No quería irse del país. En Uruguay, donde vivía, Ivón se sentía feliz, “como cualquier persona joven que tiene cerca a sus amigos y se dedica a lo que le gusta”. Trabajaba como peluquera. Vivía con su hermano y sus padres y, cada mes, cuando cobraba, ayudaba en casa con su sueldo porque el dinero, reconoce, “no alcanzaba”. Ese fue el motivo que impulsó a su padre a emigrar. Y, tras él, un mes después, vino la madre con los hijos. “Pero yo no estaba de acuerdo -insiste Ivón-. No quería y no entendía por qué mi vida tenía que cambiar tanto de un día para otro por una cuestión de dinero”.
El viaje fue de todo, menos grato. “Estuve despierta durante todo el trayecto. Fueron doce horas llorando. No dormí”, relata antes de explicar que el cambio de año la pilló sobrevolando Brasil. “Justo pasábamos por el Corcovado, en Río”, detalla Ivón, que se fue de Montevideo un 31 de diciembre (pleno verano en el hemisferio sur) y llegó aquí el 1 de enero, bien temprano en la mañana. “Nunca olvidaré ese día. Estaba gris, era invierno, y cuando bajé del avión sentí un frío terrible en el pecho. Todavía tengo ese frío acá -dice llevándose la mano al corazón-. Estaba triste y todo me parecía raro; hasta las caras de la gente... Ahí en el aeropuerto me di cuenta de que estaba en otro lugar y entendí de golpe que mi vida había cambiado”.
Su padre los esperaba en Bilbao, donde ya estaba trabajando y había alquilado un piso. “Eligió Euskadi porque una parte de la familia tiene ascendencia vasca. La otra rama es de origen italiano, por eso nunca tuvimos problemas con los ‘papeles’. La verdad es que en ese momento yo no tenía ni idea de todo el rollo administrativo y burocrático. No valoraba, como ahora, lo duro que es salir adelante cuando eres extranjero y, encima, no estás documentado”, reflexiona.
El primer trabajo de Ivón fue vendiendo enciclopedias puerta a puerta. “Había aprendido de memoria lo que tenía que decir, pero me equivocaba, y lo pasaba muy mal. La gente a veces se reía, claro. Cuando se cerraba la puerta de alguna casa, me sentaba en la escalera y me ponía a llorar. No me gustaba ese trabajo, no sabía hacerlo. Me sentía frustrada, fuera de lugar, y entonces decidí volver sola a mi país”. Apenas habían pasado tres meses.
De ningún lugar y de todos
La aventura del regreso le duró unos pocos meses; los necesarios para comprender que “estuviera donde estuviera, siempre iba a echar de menos un sitio”. Su familia estaba aquí y, también, las oportunidades. Por eso volvió a Bilbao. “Mi madre había visto en el periódico un anuncio de trabajo. Ofrecían un puesto en una peluquería y me convenció para presentarme. Hice una prueba, me eligieron, y allí sigo hasta hoy”.
Han pasado más de seis años desde que empezó a trabajar en el salón de belleza y, desde el punto de vista profesional, se siente “realizada”. Para ella, sus compañeras de trabajo son su “segunda familia”; especialmente, Rosa, su mejor amiga. “Ella es de aquí y, hace tres años, fue conmigo a Uruguay. La llevé a mi casa, a mi barrio, para que viera cómo es la gente, cómo son las costumbres, cómo se vive allí. No quise venderle un país ni hacer turismo típico, sino compartir lo más genuino del lugar donde nací”, dice Ivón que, en estos días, ha echado de menos su tierra.
Y es que noviembre fue un mes movido en su país. Hubo emociones muy fuertes. “Clasificamos para el mundial y tuvimos elecciones generales -resume-. El partido lo seguí por Internet y fue una alegría enorme. También me alegró el resultado de las elecciones, porque el país está empezando a mejorar. Lo triste es que los uruguayos que vivimos fuera tengamos que mirarlo de lejos y no podamos participar, porque nos siguen negando el derecho al voto consular. Que te marginen así, duele”.
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