El sábado pasado visité un museo de la Inquisición. Primera y última vez que lo hago. El recorrido, de una hora más o menos, alcanzaba para que cualquiera pudiera situarse en la época medieval, en los imperativos religiosos y morales de aquel tiempo, y en la perversa ingeniería del hombre a la hora de infligir miedo y dolor. Los distintos instrumentos utilizados para arrancar confesiones y otras yerbas no daban lugar a equívocos ni a segundas interpretaciones: el ser humano es un bicho cruel y perverso capaz de idear herramientas de tortura sorprendentes y, con ellas, teorías, doctrinas y leyes para justificar su uso contra los otros (sean estos herejes, brujas, revolucionarios o problemáticos en potencia dentro del régimen que les aplasta).
Los métodos que se utilizaban en la Europa inquisidora constituían la base de este museo (uno entraba allí para ver la saña hecha filo, pincho, pinza o polea) pero, sin embargo, eran y son anecdóticos. Al menos en lo que respecta a esta columna, el funcionamiento de cada maquinaria, su diversidad o su autoría no supondrían más que una pincelada de detalle, un dato, un voto por el morbo. Lo interesante de la visita, a mi entender, discurría por otro lado. En síntesis, por comprobar que nada ha cambiado. Bajo una patena de modernidad y con una confianza (demasiado) ciega en la evolución social del siglo XXI, seguimos siendo las mismas bestias de siempre.
Muchas atrocidades se han cometido en nombre de dios (el que sea, el de turno), pues con la excusa de luchar por la pureza de lo divino, unas y otras generaciones han adoptado el rostro más aciago de lo humano. No es novedad que el poder generalmente corrompe y quizá tampoco lo sea que el miedo a perderlo enloquece, pero esa fue una de las principales ideas con las que salí de aquel museo. Esa, y la constatación de que la mujer, como género, siempre es la que se lleva la peor parte cuando la historia se divide en víctimas y verdugos. Si bien la Inquisición segó la vida de cientos de miles de personas de ambos sexos, fueron ellas quienes particularmente padecieron los mayores episodios de crueldad.
Vuelvo a decirlo: nada ha cambiado. La violencia sigue siendo masculina y los dioses siguen siendo las excusas. Desde un punto de vista literal, las torturas son todavía una práctica común para conseguir cosas de los demás, desde información y súplicas hasta arrepentimientos sumisos, por no hablar de que constituyen un paliativo para la inseguridad personal del verdugo. El que tiene la sartén por el mango, aunque sea a la fuerza y con el guante de la ilegitimidad, acaba por sentirse importante. No hay que irse a Medio Oriente ni al Egipto de los Faraones ni a la América precolombina para constatarlo. Por activa o por pasiva, todos los latinoamericanos lo tenemos claro.
O más o menos... Cada tanto nos enteramos de los remakes de la Inquisición. Oímos nombres como Guantánamo, Abu Ghraib o Abepura y nos parece algo tan distante como Torquemada y sus secuaces. Nuestro propio pasado, tan reciente y doloroso, queda a veces desdibujado y difuso por la goma de borrar de quienes en su día se regocijaron con los claroscuros. Las mujeres siguen pagando los platos rotos de las trifulcas (en épocas de paz sólo les toca lavarlos), y siguen siendo el género humano más castigado por dios. Quiero decir, por el otro género en nombre de dios.
Después nos sorprende e indigna el trato misógino que se asocia al Islam. Nos enoja Abu Ghraib. Cuestionamos la existencia de los velos. Todo eso nos parece algo salvaje, erróneo e incivil. Y, lo que es peor, nos parece algo nuevo. La Historia nos muestra que no. Por el contrario, tenemos la manía de repetir el argumento. Cambian los lugares, los personajes y las fechas, pero el qué, el cómo y el por qué permanecen inalterables. Es triste meterse en una sala de exposiciones para observar de cerca unas máquinas viejas y salir de ahí convencido de que no hemos aprendido nada. Los inventores de aquellos instrumentos nunca imaginaron que los látigos, las púas y los hierros funcionarían siglos después tan bien como un espejo.
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