5.9.04

Los últimos emigrantes de España

12.000 temporeros cruzarán este año la frontera para vendimiar en Francia. Estos salieron de Granada...

El día despierta en calma en el calor de Granada, pero el corazón andaluz late con fuerza desde hace horas. La ilusión sacude el pecho de los agricultores y la congoja enlaza un nudo en la garganta de sus familias. Es época de uvas. Las vides de Francia están a rebosar y sus dueños necesitan gente que recoja los racimos; gente que sepa de tierra. Y que cobre barato. Que esté dispuesta a viajar un día entero para llegar a los viñedos galos y trabajar allí ocho horas diarias pidiendo, a cambio, poco más de siete euros por cada una.

Los temporeros españoles que van a la vendimia se cuentan por miles. Y, otra vez, el septiembre del sur se estrena con la cadencia de la emigración campesina. El periplo comienza en Pinos Puente a las once de la mañana. Un puñado de personas se acerca a la carretera cuando llega el autobús. Sólo son diez. En la puerta del restaurante que ha servido para el encuentro, un par de ancianos fuman sus puros sin prisa y, con la misma parsimonia, ven perderse a la caravana cuando se aleja. Saben a dónde se dirige aunque no se lo hayan dicho. Autocares Torralbo es una empresa de transportes que gestiona el viaje de los temporeros desde hace años.

En el interior del vehículo en marcha todos han cogido asiento menos uno, Plácido Hidalgo. De palabra tan fácil como la sonrisa, prefiere ir adelante conversando con el conductor. «Inmigración
era lo de antes», dispara. «Inmigración era el viaje de los trenes, cuando corríamos cargados de maletas con el tiempo justo y el pasaporte en la boca». Por el salpicadero se desliza una hoja de ruta llena de información. Hay que recoger a los demás pasajeros, que esperan en otros pueblos, antes de enfilar hacia la frontera. Monetier, Avignon, Malemort y Ramatuelle son los destinos de esta gente, que, aún disgregada por Francia, va al mismo lugar: el trabajo.

«Mamá, no te vayas»
Juan Navarrete, el chófer, también fue vendimiador y conoce bien los detalles del oficio. «Las campañas de ahora son más cortas. Hay quienes permanecen allí sólo trece días porque, si son dos o tres miembros de la misma familia, el dinero que ganan les alcanza. Pero el promedio son veinte jornadas», explica. Plácido asiente con la cabeza y coincide en que «ya no es lo mismo». En este caso, el tiempo pasado fue peor. «¡Hombre!, también es cierto que algunos cosechan los 45 días completos de la temporada», replica Juan con la vista puesta en el espejo retrovisor.

El mediodía sorprende al autobús desafiando las leyes de la física en Deifontes. El coloso rodante con remolque está aparcado a la perfección en una calle curvada y angosta donde no cabe ni un alfiler. Ronronea quieto, con las puertas abiertas, mientras los diecisiete nuevos viajeros cargan sus bártulos en la bodega. En el último momento, una mujer sube a despedirse de su marido. Quiere quedarse con un abrazo más; uno de reserva que le sirva de abrigo hasta que él regrese dentro de cuarenta días.

–«Vaya con cuidado y no corra mucho que hay críos ahí atrás», le aconseja a Juan cuando se baja.
–No se preocupe, señora. Yo también tengo niños en casa.

Los hijos representan un dilema para los temporeros; sobre todo, cuando ambos padres trabajan.
Aunque los sindicatos les recuerdan que hay guarderías en España, prefieren que estén con la familia. «Es duro dejarlos; lo sienten y después te lo reclaman. Te dicen: ‘mamá, no estuviste cuando te necesité’ y se te parte el corazón», confiesa una pasajera. «Dímelo a mí –agrega otra– que mis hijas se quedaron llorando. Me decían: ‘mamá, no te vayas’, pero las tuve que dejar».

Piñar. Media hora después. Los 26 vendimiadores que aguardaban al coche se acercan y ayudan a Juan, que ahora luce sus dotes de estibador. En cuclillas, metido en la bodega, acomoda como puede la pila de maletas que le van pasando. Aquello está a reventar. Una pierna de jamón asoma por el cierre entreabierto de un bolso. «La mayoría de estas cajas contienen comida –detalla Plácido–. Llevamos lo que no conseguimos allá o lo que cuesta muy caro». En realidad, se surten de todo lo que pueden porque la filosofía imperante es la del máximo ahorro. El calor aprieta y la partida se dilata. «¡Vamos, que se madura la uva!», grita Juan desde el volante. Las puertas se cierran y los últimos besos se estampan en el aire. Queda abajo una escena de sudor. Y de lágrimas. Y de manos extendidas que despiden la querencia.

