
Antes de emigrar, Greta, periodista de profesión, trabajaba en una editorial de Buenos Aires y, además, escribía para otros medios. «Me dedicaba a lo mío, sí, pero aquello no me gustaba. Yo había elegido la carrera porque tenía ideales, como cualquier persona joven, y con el tiempo me di cuenta de que las cosas funcionaban de otro modo. Para acabar de rematarlo, ganaba poco, trabajaba muchas horas y tenía poco tiempo libre para disfrutar con mi hija, que entonces era pequeña».
En 2003 cogió un vuelo a Madrid, donde tenía algunos amigos, con la esperanza de cambiar la situación, pero se dio de bruces con otra: el desafío de ser inmigrante. «Incluso para las cosas más simples, como encontrar vivienda, estás desprotegido, a merced de los prejuicios. Recuerdo que cuando buscaba piso, me vestía como para una entrevista de trabajo y llevaba a mi hija, que tenía dos años, como carta de presentación», relata.
Tras vivir una temporada en Madrid y otra en las islas Baleares, Greta decidió establecerse en el País Vasco. «Había venido de paseo y la ciudad y su entorno me encantaron -recuerda-. Madrid me había resultado muy grande, impersonal, y Mallorca me parecía pequeña. Pero Bilbao era ideal. Por eso me quedé».
Cambiar el mundo
La villa le ofreció lo que buscaba: además de recordarle a su tierra, le dio la oportunidad de recuperar sus ideales. «Me dedico al periodismo social, especializado en inmigración y cooperación», dice Greta, que actualmente trabaja en el comité vasco de ACNUR (el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) haciendo tareas de comunicación y sensibilización. «Mi trabajo consiste en poner las herramientas del periodismo al servicio de la sociedad. Es verdad que no todo se arregla con palabras, pero hablar sobre las cosas y hacerlas visibles ayuda. Aún creo en la comunicación para cambiar el mundo».
Su experiencia laboral y personal la han llevado a reflexionar muchas veces sobre el fenómeno migratorio y sus retos. «Los estereotipos existen y suponen un problema para todos -señala-. No hace mucho, participé en un taller donde nos pedían que dibujáramos a una mujer inmigrante. En la actividad había gente de fuera y de aquí, y, sorprendentemente, los dibujos que hicimos fueron muy parecidos. Casi todos esbozamos una caribeña de 'sangre caliente', morocha, con un vestido de flores, una escoba en la mano y un par de niños al lado. En absoluto se reflejaba la diversidad que hay. Por desgracia, tendemos a etiquetar rápidamente al otro. Y muchas veces nos equivocamos».
En su opinión, «debería existir una voluntad, pública, civil e institucional para lograr una integración real en todos los aspectos. En la mayor parte de los casos -prosigue-, el inmigrante sólo es tenido en consideración para el trabajo, pero no se le incluye en otros ámbitos. Si eres extranjero y no te mezclas con las personas de aquí, no haces amigos vascos ni compartes espacios de ocio, educativos o recreativos con la sociedad local, acabas quedándote con los tuyos, con lo que conoces, y pasas a integrar un gueto. Esa dinámica es muy común, porque la persona que viene sola busca seguridad e intenta evitar el rechazo. Las personas de tu país se transforman en tus referentes, te cuentan la realidad que hay y ni te molestas en salir a contrastarla. El resultado es que te quedas con esa versión miope y te aislas».
