Conversar con Xiao Fang equivale a descubrir que las diferencias culturales son barreras permeables. Doctora en Geografía y residente en Bilbao desde hace siete años, no sólo ha logrado entenderse con los vascos, también se ha casado con uno. Además, ha creado una asociación que trabaja para difundir la cultura de su país, integrar a sus compatriotas en el mundo occidental y asesorar a las parejas locales que deciden adoptar niños chinos.
«La mujer de un profesor mío me ofreció un excelente consejo», cuenta Xiao al recordar aquel tiempo. «Ella dijo que debía hacer mi vida y razonar por mí misma, que todos somos iguales, más allá del lugar donde nacemos, y que debía dejar de pensar que mi chico era ‘un extranjero’. Le hice caso y funcionó. Hay gente buena y gente mala en todas partes», resume en su hogar de la capital vizcaína.
Se casó con su marido en Shangai, donde celebraron una boda «bien china», sin tanta solemnidad
y sin pasar por la vicaría. «Los casamientos aquí son muy serios. Allí es justo lo contrario. Se vive casi como un juego», explica la geógrafa, que recuerda que las tradiciones milenarias se mantienen todavía, pero con un trasfondo muy lúdico. El día del casamiento –previa visita al registro civil– la novia invita a comer a sus amigos en la casa de sus padres. Por la tarde, llega el novio, «pero debe pedir permiso para entrar. Los amigos de la chica le hacen muchas preguntas y son ellos quienes deciden si puede pasar o no». Franqueada esa primera ‘barrera’, se celebra la ceremonia del té. «Si los padres de la novia convidan al pretendiente, significa que lo aceptan como yerno. Si no, ya puede olvidarse del tema», relata Xiao, quien aclara que, en la actualidad, estos ritos son «parte del juego».
Igual que ocurre con el que la novia «debe llorar». Al salir de la casa de su familia, «la chica tiene que hacerlo para demostrar que siente pena por dejar a sus padres», dice. En su caso, no fue difícil, ya que la partida suponía muchos kilómetros de distancia. «Por eso nos casamos allí, para que mi familia pudiera atesorar ese momento especial. La familia de mi marido nos tendría cerca el resto de la vida».
«Yo tenía muy arraigadas las horas para comer, que son distintas a las de aquí. Quería acompañarlo a él mientras comía, así que hubo un tiempo en el que me sentaba a la mesa unas seis veces al día», detalla entre risas. No obstante, «hay cosas muy similares», y Xiao no duda en afirmar que «los chinos y los vascos somos muy parecidos». El valor de la familia, la importancia de los amigos y el gusto por la comida «son exactamente iguales».
Esas similitudes –y también las diferencias– la han llevado a crear una asociación dedicada a difundir la cultura de su país mediante charlas, conferencias y proyecciones de películas chinas. Asimismo, Xiao ofrece todo tipo de información y datos a las parejas vascas que adoptan niños chinos. Con un solo objetivo: que la integración les resulte más sencilla. En definitiva, hacer todo lo que sea necesario «para que nos conozcamos un poco mejor».
Todavía recuerda el día en que lo conoció. Fue en Shangai, durante una conferencia internacional sobre matemáticas aplicadas. Cuando lo vio, no imaginó que años más tarde acabaría siendo su marido, y mucho menos que ella misma terminaría viviendo en Bilbao, una ciudad a la que adora por su clima y por el nivel cultural de su gente. «Empezamos a salir y luego vivimos durante un tiempo en Norteamérica, ya que mi facultad tenía un convenio con una universidad canadiense. Allí nos conocimos mejor y decidimos que queríamos casarnos».
No fue fácil, por supuesto. Especialmente en el momento de decírselo a sus padres. «La mitad de mi vida como estudiante la pasé fuera del país o lejos de mi familia. Ellos estaban acostumbrados a eso, claro, pero no esperaban que me casara con un hombre occidental ni que terminara viviendo al otro lado del mundo». Su familia sintió dudas, aunque la seguridad de la joven pareja y el paso posterior de los años las fue apaciguando una a una.
