26.6.09

"Me gusta esto, hay menos desigualdad que en Filipinas"

Llegó al País Vasco hace 31 años cuando tenía poco más de veinte, así que las cuentas son muy sencillas: Elizabeth Araojo ha pasado más tiempo en Euskadi que en Filipinas y ha compartido con los vascos el 60% de su vida. «Me siento muy cómoda aquí, y no sólo ahora. Desde el principio fui muy bien recibida», dice en la terraza de una cafetería de Sestao, donde tiene lugar la entrevista. Mientras revuelve su café con la cucharilla y empieza a relatar su historia, cada vecino que pasa por allí se detiene a su lado y la saluda.

Elizabeth es conocida y apreciada en el municipio. «Es que son muchos años ya, tanto para mi marido, que es de Salamanca, como para mí, que vengo de mucho más lejos. Aquí nos conocemos todos y hemos hecho nuestra vida; los dos estamos muy contentos. En mi caso, aunque el entorno y la cultura son muy distintos a los de mi país, he podido adaptarme perfectamente. Te digo aún más: si tuviera que regresar allí, me costaría demasiado acostumbrarme».

Una vez que pasa cierto tiempo, volver es más que regresar; es emigrar nuevamente. «Te doy un ejemplo muy simple. Al principio, cuando recién me casé, pasaba mucho tiempo en casa y me aburría. Mi marido tenía la cultura de salir, encontrarse en el bar con sus amigos, conversar en la calle. Yo no. Así que pensé: 'O cambia él, o cambio yo'. Y cambié. Empecé a acompañarle y a pillar el gusto de conocer a las personas de aquí, entablar amistades, estar fuera de casa», relata. «Quizá parezca una trivialidad, pero me he hecho a esta cultura y me resultaría muy difícil dejarla. En Filipinas no está bien visto que una mujer salga a tomar un copa, especialmente si va sola. No podría hacer como aquí, que me reúno cuando quiero con mis amigas».

Muchos aspectos han cambiado en la vida de Elizabeth, que, cuando vino hace tantos años, no imaginaba cómo serían las cosas. «Yo viajé por trabajo, gracias a una prima mía que también estaba trabajando en Euskadi, y empecé como interna en la residencia del Sagrado Corazón de Jesús. No tenía grandes planes. Tan sólo me pareció una buena oportunidad y la acepté. Es verdad que era una cría, pero siempre fui muy decidida y no me intimidó montarme sola en aquel avión para marcharme tan lejos de casa».

Educado y formal
Lejos, a un lugar tan distinto y sin dominar el idioma. «Hasta que aprendí castellano, hablaba en inglés; o también en tagalo con mi prima y las otras chicas de Filipinas que había por aquí». Relacionarse con ellas fue muy importante para mantener el lazo cultural. «Casi todas éramos internas y teníamos libre el domingo. Ese día nos reuníamos y, algunas veces, íbamos a bailar. Así fue cómo conocí a mi marido: el único chico de la discoteca que no se puso pesado. Es que él siempre fue muy educado y formal», explica. «Desde entonces estamos juntos», agrega Elizabeth, que hace poco celebró sus bodas de plata en Ciudad Rodrigo, el pueblo de su esposo, donde se han construido una casa.

Aunque a lo largo de los años ha cambiado de trabajo, continúa en contacto con sus primeros empleadores y, además, no ha dejado la actividad. «Me sigo dedicando al servicio doméstico y soy feliz. En mi país, ser limpiadora es lo último, lo peor. Aquí no. Es un trabajo como cualquier otro y no me impide relacionarme con los demás con naturalidad. Por eso me siento a gusto en Euskadi, porque hay menos desigualdad social que en Filipinas», subraya. «Además, los municipios son muy abiertos. Hay muchas actividades culturales en las que participamos como asociación, como el karaoke intercultural de Getxo, donde cantamos en castellano, tagalo y euskera... o lo intentamos», concluye con una sonrisa.

22.6.09

Ante el 41 por ciento

Empiezo a escribir esta columna con un dato significativo en la mano: el 41% de los uruguayos se declara abiertamente en contra del voto epistolar. Es decir, arranco a escribir estas palabras sabiendo desde ahora mismo que cuatro de cada diez compatriotas no va a estar de acuerdo conmigo. Emocionante génesis para compartir una opinión, realmente. No es que sea masoquista ni que me guste sembrar la discordia, pero, como ustedes ya saben o intuyen, sí quiero votar aunque viva lejos. ¿De verdad parece algo tan descabellado? A pocos meses de que me borren del padrón electoral, sigo queriendo ejercer ese derecho ciudadano porque, pese a las arbitrariedades y los verticalazos, sigue gustándome la democracia. Lo siento.

