21.11.04

El puerto de las lágrimas

Decenas de personas se reunieron en en el muelle de Santoña para esperar el rescate de los marineros desaparecidos en el naufragio

Miraban a la mar cargados de preguntas y el horizonte les devolvía un silencio por respuesta. Un eco sordo, tan vacío como el puerto de Santoña. A las seis de la mañana, ya todos los barcos se habían ido. Llevaban sus banderas a media asta y la firme determinación de ayudar en lo que hiciera falta. Pero atrás, en el muelle, madres, hijos, esposas y vecinos no podían evitar mirar al mar. Desconcertados, todavía incrédulos, también se miraban entre sí con ojos de trasnoche. Más allá, desolación. Más acá, tristeza. Y en todas partes, dolor. El puerto era un gran pozo de agua donde estaba anclado el corazón del pueblo.

A las diez de la mañana, las cosas seguían igual: dos muertos en tierra y tres marineros en el mar. Entre ellos, Elías José Gallego, el patrón del pesquero. «Dicen que está atrapado en las redes», comentaba alguien al pasar. «Por eso demoran tanto en sacarlo del barco», respondía un vecino. «Es que no pueden darlo vuelta». «Sí, eso oí». Las hipótesis salían a flote, una detrás de la otra, aún cuando supieran de sobra que la tragedia no se puede razonar.

Pilar es la hermana de Elías. Como todos, esperaba resignada al borde de un muelle que, en cuestión de horas, se había convertido en el filo de un abismo. Ni millas, ni razones, ni valores adoptados por la náutica: el único nudo válido era el que tenía instalado en la garganta. El que la hacía llorar. «Mi hermano era una bella persona. Toda su vida la dedicó al mar. Cuando nos encontrábamos por aquí siempre me invitaba a comer algo. En este momento, sólo quiero que lo saquen, que esté aquí», decía con una expresión desencajada. «Nos llevábamos muy bien y, ahora, sólo me queda eso».

En las ventanas de los tinglados, una decena de banderas con crespones negros recordaba la desgracia. Entre comercios cerrados y un pueblo amarrado al puerto, las hojas de los periódicos eran leídas con frenesí. Pero las noticias ya estaban viejas y los rostros congestionados marcaban el paso de un tiempo que iba demasiado lento. «Tardan mucho». Esa frase signó la mañana.
Una espera de angustia
Los familiares seguían a la espera en una sala de la cofradía junto a la alcaldesa, que además de ser la responsable municipal, vivía el dolor en carne propia. «Aquí estoy, dando la cara», decía. Uno de los tripulantes del barco era su primo. A unos pasos de ahí, la esposa de Elías miraba por la ventana hacia un mar que, además de llevarse a su marido, también le arrebató a su hermano. Abajo, en la cafetería, Celestino Sañudo seguía jurando que no volvería a navegar. El resto del pueblo continuaba acercándose al muelle y preguntando si había alguna novedad. Pesadumbre. Voz baja. Dolor. Santoña estaba de luto.

Lejos del tumulto, una silueta encorvada recortaba ese horizonte plano. Carmen estaba sola y lloraba en silencio sentada sobre unas redes viejas que no tenían principio ni fin. «¡Qué cuadro!, ¿eh?». También miraba al mar, pero con gafas. De aumento y de recuerdo. «Yo los conocía a todos», empezó a contar. «En realidad, esto es un lugar pequeño y todos nos conocemos, pero el patrón del ‘Nuevo Pilín’ era mi vecino. Su cuñado era de Castro y justo vino a pescar con él. Mira lo que le ha pasado. ¡Qué desgracia!».

Carmen tiene los años suficientes como para saber que dedicarse a surcar las aguas no es un oficio para cualquiera. «Aquí son todos pescadores, no hay otra cosa para hacer», reflexionaba. "Y este mar nos da mucho, pero a veces nos quita más». Ahora pensaba en voz alta. «Sólo espero que puedan traerlos a todos de regreso. Hace muchos años, justo cuando comenzó la guerra, un tío mío se ahogó en un naufragio. Nunca volvió y eso es algo que no se quita de adentro». Se refería a la noche del 8 de julio de 1936, cuando el ‘Pósito I’ se fue a pique con sus dieciséis tripulantes.
En tierra firme
El equipo de salvamento de Alicante y la Guardia Civil han rescatado el cuerpo de Elías. La noticia recorrió el lugar provocando una oleada de alivio y una punzada de dolor. Sensaciones encontradas. Las embarcaciones llegaron al puerto a la una y media de la tarde y todos los santoñeses se volcaron a mirar. Otra vez protagonista, el silencio inundó el muelle dejándolo impávido, quieto. Muerto. Nadie se atrevió a pronunciar una palabra. A lo sumo, algún susurro de congoja se dejó sentir. Pero nada más. Desde lo alto de la cofradía, los familiares observaban todo. La pérdida del patrón, el padre, el esposo, era un hecho que no ofrecía posibilidad de réplica.

Los ojos de Santoña tenían más sal que su mar. «Esta tarde la capilla no va a dar abasto», vaticinaba Carmen. Y tenía razón. José Luis Fernández Santamaría, José Legaz Villajos, Agustín Fidel Escalante, José Ramón Pérez y Elías José Gallego. A todos ellos, el viernes, la mar se los tragó. A algunos, ayer, los abrazó la tierra. Sin embargo, el dolor no se hundió en el sentir del pueblo. A pesar de ser profundo. Y a pesar de calar hondo.

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