31.1.11

"La gente que viene sola intenta evitar el rechazo"

«Me gusta poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad», asegura esta argentina que trabaja en ACNUR


De ascendencia alemana e inglesa, y con familia en Buenos Aires, La Pampa y Corrientes, Greta Frankenfeld se define como «una típica argentina: pura mezcla». Hace casi nueve años se marchó de su país para buscar «calidad de vida» y, aunque Euskadi no estaba en sus planes, acabó encontrándola en Vizcaya. Para ella, Bilbao es como La Patagonia de su infancia. Quizá por eso aquí se siente «como en casa».

Antes de emigrar, Greta, periodista de profesión, trabajaba en una editorial de Buenos Aires y, además, escribía para otros medios. «Me dedicaba a lo mío, sí, pero aquello no me gustaba. Yo había elegido la carrera porque tenía ideales, como cualquier persona joven, y con el tiempo me di cuenta de que las cosas funcionaban de otro modo. Para acabar de rematarlo, ganaba poco, trabajaba muchas horas y tenía poco tiempo libre para disfrutar con mi hija, que entonces era pequeña».

En 2003 cogió un vuelo a Madrid, donde tenía algunos amigos, con la esperanza de cambiar la situación, pero se dio de bruces con otra: el desafío de ser inmigrante. «Incluso para las cosas más simples, como encontrar vivienda, estás desprotegido, a merced de los prejuicios. Recuerdo que cuando buscaba piso, me vestía como para una entrevista de trabajo y llevaba a mi hija, que tenía dos años, como carta de presentación», relata.

Tras vivir una temporada en Madrid y otra en las islas Baleares, Greta decidió establecerse en el País Vasco. «Había venido de paseo y la ciudad y su entorno me encantaron -recuerda-. Madrid me había resultado muy grande, impersonal, y Mallorca me parecía pequeña. Pero Bilbao era ideal. Por eso me quedé».

Cambiar el mundo
La villa le ofreció lo que buscaba: además de recordarle a su tierra, le dio la oportunidad de recuperar sus ideales. «Me dedico al periodismo social, especializado en inmigración y cooperación», dice Greta, que actualmente trabaja en el comité vasco de ACNUR (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) haciendo tareas de comunicación y sensibilización. «Mi trabajo consiste en poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad. Es verdad que no todo se arregla con palabras, pero hablar sobre las cosas y hacerlas visibles ayuda. Aún creo en la comunicación para cambiar el mundo».

Su experiencia laboral y personal la han llevado a reflexionar muchas veces sobre el fenómeno migratorio y sus retos. «Los estereotipos existen y suponen un problema para todos -señala-. No hace mucho, participé en un taller donde nos pedían que dibujáramos a una mujer inmigrante. En la actividad había gente de fuera y de aquí, y, sorprendentemente, los dibujos que hicimos fueron muy parecidos. Casi todos esbozamos una caribeña de 'sangre caliente', morocha, con un vestido de flores, una escoba en la mano y un par de niños al lado. En absoluto se reflejaba la diversidad que hay. Por desgracia, tendemos a etiquetar rápidamente al otro. Y muchas veces nos equivocamos».

En su opinión, «debería existir una voluntad, pública, civil e institucional para lograr una integración real en todos los aspectos. En la mayor parte de los casos -prosigue-, el inmigrante sólo es tenido en consideración para el trabajo, pero no se le incluye en otros ámbitos. Si eres extranjero y no te mezclas con las personas de aquí, no haces amigos vascos ni compartes espacios de ocio, educativos o recreativos con la sociedad local, acabas quedándote con los tuyos, con lo que conoces, y pasas a integrar un gueto. Esa dinámica es muy común, porque la persona que viene sola busca seguridad e intenta evitar el rechazo. Las personas de tu país se transforman en tus referentes, te cuentan la realidad que hay y ni te molestas en salir a contrastarla. El resultado es que te quedas con esa versión miope y te aislas».

