«Me gusta poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad», asegura esta argentina que trabaja en ACNUR
De ascendencia alemana e inglesa, y con familia en Buenos Aires, La Pampa y Corrientes, Greta Frankenfeld se define como «una típica argentina: pura mezcla». Hace casi nueve años se marchó de su país para buscar «calidad de vida» y, aunque Euskadi no estaba en sus planes, acabó encontrándola en Vizcaya. Para ella, Bilbao es como La Patagonia de su infancia. Quizá por eso aquí se siente «como en casa».
Antes de emigrar, Greta, periodista de profesión, trabajaba en una editorial de Buenos Aires y, además, escribía para otros medios. «Me dedicaba a lo mío, sí, pero aquello no me gustaba. Yo había elegido la carrera porque tenía ideales, como cualquier persona joven, y con el tiempo me di cuenta de que las cosas funcionaban de otro modo. Para acabar de rematarlo, ganaba poco, trabajaba muchas horas y tenía poco tiempo libre para disfrutar con mi hija, que entonces era pequeña».
En 2003 cogió un vuelo a Madrid, donde tenía algunos amigos, con la esperanza de cambiar la situación, pero se dio de bruces con otra: el desafío de ser inmigrante. «Incluso para las cosas más simples, como encontrar vivienda, estás desprotegido, a merced de los prejuicios. Recuerdo que cuando buscaba piso, me vestía como para una entrevista de trabajo y llevaba a mi hija, que tenía dos años, como carta de presentación», relata.
Tras vivir una temporada en Madrid y otra en las islas Baleares, Greta decidió establecerse en el País Vasco. «Había venido de paseo y la ciudad y su entorno me encantaron -recuerda-. Madrid me había resultado muy grande, impersonal, y Mallorca me parecía pequeña. Pero Bilbao era ideal. Por eso me quedé».
Cambiar el mundo
La villa le ofreció lo que buscaba: además de recordarle a su tierra, le dio la oportunidad de recuperar sus ideales. «Me dedico al periodismo social, especializado en inmigración y cooperación», dice Greta, que actualmente trabaja en el comité vasco de ACNUR (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) haciendo tareas de comunicación y sensibilización. «Mi trabajo consiste en poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad. Es verdad que no todo se arregla con palabras, pero hablar sobre las cosas y hacerlas visibles ayuda. Aún creo en la comunicación para cambiar el mundo».
Su experiencia laboral y personal la han llevado a reflexionar muchas veces sobre el fenómeno migratorio y sus retos. «Los estereotipos existen y suponen un problema para todos -señala-. No hace mucho, participé en un taller donde nos pedían que dibujáramos a una mujer inmigrante. En la actividad había gente de fuera y de aquí, y, sorprendentemente, los dibujos que hicimos fueron muy parecidos. Casi todos esbozamos una caribeña de 'sangre caliente', morocha, con un vestido de flores, una escoba en la mano y un par de niños al lado. En absoluto se reflejaba la diversidad que hay. Por desgracia, tendemos a etiquetar rápidamente al otro. Y muchas veces nos equivocamos».
En su opinión, «debería existir una voluntad, pública, civil e institucional para lograr una integración real en todos los aspectos. En la mayor parte de los casos -prosigue-, el inmigrante sólo es tenido en consideración para el trabajo, pero no se le incluye en otros ámbitos. Si eres extranjero y no te mezclas con las personas de aquí, no haces amigos vascos ni compartes espacios de ocio, educativos o recreativos con la sociedad local, acabas quedándote con los tuyos, con lo que conoces, y pasas a integrar un gueto. Esa dinámica es muy común, porque la persona que viene sola busca seguridad e intenta evitar el rechazo. Las personas de tu país se transforman en tus referentes, te cuentan la realidad que hay y ni te molestas en salir a contrastarla. El resultado es que te quedas con esa versión miope y te aislas».
De ascendencia alemana e inglesa, y con familia en Buenos Aires, La Pampa y Corrientes, Greta Frankenfeld se define como «una típica argentina: pura mezcla». Hace casi nueve años se marchó de su país para buscar «calidad de vida» y, aunque Euskadi no estaba en sus planes, acabó encontrándola en Vizcaya. Para ella, Bilbao es como La Patagonia de su infancia. Quizá por eso aquí se siente «como en casa».
Antes de emigrar, Greta, periodista de profesión, trabajaba en una editorial de Buenos Aires y, además, escribía para otros medios. «Me dedicaba a lo mío, sí, pero aquello no me gustaba. Yo había elegido la carrera porque tenía ideales, como cualquier persona joven, y con el tiempo me di cuenta de que las cosas funcionaban de otro modo. Para acabar de rematarlo, ganaba poco, trabajaba muchas horas y tenía poco tiempo libre para disfrutar con mi hija, que entonces era pequeña».
En 2003 cogió un vuelo a Madrid, donde tenía algunos amigos, con la esperanza de cambiar la situación, pero se dio de bruces con otra: el desafío de ser inmigrante. «Incluso para las cosas más simples, como encontrar vivienda, estás desprotegido, a merced de los prejuicios. Recuerdo que cuando buscaba piso, me vestía como para una entrevista de trabajo y llevaba a mi hija, que tenía dos años, como carta de presentación», relata.
Tras vivir una temporada en Madrid y otra en las islas Baleares, Greta decidió establecerse en el País Vasco. «Había venido de paseo y la ciudad y su entorno me encantaron -recuerda-. Madrid me había resultado muy grande, impersonal, y Mallorca me parecía pequeña. Pero Bilbao era ideal. Por eso me quedé».
Cambiar el mundo
La villa le ofreció lo que buscaba: además de recordarle a su tierra, le dio la oportunidad de recuperar sus ideales. «Me dedico al periodismo social, especializado en inmigración y cooperación», dice Greta, que actualmente trabaja en el comité vasco de ACNUR (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) haciendo tareas de comunicación y sensibilización. «Mi trabajo consiste en poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad. Es verdad que no todo se arregla con palabras, pero hablar sobre las cosas y hacerlas visibles ayuda. Aún creo en la comunicación para cambiar el mundo».
Su experiencia laboral y personal la han llevado a reflexionar muchas veces sobre el fenómeno migratorio y sus retos. «Los estereotipos existen y suponen un problema para todos -señala-. No hace mucho, participé en un taller donde nos pedían que dibujáramos a una mujer inmigrante. En la actividad había gente de fuera y de aquí, y, sorprendentemente, los dibujos que hicimos fueron muy parecidos. Casi todos esbozamos una caribeña de 'sangre caliente', morocha, con un vestido de flores, una escoba en la mano y un par de niños al lado. En absoluto se reflejaba la diversidad que hay. Por desgracia, tendemos a etiquetar rápidamente al otro. Y muchas veces nos equivocamos».
En su opinión, «debería existir una voluntad, pública, civil e institucional para lograr una integración real en todos los aspectos. En la mayor parte de los casos -prosigue-, el inmigrante sólo es tenido en consideración para el trabajo, pero no se le incluye en otros ámbitos. Si eres extranjero y no te mezclas con las personas de aquí, no haces amigos vascos ni compartes espacios de ocio, educativos o recreativos con la sociedad local, acabas quedándote con los tuyos, con lo que conoces, y pasas a integrar un gueto. Esa dinámica es muy común, porque la persona que viene sola busca seguridad e intenta evitar el rechazo. Las personas de tu país se transforman en tus referentes, te cuentan la realidad que hay y ni te molestas en salir a contrastarla. El resultado es que te quedas con esa versión miope y te aislas».
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