Ayer estuve leyendo un artículo sobre la encuesta que realizó la consultora Cifra. De ahí el dato y el tema que elegí para estas líneas, que ni es nuevo ni es la primera vez que lo abordo, pero sigue jorobando como una piedra en el zapato de todos (para algunos es molesto aguantar las protestas de otros, y para otros es molesto tener que protestar todavía por un derecho básico que tan fácilmente olvidan algunos). En fin. Ya sé que es feo ponerse repetitivo, pero la actualidad hace las veces de brújula y, de momento, aquí estamos. Estamos en que el 56% de la población uruguaya cree que debería existir el voto epistolar, el 41% lo rechaza y el 3% se abstiene de opinar. Menos mal que estos últimos son pocos.

A lo largo de los últimos años, y especialmente desde que me vine a vivir acá, me ha tocado escuchar todo tipo de argumentos para que silenciar la opinión de los físicamente ausentes sea percibido como algo razonable y entendible. Hasta deseable, diría incluso. Uno escucha esas razones y, si no fuera porque sabe que no son ciertas, tendría cierto impulso a creer que los que no estamos en Uruguay somos personas malas, con taras, abandónicas, infradotadas o perversas. Como comprenderán, tengo mis dudas. Hasta ahora no me han dado ni una sola razón de peso para alejarnos adrede de la vida política y social del país, apartándonos de las urnas. Francamente, no creo que exista, la puedan fabricar o la encuentren, y eso que hay muchos uruguayos creativos a la hora de inventarse las cosas, desde regímenes políticos enteros hasta nuevos mecanismos del sistema electoral.

Dicen algunos que, si te fuiste, perdiste. Que qué te vas a meter a opinar. Que es muy fácil votar por algo y no estar ahí para sufrir las consecuencias. Lo que no dicen es que tampoco es fácil no poder votar por nadie y, además, sufrir los resultados. Porque el que está lejos y quiere volver pero no puede también paga las malas decisiones de los que están ahí, tomándolas. Dicen que estamos lejos; que la distancia y el tiempo son razones más que suficientes para incapacitarnos como ciudadanos, por lo menos a la hora de votar (porque al momento de recibir giros de plata, inversiones desde el exterior o aviones con nosotros como turistas, nadie dice nada).

Al parecer, vivir en otra parte del mundo equivale a estar encerrado en una campana de cristal. Parece que, por no estar allí, no nos enteramos de las cosas. Y entonces, claro, toca tratarnos como a tarados. Pobrecitos los que se fueron, que no tienen elementos para decidir. No tienen con qué armarse una opinión con fundamento. No tienen modo de votar con juicio. De más está decir que, gracias a las nuevas tecnologías, estar lejos de algo no implica ser ajeno, estar ausente o desinformado. Uno lee, hojea los diarios, oye la radio por Internet. Uno ve el país desde una perspectiva distinta (ni mejor ni peor, sólo distinta), y eso también aporta. También puede ser algo constructivo, fomentar la pluralidad, la diversidad, el cambio. Sin embargo, estar lejos sigue asumiéndose como estar desconectado y sigue dando mucho pie a la paradoja. ¿Creen que no? Explíquenme entonces esto: cómo se entiende que un alto porcentaje de ciudadanos tenga impedido el acceso a las urnas bajo el argumento de la 'incapacidad coyuntural' mientras muchos otros, realmente desconectados de todo, siguen yendo a votar. ¿De verdad alguien se cree que un chico de veinte años que consume pasta base tiene más elementos de juicio que alguien que mantiene a su familia desde el exterior? Ahí está la paradoja: al que intenta salir adelante, lo pican para ensalada y le cercenan sus derechos. Al que tiene el cerebro agujereado como un queso gruyere, no. A ese no le prohíben nada. Ese está obligado a votar.