24.1.11

"Me costó llegar hasta aquí y no cambio esto por nada"

Tras viajar a México para una audición a la que no llegó a presentarse acabó en Euskadi, donde ha montado una productora audiovisual

Agobiado por la presión laboral y el estrés, Livory Barbez se marchó de su país hace algo más de seis años. «Necesitaba un cambio. Estaba saturado», dice este uruguayo que, además de ser músico profesional -es clarinetista- trabajaba como técnico de sonido en una empresa. «Ganaba bien, pero nunca tenía tiempo para mí ni para gastar el dinero -plantea con una semisonrisa-. Hubo un año en el que tuve sólo siete días libres... Si miraba hacia el futuro, no me veía haciendo lo mismo ni trabajando con esa intensidad -asegura- así que renuncié a mi empleo».

El cambio de rutina conllevó un cambio de país, ya que él tampoco se identificaba mucho con la idiosincrasia uruguaya. «No encajaba mucho allá; ni siquiera me gusta el fútbol», confiesa Livory. Desde hace casi cuatro años vive en Etxarri-Aranaz, «un pueblo con mucho encanto que está a medio camino entre Vitoria y Pamplona», dos ciudades en las que trabaja como productor audiovisual.

Sin embargo, hace seis años, el País Vasco ni siquiera estaba en sus planes. «Digamos que fue un desvío, porque yo iba para México y acabé haciendo mi vida aquí», resume entre risas. Pero... ¿cómo es posible algo así? «Ah... es una historia rocambolesca -adelanta-. Mira, yo tenía a una amiga en México que compartía piso con una pianista argentina. Ella tocaba en la Sinfónica del DF y me consiguió una audición para entrar con mi clarinete. Como tenía tiempo y conocía la costa atlántica de América Latina, decidí ir por tierra hasta México, recorriendo el Pacífico». Su aventura personal le hizo cruzar Argentina hasta llegar a Chile y luego emprender camino hacia el norte, «todo en autobús». Fue a Perú, Ecuador, Colombia, Panamá... y allí cogió un avión para llegar a tiempo a México, donde jamás llegó a hacer la prueba. Allí vivió la peor experiencia de su vida.

«Cuando llegué, me retuvieron en migraciones porque llevaba poco dinero para los diez días que iba a estar. Yo tenía 900 dólares y, según ellos, necesitaba 1.000, así que me confiscaron el pasaporte y el dinero y me metieron en un calabozo durante dos días, con otra gente. Recuerdo que allí había traficantes, personas con documentación falsa, un chico guatemalteco con un balazo en las costillas y un angoleño que había perdido a toda su familia en la guerrilla y que había llegado de polizón en un barco para que lo cruzaran ilegalmente a Estados Unidos», repasa. «Además, sólo te daban agua. Si querías comer, debías darles 10 dólares a los policías para que te compraran hamburguesas en un Mc Donald's del aeropuerto. La comida costaba tres y se quedaban con los otros siete. La corrupción era brutal».

Chile, punto de inflexión
Como no pudo regresar al país, Livory tuvo que desandar camino, pero con menos recursos que antes... «De mis 900 dólares, sólo me devolvieron 200; el resto se esfumó. Conseguí un vuelo a Cartagena de Indias por 180 dólares, así que llegué a Colombia con sólo 20 en el bolsillo. Por suerte, me quedé en el hostal de un noruego que ya conocía, que me dio alojamiento a cambio de hacerle unos trabajos de traducción. Y para vivir, comer y ahorrar, tocaba el clarinete en la calle».

Aunque la situación era poco alentadora, se resistía a volver a Uruguay. «No quería hacer lo mismo y tenía herido el orgullo personal», confiesa Livory, que volvió tras sus pasos pero se detuvo en Chile. «Allí conocí a Mario y, a través de él, a Daniela, su hija. Hoy son mi suegro y mi esposa», resume. «Vivimos un tiempo allí, pero la situación económica era complicada, así que ellos, que tienen ciudadanía española, decidieron emigrar. Así llegué a Etxarri-Aranaz, y te aseguro que estoy fascinado. He ganado en calidad de vida, en tranquilidad... Vivo en un sitio donde abro la ventana y veo el monte, y si camino un poco, hay un río. Me costó llegar hasta aquí y no cambio este lugar por nada».

