Primero identificamos a los autores materiales, que eran sicarios, y después ubicamos a los autores intelectuales, que eran paramilitares y grandes capos del narcotráfico». Entre ellos, Pablo Escobar.
Era un nombre que infundía miedo, pero la investigación continuó. «No buscaba transformarme en una heroína. Ni siquiera me lo cuestioné. Me parecía que alguien debía hacer algo porque el país se estaba acabando, y asumí el papel que me había tocado porque era mi deber», asegura. Las pruebas que logró reunir tuvieron por respuesta varias amenazas de muerte y tres atentados fallidos. «No me tocaba morir», dice Marta en una mezcla de tristeza e ironía. Lo que sí le tocaba, en cambio, era marcharse del país. Para proteger su vida, el entonces presidente de Colombia, Virgilio Barco, la nombró cónsul y la envió en misión diplomática a Indonesia. Al año siguiente, los sicarios asesinaron a su padre.
El homicidio fue una venganza y, también, un mensaje. A miles de kilómetros de su casa, el 4 de mayo de 1989, Marta Lucía González tuvo muy claro que ya no podría volver, ni siquiera para el entierro. «Si lo hacía, me matarían», confiesa con la voz quebrada. A diferencia de otros emigrantes, su partida no se debió a razones económicas, sino políticas. Y tampoco fue por la búsqueda de una vida mejor, sino por algo mucho más básico: mantener la que ya tenía. Supervivencia en estado puro, conservación y, sobre todo, capacidad de adaptación y lucha.
Tras seis años en el archipiélago asiático, Marta se trasladó a Madrid y, más tarde, a Bilbao. Mientras aún desempeñaba funciones diplomáticas, cursó dos doctorados en la Universidad Autónoma de Madrid y, al instalarse en Bilbao, convalidó su título de abogada. Era un escape, pues su cargo de cónsul cesó en el año 2000 y, de pronto, se encontró a sí misma lejos, casada, con dos hijas, cuarenta años y sin empleo. «Me sentí desilusionada y huérfana», dice. Doblemente huérfana. A la pérdida de su padre se sumaba ahora la desvinculación de su país, y lo único que seguía vigente era la imposibilidad de volver. Sin embargo, hubo una luz. Marta conocía a muchas personas, había desarrollado buenos lazos y, en ese momento tan duro, descubrió que no estaba sola.
Dar y recibir ayuda
Su desempeño diplomático y su don de gentes no habían pasado inadvertidos. Mientras fue cónsul, Bilbao y Medellín se hermanaron, el lehendakari Ardanza viajó a Colombia y varias empresas de ambos márgenes del Atlántico llegaron a fructíferos acuerdos. «Siempre le agradezco a Dios que todo eso me ocurriera aquí y no en otra parte, porque la gente me tendió una mano. Los vascos fueron mi tabla de salvación, me permitieron trabajar para la Universidad y UNICEF hasta que pude salir adelante», evoca agradecida.
Junto a un socio de aquí, puso en marcha una residencia para personas mayores. Al mismo tiempo, fundó la Asociación Ahislama porque, como dice, «quería seguir trabajando para los míos», aunque por ‘suyos’ no sólo entiende a los colombianos. La entidad ha crecido y está abierta a todas las personas, más allá de su raza, religión o nacionalidad.
«He luchado toda la vida para que mi país no apareciera ante el mundo con ese esquema tan terrible de violencia», afirma, y su labor social es una prolongación de esa meta. No obstante, en los sueños, la línea es más difusa. Si su vida tiene tres partes, su corazón tiene muchas más: «Mi máxima aspiración es poder regresar sin miedo. Siempre lo fue, a pesar de que salí pensando que sólo me iría por un año y ya hayan pasado dieciocho».
Al presentarse, elige la última: «Dirijo una entidad que ayuda a las personas en riesgo de exclusión social, sean extranjeras o vascas. Les ofrecemos cursos de formación, asesoramiento legal y oportunidades de inserción laboral», resume. En cuanto a su actividad empresarial, Marta tiene una residencia de ancianos en Basurto, en la que actualmente trabajan dieciocho personas.