20.6.09

"No dejamos a nuestro hijo por un futuro mejor, fue al revés"

La historia de Marianela y su esposo pone a prueba los estereotipos y es todo un acto de fe, un ejemplo de tenacidad. A diferencia de muchas personas que emigran para mejorar su situación económica, ellos lo dejaron todo en Bolivia para someterse aquí a un tratamiento de fertilidad. Asier, de 3 meses, es para ellos la gran recompensa de la vida.



Lo tenían todo en Bolivia. O casi, porque hay cosas mucho más importantes que la profesión, el trabajo y el dinero. Para Marianela y su marido, el sueño de tener un hijo ocupaba el primer lugar. Y fue precisamente ese anhelo el que les condujo hasta el País Vasco. «Nos casamos muy jovencitos; yo todavía estudiaba en la universidad, aunque ya entonces queríamos formar una familia», relata ella.

Hasta ese momento, los planes iban viento en popa. Los chicos se habían conocido por casualidad durante un partido de fútbol al que Marianela había ido por su hermano, y Fernando, por su trabajo. «Mi hermano era, y sigue siendo, jugador profesional, así que muchas veces íbamos a verle con mi padre. Un día, coincidimos en el palco con Fernando, que es periodista y estaba allí con su cámara. Al principio, no le hice mucho caso, pero ya ves... La vida da muchas vueltas y me terminé enamorando de él».

Se casaron y, poco después, decidieron tener un hijo. Sin embargo, no tardaron en sospechar que algo no andaba bien. «Estuvimos dos años intentándolo y no lo conseguíamos. Empecé a preocuparme, así que fui al médico y me hice varios análisis». El resultado de aquellos estudios les cayó como un cubo de agua fría. «Tenía una obstrucción muy importante en las trompas, donde se unen los ovarios con el útero -dice Marianela-. La única manera de quedar embarazada era con inseminación artificial pero, incluso así, las probabilidades de éxito eran de apenas el 20%».

«Menos de la cuarta parte», apostilla Fernando, que en ningún momento del proceso dejó de ser realista. «Alguien tenía que serlo -reconoce Marianela-, porque yo me ilusionaba, siempre creía que había quedado encinta y, cuando descubría que no, se me desmoronaba el mundo. Cada mes era un drama, y era él quien me consolaba y contenía. Fueron dos años terribles».

Pese a que la perspectiva era muy mala y el coste del tratamiento, muy elevado, lo intentaron. Y no funcionó. «En ese momento, mi hermana, que vivía aquí, me habló del Hospital de Cruces. Me dijo que tenía excelentes profesionales y los tratamientos médicos más novedosos. Si en algún sitio podía quedarme embarazada, era aquí».

Atravesar el mundo
La revelación del centro médico y sus ganas de ser madre bastaron para que decidiera venirse a Euskadi. «Dicho así, parece una locura. No sé si hay mucha gente capaz de atravesar el mundo para tener un hijo -evalúa Marianela-. Bueno... al principio, Fernando no quería venirse. Fíjate que los dos estábamos muy bien allá. Yo había terminado mi carrera y él trabajaba en un canal de televisión. ¿El plan era dejarlo todo por un incierto? ¿Y qué íbamos a hacer aquí? Él planteaba ese tipo de cosas».

No sólo Fernando, también el padre de Marianela tenía dudas. «Directamente, opinaba que era una barbaridad. 'Yo no te saqué universitaria para que estés limpiando casas', me decía, y la verdad es que yo jamás me lo había planteado. Ni eso ni emigrar», asegura. Pero, si se venían, de algo tendrían que vivir y, como dice ella, todo le daba igual.

«Viajamos en 2005, nos pusimos a trabajar y empezamos con el tratamiento. Yo cuidaba niños y limpiaba casas; hacía muchas cosas para mantenerme ocupada, para no pensar». Y es que el proceso médico tampoco fue fácil aquí. Concebir a Asier les llevó unos años. «Costó mucho y fue un embarazo muy delicado. Tuve que hacer reposo y, muchas veces, estuve a punto de perderlo. Hubo un momento en el que pasábamos una semana en casa y, otra, en el hospital. Pero valió la pena. Aquí está nuestro pequeño milagro», dice sosteniendo al niño en brazos. «Mucha gente deja a sus hijos por buscar un futuro mejor, pero lo nuestro fue al revés. Renunciamos a todo para venir a buscar a nuestro hijo».