17.1.11

"Perdí el pasaporte de mi país y ahora soy 'argenchino'"

Tras vivir en Argentina y en Japón, encontró su lugar en Euskadi, donde compagina su trabajo con la enseñanza de su idioma

La entrevista con Hong Shi tiene lugar en su tienda. «Por favor, llámame Andrés, así será más sencillo», sugiere. Al igual que muchos ciudadanos procedentes del gigante asiático, este chino nacido en la provincia de Jiang Xi ha adoptado un nombre occidental para facilitar las relaciones con la sociedad de acogida. «Es lo mejor, sobre todo si tienes trato permanente con la comunidad local», continúa él, que además de ser comerciante, es profesor de mandarín en una academia de idiomas.

Andrés llegó al País Vasco en 2006, pero su experiencia como emigrante es mucho más extensa. Lleva más de veinte años dando vueltas por el mundo. «Me fui de mi pueblo en 1986, cuando terminé el instituto -relata-. Aunque mi idea era inscribirme en la universidad, mi padre decidió que era un buen año para probar suerte en Argentina. Viajamos juntos a Buenos Aires, montamos un pequeño comercio y vivimos ahí cuatro años. Yo aprendí a hablar castellano allá, por eso tengo este acento», dice y pregunta: «¿Tenés ganas de tomar un té chino?».

La charla prosigue al calor de dos tazas humeantes, junto al mostrador de su negocio de Getxo. «Mientras vivía en Buenos Aires -continúa- , solicité la nacionalidad argentina. Lo hice sin saber que mi país no admitía la doble ciudadanía, así que, cuando me dieron el pasaporte nuevo, dejé de ser ciudadano chino. Desde entonces, a todos los efectos legales, soy argentino», explica. «Tanto es así que, cuando viajo a mi país, tengo que pedir un visado».

Andrés se toma con humor el desajuste burocrático. Dice que es «argenchino» y reconoce que ese imprevisto le fue de gran utilidad a comienzos de los noventa, cuando emigró a Japón, ya que las autoridades tenían menos reparos legales con los argentinos. «Trabajé como pintor, en supermercados, en hostelería y en un restaurante donde sólo servían tallarines y sopa. Y daba igual porque, fueras lo que fueses, ganabas muy bien. Eso sí, la vida allí era muy cara. Yo alquilaba un piso de 8 metros cuadrados, con un baño sin ducha, y pagaba 800 dólares al mes. Además, dormía en el suelo, sobre una especie de esterilla, porque si no, no entraba en el apartamento. Los japoneses tienen problemas de espacio...».

Siete años en la isla nipona le alcanzaron para aprender el idioma y «reunir un buen capital». Andrés tomó la decisión de regresar a su país e invertir ese dinero en la bolsa, «pero como no tenía muchas nociones sobre el mercado bursátil lo perdí todo», dice con resignación. Entonces comenzó a hacerse preguntas. «Después de tantas vueltas, estaba nuevamente en cero. ¿Qué podía hacer yo, que ya tenía treinta años? Sabía chino, japonés y castellano, pero no tenía títulos que lo avalaran. ¿Qué iba a hacer sin un diploma?». La respuesta la encontró en España.

15 horas al día de trabajo
«Llegué a Alicante con el propósito de estudiar; quería hacerme traductor. La idea era compaginar mi proyecto académico con el trabajo, pero enseguida me di cuenta de que eso era inviable. Trabajaba quince horas diarias en un restaurante donde ganaba sólo 750 euros y donde nunca me ofrecieron un contrato para regularizar mi situación. A los pocos meses, me trasladé al País Vasco».

Andrés comenzó a trabajar «con papeles y en otras condiciones» en un restaurante de Bilbao. Con el tiempo, y con un socio, logró abrir su propio comercio, pero jamás perdió su vocación por los idiomas ni por la enseñanza. «Todas las tardes doy clases de mandarín en una academia. No gano mucho, pero lo disfruto. Eso sí: mis alumnos son adultos, casi todos universitarios, porque mi idioma cuenta con 600.000 caracteres y es difícil de aprender y de enseñar. El chino, como el euskera, es algo muy singular. No se puede comparar con nada».