Estos proyectos, tan distintos –y distantes– a los que tenía en origen, son el resultado de una historia que «se torció». Una historia que empezó a finales de los ochenta cuando, siendo jueza, la nombraron magistrada para investigar los delitos de terrorismo en
Colombia. «En 1988 se produjo la primera masacre: noventa campesinos fueron asesinados –recuerda–. Con paciencia, comencé a desenredar la madeja. Primero identificamos a los autores materiales, que eran sicarios, y después ubicamos a los autores intelectuales, que eran paramilitares y grandes capos del narcotráfico». Entre ellos, Pablo Escobar.
Era un nombre que infundía miedo, pero la investigación continuó. «No buscaba transformarme en una heroína. Ni siquiera me lo cuestioné. Me parecía que alguien debía hacer algo porque el país se estaba acabando, y asumí el papel que me había tocado porque era mi deber», asegura. Las pruebas que logró reunir tuvieron por respuesta varias amenazas de muerte y tres atentados fallidos. «No me tocaba morir», dice Marta en una mezcla de tristeza e ironía. Lo que sí le tocaba, en cambio, era marcharse del país. Para proteger su vida, el entonces presidente de Colombia, Virgilio Barco, la nombró cónsul y la envió en misión diplomática a Indonesia. Al año siguiente, los sicarios asesinaron a su padre.
El homicidio fue una venganza y, también, un mensaje. A miles de kilómetros de su casa, el 4 de mayo de 1989, Marta Lucía González tuvo muy claro que ya no podría volver, ni siquiera para el entierro. «Si lo hacía, me matarían», confiesa con la voz quebrada. A diferencia de otros emigrantes, su partida no se debió a razones económicas, sino políticas. Y tampoco fue por la búsqueda de una vida mejor, sino por algo mucho más básico: mantener la que ya tenía. Supervivencia en estado puro, conservación y, sobre todo, capacidad de adaptación y lucha.
Tras seis años en el archipiélago asiático, Marta se trasladó a Madrid y, más tarde, a Bilbao. Mientras aún desempeñaba funciones diplomáticas, cursó dos doctorados en la Universidad Autónoma de Madrid y, al instalarse en Bilbao, convalidó su título de abogada. Era un escape, pues su cargo de cónsul cesó en el año 2000 y, de pronto, se encontró a sí misma lejos, casada, con dos hijas, cuarenta años y sin empleo. «Me sentí desilusionada y huérfana», dice. Doblemente huérfana. A la pérdida de su padre se sumaba ahora la desvinculación de su país, y lo único que seguía vigente era la imposibilidad de volver. Sin embargo, hubo una luz. Marta conocía a muchas personas, había desarrollado buenos lazos y, en ese momento tan duro, descubrió que no estaba sola.
Dar y recibir ayuda
Su desempeño diplomático y su don de gentes no habían pasado inadvertidos. Mientras fue cónsul, Bilbao y Medellín se hermanaron, el lehendakari Ardanza viajó a Colombia y varias empresas de ambos márgenes del Atlántico llegaron a fructíferos acuerdos. «Siempre le agradezco a Dios que todo eso me ocurriera aquí y no en otra parte, porque la gente me tendió una mano. Los vascos fueron mi tabla de salvación, me permitieron trabajar para la Universidad y UNICEF hasta que pude salir adelante», evoca agradecida.
Junto a un socio de aquí, puso en marcha una residencia para personas mayores. Al mismo tiempo, fundó la Asociación Ahislama porque, como dice, «quería seguir trabajando para los míos», aunque por ‘suyos’ no sólo entiende a los colombianos. La entidad ha crecido y está abierta a todas las personas, más allá de su raza, religión o nacionalidad.
«He luchado toda la vida para que mi país no apareciera ante el mundo con ese esquema tan terrible de violencia», afirma, y su labor social es una prolongación de esa meta. No obstante, en los sueños, la línea es más difusa. Si su vida tiene tres partes, su corazón tiene muchas más: «Mi máxima aspiración es poder regresar sin miedo. Siempre lo fue, a pesar de que salí pensando que sólo me iría por un año y ya hayan pasado dieciocho».
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