15.6.09

Repeticiones

El sábado pasado visité un museo de la Inquisición. Primera y última vez que lo hago. El recorrido, de una hora más o menos, alcanzaba para que cualquiera pudiera situarse en la época medieval, en los imperativos religiosos y morales de aquel tiempo, y en la perversa ingeniería del hombre a la hora de infligir miedo y dolor. Los distintos instrumentos utilizados para arrancar confesiones y otras yerbas no daban lugar a equívocos ni a segundas interpretaciones: el ser humano es un bicho cruel y perverso capaz de idear herramientas de tortura sorprendentes y, con ellas, teorías, doctrinas y leyes para justificar su uso contra los otros (sean estos herejes, brujas, revolucionarios o problemáticos en potencia dentro del régimen que les aplasta).

Los métodos que se utilizaban en la Europa inquisidora constituían la base de este museo (uno entraba allí para ver la saña hecha filo, pincho, pinza o polea) pero, sin embargo, eran y son anecdóticos. Al menos en lo que respecta a esta columna, el funcionamiento de cada maquinaria, su diversidad o su autoría no supondrían más que una pincelada de detalle, un dato, un voto por el morbo. Lo interesante de la visita, a mi entender, discurría por otro lado. En síntesis, por comprobar que nada ha cambiado. Bajo una patena de modernidad y con una confianza (demasiado) ciega en la evolución social del siglo XXI, seguimos siendo las mismas bestias de siempre.

Muchas atrocidades se han cometido en nombre de dios (el que sea, el de turno), pues con la excusa de luchar por la pureza de lo divino, unas y otras generaciones han adoptado el rostro más aciago de lo humano. No es novedad que el poder generalmente corrompe y quizá tampoco lo sea que el miedo a perderlo enloquece, pero esa fue una de las principales ideas con las que salí de aquel museo. Esa, y la constatación de que la mujer, como género, siempre es la que se lleva la peor parte cuando la historia se divide en víctimas y verdugos. Si bien la Inquisición segó la vida de cientos de miles de personas de ambos sexos, fueron ellas quienes particularmente padecieron los mayores episodios de crueldad.

Vuelvo a decirlo: nada ha cambiado. La violencia sigue siendo masculina y los dioses siguen siendo las excusas. Desde un punto de vista literal, las torturas son todavía una práctica común para conseguir cosas de los demás, desde información y súplicas hasta arrepentimientos sumisos, por no hablar de que constituyen un paliativo para la inseguridad personal del verdugo. El que tiene la sartén por el mango, aunque sea a la fuerza y con el guante de la ilegitimidad, acaba por sentirse importante. No hay que irse a Medio Oriente ni al Egipto de los Faraones ni a la América precolombina para constatarlo. Por activa o por pasiva, todos los latinoamericanos lo tenemos claro.

O más o menos... Cada tanto nos enteramos de los remakes de la Inquisición. Oímos nombres como Guantánamo, Abu Ghraib o Abepura y nos parece algo tan distante como Torquemada y sus secuaces. Nuestro propio pasado, tan reciente y doloroso, queda a veces desdibujado y difuso por la goma de borrar de quienes en su día se regocijaron con los claroscuros. Las mujeres siguen pagando los platos rotos de las trifulcas (en épocas de paz sólo les toca lavarlos), y siguen siendo el género humano más castigado por dios. Quiero decir, por el otro género en nombre de dios.

Después nos sorprende e indigna el trato misógino que se asocia al Islam. Nos enoja Abu Ghraib. Cuestionamos la existencia de los velos. Todo eso nos parece algo salvaje, erróneo e incivil. Y, lo que es peor, nos parece algo nuevo. La Historia nos muestra que no. Por el contrario, tenemos la manía de repetir el argumento. Cambian los lugares, los personajes y las fechas, pero el qué, el cómo y el por qué permanecen inalterables. Es triste meterse en una sala de exposiciones para observar de cerca unas máquinas viejas y salir de ahí convencido de que no hemos aprendido nada. Los inventores de aquellos instrumentos nunca imaginaron que los látigos, las púas y los hierros funcionarían siglos después tan bien como un espejo.

"Era una chica de provincia que soñaba con ser una gran actriz"

Marina Shimanskaya es actriz. Llegó de Rusia acompañando a su marido, el director Algis Arlauskas, que venía a rodar una serie documental para ETB, pero lo que «iba a ser sólo una temporada» en Euskadi acabó contándose por años. La artista reside en Bilbao desde hace tres lustros. Aquí se ha consolidado como una referencia del teatro.

