Tras viajar a México para una audición a la que no llegó a presentarse acabó en Euskadi, donde ha montado una productora audiovisual
Agobiado por la presión laboral y el estrés, Livory Barbez se marchó de su país hace algo más de seis años. «Necesitaba un cambio. Estaba saturado», dice este uruguayo que, además de ser músico profesional -es clarinetista- trabajaba como técnico de sonido en una empresa. «Ganaba bien, pero nunca tenía tiempo para mí ni para gastar el dinero -plantea con una semisonrisa-. Hubo un año en el que tuve sólo siete días libres... Si miraba hacia el futuro, no me veía haciendo lo mismo ni trabajando con esa intensidad -asegura- así que renuncié a mi empleo».
Agobiado por la presión laboral y el estrés, Livory Barbez se marchó de su país hace algo más de seis años. «Necesitaba un cambio. Estaba saturado», dice este uruguayo que, además de ser músico profesional -es clarinetista- trabajaba como técnico de sonido en una empresa. «Ganaba bien, pero nunca tenía tiempo para mí ni para gastar el dinero -plantea con una semisonrisa-. Hubo un año en el que tuve sólo siete días libres... Si miraba hacia el futuro, no me veía haciendo lo mismo ni trabajando con esa intensidad -asegura- así que renuncié a mi empleo».
El cambio de rutina conllevó un cambio de país, ya que él tampoco se identificaba mucho con la idiosincrasia uruguaya. «No encajaba mucho allá; ni siquiera me gusta el fútbol», confiesa Livory. Desde hace casi cuatro años vive en Etxarri-Aranaz, «un pueblo con mucho encanto que está a medio camino entre Vitoria y Pamplona», dos ciudades en las que trabaja como productor audiovisual.
Sin embargo, hace seis años, el País Vasco ni siquiera estaba en sus planes. «Digamos que fue un desvío, porque yo iba para México y acabé haciendo mi vida aquí», resume entre risas. Pero... ¿cómo es posible algo así? «Ah... es una historia rocambolesca -adelanta-. Mira, yo tenía a una amiga en México que compartía piso con una pianista argentina. Ella tocaba en la Sinfónica del DF y me consiguió una audición para entrar con mi clarinete. Como tenía tiempo y conocía la costa atlántica de América Latina, decidí ir por tierra hasta México, recorriendo el Pacífico». Su aventura personal le hizo cruzar Argentina hasta llegar a Chile y luego emprender camino hacia el norte, «todo en autobús». Fue a Perú, Ecuador, Colombia, Panamá... y allí cogió un avión para llegar a tiempo a México, donde jamás llegó a hacer la prueba. Allí vivió la peor experiencia de su vida.
«Cuando llegué, me retuvieron en migraciones porque llevaba poco dinero para los diez días que iba a estar. Yo tenía 900 dólares y, según ellos, necesitaba 1.000, así que me confiscaron el pasaporte y el dinero y me metieron en un calabozo durante dos días, con otra gente. Recuerdo que allí había traficantes, personas con documentación falsa, un chico guatemalteco con un balazo en las costillas y un angoleño que había perdido a toda su familia en la guerrilla y que había llegado de polizón en un barco para que lo cruzaran ilegalmente a Estados Unidos», repasa. «Además, sólo te daban agua. Si querías comer, debías darles 10 dólares a los policías para que te compraran hamburguesas en un Mc Donald's del aeropuerto. La comida costaba tres y se quedaban con los otros siete. La corrupción era brutal».
Chile, punto de inflexión
Como no pudo regresar al país, Livory tuvo que desandar camino, pero con menos recursos que antes... «De mis 900 dólares, sólo me devolvieron 200; el resto se esfumó. Conseguí un vuelo a Cartagena de Indias por 180 dólares, así que llegué a Colombia con sólo 20 en el bolsillo. Por suerte, me quedé en el hostal de un noruego que ya conocía, que me dio alojamiento a cambio de hacerle unos trabajos de traducción. Y para vivir, comer y ahorrar, tocaba el clarinete en la calle».
Aunque la situación era poco alentadora, se resistía a volver a Uruguay. «No quería hacer lo mismo y tenía herido el orgullo personal», confiesa Livory, que volvió tras sus pasos pero se detuvo en Chile. «Allí conocí a Mario y, a través de él, a Daniela, su hija. Hoy son mi suegro y mi esposa», resume. «Vivimos un tiempo allí, pero la situación económica era complicada, así que ellos, que tienen ciudadanía española, decidieron emigrar. Así llegué a Etxarri-Aranaz, y te aseguro que estoy fascinado. He ganado en calidad de vida, en tranquilidad... Vivo en un sitio donde abro la ventana y veo el monte, y si camino un poco, hay un río. Me costó llegar hasta aquí y no cambio este lugar por nada».
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