10.1.11

"No vine con la idea de forrarme, sino para vivir mejor"

Esta joven argentina de origen checo y polaco llegó al País Vasco hace tres años. «Aquí se conservan valores muy importantes y es un buen lugar para vivir»

El abuelo de Laura Omielczuc emigró a Argentina cuando tenía diez años. El hombre, todavía niño, pertenecía a una familia de campesinos polacos que se había trasladado a Ucrania para ganarse la vida en la tierra. No sabía que, en esa época, ser agricultor equivalía a buscarse la muerte. Los intentos de Stalin por imponer la agricultura soviética colectivizada, los fusilamientos en masa de la población y la hambruna provocada para persuadir a la gente a claudicar derivaron en el genocidio de 1932 y empujaron a la familia a escapar. A diferencia de unos siete millones de ucranianos, tuvieron suerte. Salieron indemnes de la atrocidad que hoy se conoce como Holodomor.

«Santa Fe es un lugar que recibió mucha inmigración de Europa del Este, especialmente al comienzo del siglo XX», explica Laura en una cafetería de Deusto. Un detalle más en su relato ayuda a verlo con claridad. «Mis abuelos se conocieron y se casaron en Argentina pero mi abuela también tenía origen europeo. Era hija de un matrimonio checo». Al igual que ocurre hoy en las aulas de Euskadi, Laura fue a una escuela donde existía una gran variedad cultural. «Era una escuela rural, porque yo me crié en una zona de campo -aclara-, pero, a pesar de estar en un rincón de Argentina, tenía amigos de diferentes procedencias y orígenes. La mezcla de nacionalidades y costumbres que había en mi casa no era nada extraño en ese contexto», apostilla. Y, tratándose de una familia de emigrantes, tampoco resultó extraño que ella misma decidiera emigrar.

«Llegué aquí hace tres años. En Argentina estudiaba Derecho y también trabajaba, pero la situación era regular. Mi novio y yo trabajábamos de lunes a sábado y, aun así, casi no llegábamos a fin de mes. No veíamos posibilidades de futuro porque nuestros padres no podían apoyarnos económicamente», argumenta. Así las cosas, él -que proviene de una familia de origen italiano- tomó la iniciativa de probar suerte de este lado del Atlántico. Poco después, ella siguió sus pasos.

De Bilbao tenía referencias porque su madre nació en un pueblo argentino donde «la influencia vasca es impresionante. Para que te hagas una idea -afirma-, a ella la bautizaron en una iglesia llamada Arantzazu y el año pasado, con los festejos del bicentenario del país, hubo dantzaris que bailaron el aurresku». Eso sí, Laura aclara que no tenía en mente «ese idilio típico de que en Europa se gana dinero con facilidad. No viajé pensando que me iba a forrar -relata-. Más bien vine con la mentalidad de la experiencia. Por supuesto, conseguir trabajo y vivir mejor era un objetivo y una necesidad primordial, pero yo tenía claro que eso nos iba a costar y que lo importante era hacer el intento y aprender cosas en el proceso».

Estilo de vida
Laura consiguió trabajo en una tienda de abalorios. Allí pudo poner en práctica sus conocimientos en artesanía y compartirlos, ya que también daba algunas clases. «En Argentina trabajaba mucho con plata, cuero y piedras semipreciosas, pero aquí también aprendí a diseñar bisutería con otras técnicas y elementos, como el enfilado de perlas. Me gusta mucho crear adornos y enseñar a otras personas el manejo de las herramientas, aunque yo casi nunca llevo pulseras, collares ni anillos», confiesa.

Otra cosa que le gustan son los deportes y, de hecho, aquí practica fútbol sala. «Me gusta que en Euskadi haya afición por el ejercicio; salir a caminar y ver que la gente rema en la ría. Me encanta el estilo de vida y los valores que se manejan aquí, donde las personas son honestas en general, muy nobles y trabajadoras. Pero lo que más me llama la atención es cómo cuidan las costumbres. Quizá porque mis padres son folcloristas, valoro mucho que los vascos mantengan sus tradiciones Creo que es un buen ambiente para vivir», concluye.