Dice Marina que su vida está en el escenario, y cualquier avezado dramaturgo le daría de inmediato la razón. No sólo se ha entregado por completo al histrionismo, la enseñanza y la dirección interpretativa: su experiencia vital tiene todos los elementos de una buena historia; una de esas que merecen ser contadas. «No sé...-replica ella- La verdad es que prefiero hablar del teatro y las historias que han escrito otros, porque la mía es muy normal», opina con la perspectiva de quien ha leído y admira a Federico García Lorca y Antón Chéjov.

Bueno, quizá no sea como 'La casa de Bernarda Alba' ni tenga junto a ella 'El jardín de los cerezos', pero su vida engarza en un punto las consecuencias de la Guerra Civil española con la rigidez del régimen soviético, y ni una cosa ni la otra le impidieron luchar por sus sueños. Como ella misma relata, «era una chica de provincias que soñaba con ser una gran actriz». Y como demuestra su filmografía, lo consiguió.

Nacida en Sarátov, una ciudad que se encuentra a más de 800 kilómetros al sur de Moscú, Marina dio el primer paso cuando tenía sólo cuatro años. «Hice el papel de cebolleta -recuerda divertida-. Era un personaje masculino, pero a mí eso no me importaba porque era protagonista. Yo iba por ahí disfrazada, con la cara pintada de verde y marrón, y me sentía estupenda».

La primera entrevista que concedió fue también en esa época. «Me senté frente a un espejo y empecé a contestar las preguntas que yo misma me hacía», confiesa con una amplísima sonrisa. Y es que, según Marina, «ser actor es conectar con el niño que llevamos dentro», aunque el camino para lograrlo no sea sencillo y tampoco un juego. Mucho menos en la Rusia de hace cuarenta años, donde había grandes talentos, mucha exigencia, muy pocos huecos y una gran competitividad.

Cuando cumplió los 18, se fue a Moscú con una amiga. «Allí estaban los principales centros de enseñanza, pero no era fácil entrar. Imagínate, con toda la gente que hay en la ciudad, sólo había cuatro escuelas de arte dramático». Igualmente, hizo el intento. «Tuve suerte y entré a la primera. Me concedieron una beca e hice toda mi carrera en la Universidad de Teatro de Moscú».

Estrella del cine soviético
A partir de ese momento, su carrera comenzó un ascenso imparable. Marina trabajó en las mejores companías de Rusia, protagonizó más de quince largometrajes, varias teleseries y una veintena de obras teatrales, además de realizar giras por Europa y Estados Unidos. En su país llegó a ser (y sigue siendo) una estrella de cine y teatro. «Todavía hoy, cada año, pasan en la televisión alguna de mis peores películas», dice la actriz entre risas, aunque en la base de tanto brillo hay una historia más gris.

«Cuando era pequeña, mi padre estuvo preso durante siete años. Su único 'crimen' fue ser hijo de una mujer alemana, nada más, pero eso bastó para acusarlo de ser enemigo del régimen. Yo siempre pensaba en él, así que todo lo que he hecho en la vida fue para que se sintiera orgulloso de mí. Fue difícil y tuve que coger mucha disciplina, pero aprendí. Ahora mis alumnos opinan que soy dura como profesora, ¡ja! Yo soy un cacho de pan en comparación con los que me enseñaron a mí», dice.

Sus actuales alumnos son vascos, pues Marina imparte clases de arte dramático en Bilbao. «Llegué hace años con mi marido, que es hijo de una niña de la guerra, y que iba a rodar aquí una serie documental: 'Vivir y morir en Rusia'. Y al final, nos quedamos. Nuestra hija mayor se ha ido a Moscú y me ha convertido en una 'ciberabuela'. Yo he recibido ofertas de allí, pero he decidido quedarme. Estoy a punto de abrir Anima Eskola, mi propia escuela de teatro, y tengo varios proyectos, como siempre».

6.6.09

"El fútbol es pura pasión y también, el deporte más sano"

Comienza una nueva edición del Mundialito BBK y los jugadores y la afición están más expectantes que nunca. Entre ellos, la paraguaya Agustina Romero que, además de jugar con la selección de su país, participa activamente en la dirección de una asociación deportiva. «El fútbol -dice- no es sólo cosa de hombres». Y añade: «Todas soñamos con jugar algún día en San Mamés».

