Han pasado ocho años, cuatro meses y veinte días desde que Norma Maffare se marchó de Ecuador. Sentada en el paseo de El Arenal, recuerda nítidamente la fecha, el viaje en autobús desde Esmeraldas a Guayaquil, el avión que la depositó en Barajas y su llegada a destino, Laredo. «No he podido ni he querido olvidarlo, y eso que ha pasado mucho tiempo», cuenta. Tampoco ha olvidado el momento en que le dijo a su familia que se iba.
«Poco antes de viajar, quedé a comer con mis hermanas. Una de ellas preparó mi comida favorita: ensalada, pollo frito y locro, que es como una sopa que se hace con maíz. Cuando estábamos en la mesa, les dije que me marchaba del país y, al principio, no me creyeron. Entonces les mostré mi billete de avión». Las hermanas de Norma no encajaron bien la noticia. «Me preguntaron por qué, intentaron disuadirme y hasta se enfadaron un poco conmigo. '¿Para qué estudiaste, si al final ibas a ser una sirvienta?', me preguntaron. No podían entender mi decisión».
La única persona que se alegró por el cambio fue su sobrina, que llegó en medio de la comida y, al conocer la noticia, la felicitó. «Sabía que yo siempre había querido viajar, conocer mundo y vivir una experiencia personal fuera de Ecuador». Lejos de ser una aventura intempestiva, el viaje fue la concreción de un sueño largamente acariciado.
«Desde que tengo memoria anhelaba algo así. Cuando era pequeña, me fascinaban los aviones, y ya de jovencita me imaginaba viviendo en otro lugar, conociendo una cultura distinta. El tiempo fue pasando y hubo momentos en que creí que jamás lo conseguiría. Pero el sueño quedó latente y la oportunidad, finalmente, se presentó», dice Norma, que emigró con 49 años.
Llegó a Laredo por recomendación de una amiga, que le habló del lugar y le consiguió trabajo. «Empecé cuidando a una persona mayor y, desde entonces, me dedico a ello. Cuando el señor falleció, su familia me consiguió un trabajo similar aquí en Bilbao. Así fue como llegué al País Vasco», resume. También señala que el cambio de vida y el cambio laboral han representado «una gran experiencia» para ella y «un baño de humildad», pues en Ecuador se dedicaba a la docencia.
Moverse del lugar
«Yo no emigré por dinero, ni porque estuviera pasando hambre, ni porque quisiera desarrollar mi profesión en otra parte», confiesa. Al contrario, se subió al avión «porque sentía curiosidad y no quería vivir toda mi vida en un mismo lugar». Para ella tener trabajo es «un medio para hacer eso. Y, aunque al principio me costó, debo decir que en todas las casas donde he trabajado siempre encontré personas maravillosas. Me han tratado como a un miembro más de sus familias y me han hecho sentir bienvenida».
Desde que vino, en 2002, Norma no ha vuelto a Ecuador. Asegura que «algún día» regresará, aunque no sabe si irá para quedarse. «Mi familia, mis raíces, están allá, en Esmeraldas. Quiero ir para estar con los míos y volver a verles después de tantos años, pero no sé si me quedaría. Soy ecuatoriana y me enorgullezco de mi país, pero reconozco que, cuando pasa el tiempo, uno acaba dividido. Te partes en dos y no sabes dónde está anclada tu vida».
Norma disfruta cuando habla del País Vasco y cuando tiene la ocasión de enseñárselo a los demás. «Me gusta contarles a los turistas cómo es, recorrerlo, mostrar las bondades de esta tierra -explica-. Llega un punto en el que dejas de ser un extraño y empiezas a sentir que también eres de aquí. Aunque no sea el lugar donde has nacido, ni tengas a tus amigos de la infancia, es el lugar que has elegido para crecer; el sitio donde construyes tus amistades de la vejez. He conocido a bellísimas personas, tanto en la asociación Mujeres del Mundo como en el coro Sanfran Korue, donde soy la única negrita sudamericana. Me siento feliz. He tendido lazos y, si me fuera, echaría de menos muchas cosas».
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