Vélez Rubio recibe a los viajeros a las tres de la tarde y ellos agradecen la parada. Es la hora de almorzar. Juan les recomienda un restaurante donde se come «bien y barato». Todos bajan y se sientan en las mesas, pero la mayoría no consume nada. Desenfundan sus bocadillos caseros con una velocidad asombrosa. Le han hecho caso al conductor; no hay comida mejor, ni más barata, que la preparada en casa. Él aprovecha el descanso para aprontar los papeles y no prueba bocado hasta terminar. «Éstos son los billetes que nos mandan desde nuestras oficinas en Irún. Los que tengo aquí –enseña– fueron pagados por los dueños de las plantaciones francesas, que suelen costear el viaje».

En Vélez Rubio se incorporan los dos últimos pasajeros: Pedro Laso, de 65 años, y Antonio Martínez, de 30. Y ya, sin más demora, parte el bus. Pese a su juventud, Antonio ha trabajado en catorce campañas. Si algo caracteriza a los vendimiadores es que, por menos años que tengan, son veteranos. Cargan a cuestas muchas temporadas, muchos recuerdos, y, cuando hablan de lo suyo, desempolvan un baúl de vivencias añejas. Como los buenos vinos. «Antes cogíamos el tren en Lorca e íbamos juntando gente por los pueblos hasta alcanzar la frontera. Allí siempre estaba la Guardia Civil o los gendarmes. Hacíamos la conexión con un tren francés y los patrones nos esperaban en las estaciones», evoca Antonio. «El momento de la aduana era lo peor. A veces demorábamos doce horas en pasar», enfatiza. Margarita Rejón –la esposa de Plácido– está de acuerdo.

«Nos hacían un reconocimiento médico para comprobar que no estuviéramos herniados. Quedábamos completamente desnudos. Era humillante», se lamenta. Y Plácido, que lleva treinta años en este oficio y veinticinco de casado, le lanza una mirada cómplice. «Luego venía la locura en el metro de París, ¿te acuerdas?». «¡Claro! –responde ella–. Nos prendían unas chapitas de colores en la solapa para que supiéramos a dónde ir según el color». «Parecíamos animales», sintetiza él.

Juan pone un vídeo para entretener al grupo, pero no todos le prestan atención. Más de uno tiene la mirada perdida en la autopista, en el paisaje, en los olivos. «A primeros de diciembre cosechamos las aceitunas. Entre esos días y éstos que haremos ahora, seguro que llegamos a los 35», calcula Antonio. Y explica que, con esa suma de jornales, pueden acceder a las ayudas económicas de la Junta de Andalucía. «Nos aseguramos pagas de cuatrocientos euros durante un semestre entero. Así el invierno es menos duro».

«Ya no lavo a mano»
Juan se ha quedado con el tema de las aduanas. «Ahora ya no existen físicamente, pero en Francia te las pueden poner por sorpresa en cualquier sitio –advierte–. Es bastante común que nos revisen el autobús de arriba abajo con perros, en especial, cuando trasladamos marroquíes». Para Antonio, licenciado en Educación Física, «hay una incongruencia». «A los magrebíes que vienen aquí los tratamos mal. Sin embargo, nosotros, que somos españoles, hacemos lo mismo en Francia. Vamos donde nos contratan», dice. «Es verdad –apunta Plácido–. Yo soy inmigrante aunque no lo ponga el carné, y no soporto que se trate mal a los extranjeros delante mío porque también viví esa realidad y sé lo que es».

A las cinco de la tarde el tiempo cambia. El cielo queda gris. Empieza a llover. «¡Ay, no! Que no llueva», implora Antonio. Sabe que los días de lluvia no se trabaja. Y si no trabaja, no cobra. El gesto evidencia una vida ligada a la tierra y al clima. Inestable. Impredecible. «La relación con los
patrones ha mejorado mucho y los lugares donde nos quedamos, también. Hay unos que hasta tienen lavadora», exclama. Se refiere, sin saberlo, a Plácido y Margarita, que la disfrutan desde hace dos años. «Estamos muy a gusto –cuenta ella–. Me da igual tener los servicios afuera de la habitación. Ya no lavo a mano la ropa».

Jaime Hurtado, que anda por el pasillo y convida amablemente con una bota de vino, también está contento. «Por la zona de Ramatuelle nos quedamos en campings. Mi situación es mejor todavía, porque voy a una casa. Bueno... al garaje de una casa. Pero está acondicionado para vivir sin problemas, ¿eh?», aclara con prisa. Las normas de seguridad e higiene de las viviendas son prioridad para los sindicatos que siguen de cerca las condiciones laborales de los temporeros. La lluvia ha cesado un poco y se dibuja un arco iris. El horizonte se traga el final, allá lejos, adonde va la carretera; adonde van los temporeros cada año buscando una olla de oro. Encuentran cestas de uvas, pero no importa, porque «pagan bien». La voz de una mujer que se queja con picardía rompe el hechizo.

–¡Tengo el culo cuadrado y la mente en blanco!
–«Pues todavía falta medio camino, guapa», le responde un hombre desde el fondo. El autobús
estalla en risas, aunque todos saben que esto último es verdad.

Los primeros llegarán a destino a las siete de la mañana. Los últimos, a las doce del mediodía. Las
nubes oscuras adelantan la noche. El camino es largo y los olivares quedan atrás. Delante aguardan las vides.

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