Su relación con el deporte viene de lejos. Desde su infancia, en Paraguay. «Mi padre es un apasionado del fútbol y supo transmitir esa afición a todos sus hijos», cuenta Agustina, que es la mayor de once hermanos. ¿Tan forofo como para crear un equipo familiar? «Algo así. En casa somos diez mujeres y un varón, de modo que mi padre no ha tenido alternativa: si quería comentar un partido, lo hacía con nosotras. Éramos mayoría», responde entre risas.
Sin embargo, la presencia femenina en el deporte es todavía minoritaria, aunque el panorama «está empezando a cambiar». En esta edición del Mundialito BBK hay doce equipos de chicas y cuando llegue el día de la final, en julio, ellas también jugarán en La Catedral. «En general, la gente piensa que el fútbol es cosa de hombres, pero no es verdad. En América Latina hay muchísima afición femenina y lo mismo está pasando en Euskadi», indica. Como muestra, Agustina comenta que, de cara al torneo, «hubo que hacer una selección porque había demasiadas aspirantes, y muchas chicas se quedaron fuera».

Ahora bien, una cosa es ser aficionado y otra muy distinta, jugador. Eso sí, Agustina está dispuesta a militar en ambas categorías. «Puedes perfectamente hacer las dos cosas. Es más, ser mujer y jugar al fútbol no significa que seas una 'machona', como creen algunos. Aunque tenga el tobillo resentido por el último amistoso o me queden moratones en las piernas, yo me maquillo y me pongo tacones cuando voy a alentar a mi novio, que también juega».
Y es que, además de compartir piso, cultura y nacionalidad, Agustina y su chico llevan en la sangre los mismos gustos deportivos... o casi. «Yo soy forofa del Athletic y él, del Barça, así que ya puedes hacerte una idea de cómo vivimos en casa el día de la final. Colgué la bufanda en la ventana y grité el 1-0 demasiado pronto... ¡Pero qué a gusto me quedé!», describe.
Souvenir rojiblanco
La bufanda no es la única prenda deportiva que hay en casa de Agustina. Al contrario. «Anoche hice la colada y tengo nueve equipaciones completas secándose en la cuerda», confiesa, aunque se apresura a detallar que «son de nuestra selección del Mundialito». Una cosa es la afición y otra distinta, el fanatismo. «El fútbol es el deporte más sano que existe y también es pura pasión. A mí siempre me gustó, tanto a nivel profesional como en las ligas de aficionados. En Paraguay dirigí un club local durante cuatro años, y aquí estuve en la presidencia de nuestra asociación deportiva cuando ganó la Copa Pindepa en la temporada 2006-2007», dice.

Es evidente que a Agustina le gusta el fútbol, ya sea para verlo, practicarlo o hablar sobre él. Y, en ese contexto, se siente muy afortunada por residir en el País Vasco, donde hay tanta afición. «Llegué aquí por casualidad y doy gracias a Dios», explica esta paraguaya, oriunda de un pueblo llamado Limpio. «Es la ciudad del 'carandal', que en guaraní significa palma. Allí se concentran todos los artesanos que tejen sombreros», explica y, mientras lo hace, los ojos se le llenan de nostalgia.
«Es que han pasado cuatro años desde que estoy en Vizcaya, y aún no he vuelto a casa a visitar a mi familia. Antes de eso estuve trabajando en Argentina, Brasil y Uruguay como empleada doméstica, igual que aquí, pero cada tanto volvía... Cuando me decidí a 'cruzar el charco' tenía idea de quedarme un par de años. Me acuerdo que escuchaba las historias de otros inmigrantes que llevaban lejos una década sin volver y me parecía imposible. Ahora me doy cuenta de que el tiempo pasa muy rápido y sin que uno lo note», reflexiona.
Pero no se resigna. Agustina está planificando ir quince días de vacaciones y eso la llena de ilusión. «Conoceré a mi sobrino pequeño y -cómo no- le llevaré de regalo una camiseta del Athletic».

