Elizabeth es conocida y apreciada en el municipio. «Es que son muchos años ya, tanto para mi marido, que es de Salamanca, como para mí, que vengo de mucho más lejos. Aquí nos conocemos todos y hemos hecho nuestra vida; los dos estamos muy contentos. En mi caso, aunque el entorno y la cultura son muy distintos a los de mi país, he podido adaptarme perfectamente. Te digo aún más: si tuviera que regresar allí, me costaría demasiado acostumbrarme».
Una vez que pasa cierto tiempo, volver es más que regresar; es emigrar nuevamente. «Te doy un ejemplo muy simple. Al principio, cuando recién me casé, pasaba mucho tiempo en casa y me aburría. Mi marido tenía la cultura de salir, encontrarse en el bar con sus amigos, conversar en la calle. Yo no. Así que pensé: 'O cambia él, o cambio yo'. Y cambié. Empecé a acompañarle y a pillar el gusto de conocer a las personas de aquí, entablar amistades, estar fuera de casa», relata. «Quizá parezca una trivialidad, pero me he hecho a esta cultura y me resultaría muy difícil dejarla. En Filipinas no está bien visto que una mujer salga a tomar un copa, especialmente si va sola. No podría hacer como aquí, que me reúno cuando quiero con mis amigas».
Muchos aspectos han cambiado en la vida de Elizabeth, que, cuando vino hace tantos años, no imaginaba cómo serían las cosas. «Yo viajé por trabajo, gracias a una prima mía que también estaba trabajando en Euskadi, y empecé como interna en la residencia del Sagrado Corazón de Jesús. No tenía grandes planes. Tan sólo me pareció una buena oportunidad y la acepté. Es verdad que era una cría, pero siempre fui muy decidida y no me intimidó montarme sola en aquel avión para marcharme tan lejos de casa».
Educado y formal
Lejos, a un lugar tan distinto y sin dominar el idioma. «Hasta que aprendí castellano, hablaba en inglés; o también en tagalo con mi prima y las otras chicas de Filipinas que había por aquí». Relacionarse con ellas fue muy importante para mantener el lazo cultural. «Casi todas éramos internas y teníamos libre el domingo. Ese día nos reuníamos y, algunas veces, íbamos a bailar. Así fue cómo conocí a mi marido: el único chico de la discoteca que no se puso pesado. Es que él siempre fue muy educado y formal», explica. «Desde entonces estamos juntos», agrega Elizabeth, que hace poco celebró sus bodas de plata en Ciudad Rodrigo, el pueblo de su esposo, donde se han construido una casa.
Aunque a lo largo de los años ha cambiado de trabajo, continúa en contacto con sus primeros empleadores y, además, no ha dejado la actividad. «Me sigo dedicando al servicio doméstico y soy feliz. En mi país, ser limpiadora es lo último, lo peor. Aquí no. Es un trabajo como cualquier otro y no me impide relacionarme con los demás con naturalidad. Por eso me siento a gusto en Euskadi, porque hay menos desigualdad social que en Filipinas», subraya. «Además, los municipios son muy abiertos. Hay muchas actividades culturales en las que participamos como asociación, como el karaoke intercultural de Getxo, donde cantamos en castellano, tagalo y euskera... o lo intentamos», concluye con una sonrisa.