«La mujer de un profesor mío me ofreció un excelente consejo», cuenta Xiao al recordar aquel tiempo. «Ella dijo que debía hacer mi vida y razonar por mí misma, que todos somos iguales, más allá del lugar donde nacemos, y que debía dejar de pensar que mi chico era ‘un extranjero’. Le hice caso y funcionó. Hay gente buena y gente mala en todas partes», resume en su hogar de la capital vizcaína.
Se casó con su marido en Shangai, donde celebraron una boda «bien china», sin tanta solemnidad
y sin pasar por la vicaría. «Los casamientos aquí son muy serios. Allí es justo lo contrario. Se vive casi como un juego», explica la geógrafa, que recuerda que las tradiciones milenarias se mantienen todavía, pero con un trasfondo muy lúdico. El día del casamiento –previa visita al registro civil– la novia invita a comer a sus amigos en la casa de sus padres. Por la tarde, llega el novio, «pero debe pedir permiso para entrar. Los amigos de la chica le hacen muchas preguntas y son ellos quienes deciden si puede pasar o no». Franqueada esa primera ‘barrera’, se celebra la ceremonia del té. «Si los padres de la novia convidan al pretendiente, significa que lo aceptan como yerno. Si no, ya puede olvidarse del tema», relata Xiao, quien aclara que, en la actualidad, estos ritos son «parte del juego».
Igual que ocurre con el que la novia «debe llorar». Al salir de la casa de su familia, «la chica tiene que hacerlo para demostrar que siente pena por dejar a sus padres», dice. En su caso, no fue difícil, ya que la partida suponía muchos kilómetros de distancia. «Por eso nos casamos allí, para que mi familia pudiera atesorar ese momento especial. La familia de mi marido nos tendría cerca el resto de la vida».
Seis comidas al día
Si la convivencia es el arte de la negociación, la boda de Xiao y su esposo es un buen ejemplo de ello. Pero cuando la diferencia cultural es tan fuerte, hace falta un poco más. «Al llegar aquí me sentí un poco perdida», confiesa. Sin embargo, mi marido y su familia «me han ayudado mucho y siempre están pendientes de mí. Hoy en día, me encuentro muy bien, muy a gusto y muy cómoda con ellos». Y eso que al principio les tocó acompasar sus horarios, su gastronomía y sus ritmos de vida.
Si la convivencia es el arte de la negociación, la boda de Xiao y su esposo es un buen ejemplo de ello. Pero cuando la diferencia cultural es tan fuerte, hace falta un poco más. «Al llegar aquí me sentí un poco perdida», confiesa. Sin embargo, mi marido y su familia «me han ayudado mucho y siempre están pendientes de mí. Hoy en día, me encuentro muy bien, muy a gusto y muy cómoda con ellos». Y eso que al principio les tocó acompasar sus horarios, su gastronomía y sus ritmos de vida.
«Yo tenía muy arraigadas las horas para comer, que son distintas a las de aquí. Quería acompañarlo a él mientras comía, así que hubo un tiempo en el que me sentaba a la mesa unas seis veces al día», detalla entre risas. No obstante, «hay cosas muy similares», y Xiao no duda en afirmar que «los chinos y los vascos somos muy parecidos». El valor de la familia, la importancia de los amigos y el gusto por la comida «son exactamente iguales».
Esas similitudes –y también las diferencias– la han llevado a crear una asociación dedicada a difundir la cultura de su país mediante charlas, conferencias y proyecciones de películas chinas. Asimismo, Xiao ofrece todo tipo de información y datos a las parejas vascas que adoptan niños chinos. Con un solo objetivo: que la integración les resulte más sencilla. En definitiva, hacer todo lo que sea necesario «para que nos conozcamos un poco mejor».