1.6.09

Lo menos malo

Me gustan las viñetas de humor gráfico que aparecen en los periódicos porque, cuando son buenas, consiguen cosas que los periodistas nos proponemos a menudo pero no siempre alcanzamos. A saber: claridad, concisión, profundidad y capacidad de síntesis a la hora de transmitir un mensaje. Los dibujantes, además de artistas, son muchas veces retratistas de la sociedad en la que vivimos, captan en un recuadro situaciones que a otros nos llevarían páginas enteras describir, van directo a la idea matriz e, incluso, logran trazar una sonrisa cómplice en la cara del lector. Aunque por lo general se los relega a un segundo plano o se los coloca (injustamente) en la parcela del entretenimiento y el pasatiempo, la verdad es que encarnan el ideal de cualquier periodista o crítico social. Como comunicadores son la bomba.

Precisamente este sábado, mientras leía el diario, me topé con una viñeta maravillosa e incisiva que firmaba Manel Fontdevila, uno de los autores gráficos más reputados de España. La acción transcurría dentro de un único recuadro en el que había un niño enjuto, sombrío y triste, y un sacerdote opulento, severo y vestido con la más estricta etiqueta de idolatrar (esto es, con cruz de oro gigante y capita sobre la sotana). El niño, llorando y con gesto visiblemente consternado, se acercaba al cura y le decía: "Padre, me han violado". Y el sacerdote contestaba: "¡Seis padrenuestros y tres avemarías!... ¡Y si ha sido con preservativo, el doble!".

Aunque parezca un sinsentido y hasta haga reír por su corte absurdo, lo cierto es que no tiene nada de gracioso, ni de fantástico o irreal. Ese diálogo imaginado por Fontdevila está basado, por desgracia, en la más pura actualidad y refleja a la perfección lo mal que andan las cosas en los sectores más conservadores de la Iglesia y en los partidos más casposos de derechas. No es casual. A una semana de las elecciones europeas (el nuevo Parlamento se elige el próximo domingo), ya pueden ustedes imaginarse cómo está el ambiente por acá. Campañas, debates, propaganda hasta debajo de las piedras, folletos que se reproducen como hongos en los buzones de las casas... cada uno hace lo que quiere, puede o le dejan para asegurarse un escritorio y un sillón de terciopelo.

Y, claro, en medio de toda esa vorágine empiezan a salir los trapos sucios, las acusaciones, las promesas sin cumplir, las mentiras y todo aquello que sea útil para mantener vivo el debate y llevar a la gente a las urnas. Cada tanto se ve o se oye una propuesta electoral, pero es lo de menos, ya que en términos generales lo que se votan son las filias o las fobias de cada quien (y todos sabemos que no hay nada más irracional que las pasiones y los miedos). En fin... la cuestión es que, hacia en interior de cada país, vuelan piedras para todos lados.

Si en Italia se ha instaurado una especie de culebrón entre Berlusconi y su mujer (que se pelean y reconcilian a través de los periódicos) y se ha debatido sobre la viabilidad de llevar a jóvenes modelos como diputadas para alegrar un poco la vista del Parlamento, aquí en España, como siempre, la batalla es entre el PP y el PSOE. La última piedra arrojadiza tenía forma de avión, porque acusaba a Zapatero de usar la aeronave presidencial para ir hasta un pueblo a hacer campaña a favor del candidato de su partido. Después, el PSOE acusó al candidato del PP, Jaime Mayor Oreja, de usar el coche oficial para ir a misa los domingos. Ayer mismo leía que Aznar usó un helicóptero militar para una cena del PP cuando era presidente... Ya saben ustedes qué leyes físicas operan cuando se pone alguna materia delante del ventilador.

Así y todo, entre tanta discusión banal, salen a la superficie otras cosas más graves, porque gran parte de esta campaña se articula en torno a las convicciones morales y las creencias religiosas, y ahí sí que estamos todos fritos. La derecha está más exacerbada que nunca y hace campaña, por ejemplo, en contra de la reforma de la Ley del Aborto; una práctica médica que aquí es legal desde hace décadas pero que, como norma, necesita una actualización. La Iglesia, evidentemente, suscribe a la causa antiabortista y, no satisfecha con eso, da varios pasos más. "Abortar es asesinar", dicen. Y uno, que es plural y democrático, acepta que tengan esa convicción. "El preservativo es malo", asegura el Papa en África, el continente más castigado por el sida. Y uno, que no comulga con eso, refunfuña o se manifiesta, pero aguanta. "Abortar es un pecado más grave que abusar de un niño", dice un cardenal español (Antonio Cañizares). Y uno, que no sabe dibujar, escribe esta columna.