3.1.11

"Soy ambiciosa: me identifico con Bilbao y su perfeccionismo"

Desde que llegó a la villa, hace 16 años, esta emprendedora brasileña se dedica al mundo de la imagen y la promoción empresarial

Ha vivido casi tanto tiempo en Bilbao como en la isla de San Luis, al nordeste de Brasil. Aunque nació en un lugar idílico, tanto por el clima como por su arquitectura colonial, Favia Silva tuvo claro muy pronto que su sitio no estaba allí, pues su meta era estudiar fuera. «Empecé a trabajar con catorce años de edad y ya entonces veía que la gente no luchaba por su futuro», señala. Por esa razón, cuando la cadena de televisión donde trabajaba se ofreció a pagarle la carrera de Periodismo, ella dijo que no. «Es que no me veía allí toda la vida -subraya-. Quería más». Y ese 'más' se transformó en un viaje de estudios cuando cumplió los 18 años. «Mi ciudad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y tiene un fondo cultural muy importante, pero no es como Europa. Cuando vienes aquí, tienes la oportunidad de aprender la Historia de otro modo porque vives el aprendizaje, lo palpas, lo ves. No te quedas solamente con las páginas de un libro -explica en un perfecto castellano-. Siempre he pensado que la barrera socioeconómica y geográfica impide que la gente valore el Viejo Continente porque no sabe si algún día tendrá la oportunidad de verlo».

Impulso de superación
Favia estudió Interiorismo y viajó a Italia para hacer un curso en Merchandising Visual. Comenzó su actividad en el sector de la decoración pero, fiel a su carácter, pronto se fijó nuevos objetivos. «Me gustan los desafíos -dice-. Cuando decoraba, siempre intentaba conseguir resultados de lujo con bajo presupuesto». Y, con ese lema como bandera, se lanzó al mundo empresarial.

Afincada en Bilbao desde hace dieciséis años, Favia se dedica a la creación y la gestión de marcas y empresas. «No es sólo hacer un plan de negocios, sino pensar, idear, analizar a fondo el mercado y la situación. Es muy fácil darle vida a un comercio cuando cuentas con dinero y una buena ubicación. Lo difícil es hacerlo en un sitio poco transitado y con escasos recursos económicos. El secreto -continúa- está en la innovación. Por suerte, tengo el don de generar ideas y nunca dudo de lo que hago. Si la mayor parte de la gente es muy cómoda, a mí me gusta ir en busca de lo imposible».

Una charla con ella alcanza para comprender que la planificación es una parte muy importante de su vida. No obstante, Euskadi no estaba previsto en aquel viaje inicial. La capital vizcaína se cruzó en su camino, un poco por amor y otro tanto por azar.

«Antes de marchar a Italia, conocí a un chico vasco en Brasil, que había ido allí de vacaciones -relata-. Cuando hice el viaje de estudios, aproveché para recorrer el País Vasco. Estuve aquí durante un mes y me encantó». Tras pasar aquí sus vacaciones, Favia regresó a San Luis... pero no fue sola. «Vivimos juntos allí casi un año, hasta que decidimos establecernos en Bilbao. Para él, eso significaba estar cerca de su familia.Y para mí, la ciudad era perfecta porque combinaba estupendamente las cualidades de una gran urbe con la comodidad de tenerlo todo a mano».

Lejos de matizarse, su admiración por el lugar se ha intensificado con los años. «Me gusta que la ciudad crezca y se piense en grande, que no le baste con tener un museo o un metro, sino que se esfuerce para que sean los mejores del mundo. Esa pujanza y esa apuesta por la calidad provoca que los ciudadanos también queramos superarnos. Al menos yo, que soy ambiciosa, me identifico mucho con Bilbao y su perfeccionismo», confiesa Favia. «Además, me parece estupendo que los vascos tengan tradiciones tan arraigadas, que las promuevan y que las cuiden. Con frecuencia viajo al extranjero por trabajo y siempre acabo diciendo lo mismo: 'qué bien se vive en Bilbao, qué bien se come, cómo echo de menos la montaña y el mar».